El último fin de semana del 205 (I)

Vamos a empezar un nuevo año y todos estamos llenos de proyectos y deseos de lo que nos gustaría que fuese este tiempo en el que entramos y que el Padre nos regala.
Sin embargo, el hecho de que se tuerzan nuestros proyectos no tiene por qué significar necesariamente una mala noticia. Ojala pudiésemos repasar nuestra vida desde la distancia, conociendo hacia dónde acabará desembocando ese acontecimiento que, en principio, nos está desestabilizando.
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Como ya he contado alguna vez, mi relación con mi primer coche (un peugeot 205) no puede decirse que fuera muy afortunada. Ya el primer día que lo llevé a la parroquia, al intentar aparcar en batería, una mancha de aceite en el suelo (restos de un accidente anterior mal limpiado) hizo que el coche no parase y me empotré de frente contra la cristalera de un bar. Por suerte, un parroquiano que tenía un taller me recompuso todo el frontal, reforzándolo.
Aquel mismo año tuve otros siete accidentes, y aunque siempre fueron “culpa de los demás”, mi fama de mal conductor creció entre los conocidos. Tras cada golpe, mi ya amigo, el dueño del taller mecánico, me contaba que había aprovechado para reforzar tal o cual pieza de la carrocería. Sin embargo, a pesar del número y la aparatosidad, ninguno de aquellos percances fueron comparables a lo que yo llamo “el último fin de semana del 205”.
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Como ya conté en una entrada anterior, el motor del 205 había quedado destrozado por culpa de un “despiste”. Sólo una semana después de que me entregasen el coche con un nuevo motor (de segunda mano), tenía un apretado fin de semana:
- Aquel domingo, debía desplazarme desde la capital, donde vivía, hasta los cuatro pueblos de la montaña que atendía.
- Cuando acabase las misas de la mañana, tenía que trasladarme hasta Vitoria para asistir a una reunión que duraría hasta la noche.
- Aquella noche tenía previsto viajar hasta Pamplona para dormir en casa de mi hermano, pues al día siguiente, lunes, por la mañana tenía un encuentro con otros sacerdotes para visitar las obras de restauración de la catedral.
- Después de comer debía regresar a la ciudad donde vivía para presidir una celebración penitencial a última hora de la tarde.
El viaje empezó a complicarse desde el principio. Cuando llevaba recorridos unos 30 kilómetros en dirección a mis pueblos, se encendió una luz roja en el salpicadero, indicándome que estaba subiendo mucho la temperatura del coche. Paré rápidamente el vehículo y pude comprobar que no tenía agua. Esperando que la causa fuera simplemente que en el taller donde habían arreglado el coche se hubiesen olvidado de rellenar el deposito del agua tras cambiar el motor (y que no se tratase de una avería más grave), tenían claro que debía rellenar el depósito con agua antes de poder volver a arrancar el coche.
Por suerte (al menos eso creía) había detenido el vehículo justo delante de una piscifactoría de truchas. Cual es mi sorpresa cuando, llamando al portero automático de la verja de entrada y explicándoles repetidamente mi situación a través del interfono, me respondieron que ¡lo sentían mucho pero allí no tenían agua! ¡En una piscifactoría no podían darme agua para rellenar el depósito del coche!
Tratando de no entrar en juicios, me desplacé, bajo la suave lluvia que estaba cayendo en la zona, hasta un pueblo cercano (unos 3 kilómetros), donde un vecino me facilitó varias botellas de plástico.
Con todo aquello, y gracias a que tenía previsto llegar al primer pueblo una hora antes de la misa para visitar a algunos enfermos en sus casas, los feligreses “sólo” tuvieron que esperar una media hora antes de que empezara la misa dominical, retraso que se fue repitiendo en las celebraciones de los demás pueblos, aunque los vecinos de la primera parroquia ya se encargaron de avisar a las otras de que el cura llegaría con retraso a todas.
Tras visitar el último pueblo, comprobé que el nivel del agua del depósito del coche no había descendido, así que opté por no interrumpir mis planes y me traslade unos 200 Kms. hasta Vitoria.

El último fin de semana del 205 (II)

Cuando llegué a Vitoria había una fuerte tormenta que fue empeorando a lo largo de la tarde. Al acabar mi reunión allí ya era de noche, así que, cansado por todas las actividades del día (especialmente por la caminata en busca de agua en medio de la lluvia), sin quedarme a cenar me dirigí hacia Pamplona.
Nunca había pasado por aquella carretera, lo cual, unido a la fuerte lluvia y a lo mojado que estaba el firme, hizo que condujera con bastante prudencia. La visibilidad era muy mala, pues la lluvia seguía arreciando.
Al aproximarme a la entrada de un pueblo de unos 2000 habitantes llamado Echarri-Aranaz pude observar en medio de la oscuridad cómo los coches que iban a cierta distancia por delante de mí frenaban y daban media vuelta en la carretera. Por suerte eso me hizo disminuir todavía más la velocidad, lo que hizo que no acabase empotrado en una barricada que un grupo de encapuchados independentistas vascos había colocado en mitad de la carretera, a la altura de las primeras casas del pueblo. Con la lluvia y lo oscura que estaba la noche, apenas se veía lo que ocurría, situación que cambió totalmente cuando, casi llegando a su altura, alguien echó una antorcha y toda aquella barricada, que sin duda estaba rociada de gasolina, se convirtió en un momento en una cortina de fuego.
Tuve tiempo justo, sin llegar a detener el coche y con un fuerte volantazo, de dar media vuelta. Entonces me percaté de que los coches que me precedían, y a los que había visto girar, se metían por lo que parecía un polígono industrial. Como yo no conocía la zona y tampoco me apetecía quedarme en mitad de aquella situación, consideré lo más prudente seguirles, aunque ya estaban bastante lejos.
En realidad, a lo que seguía era a las luces traseras del último de los coches que, ya a distancia, veía girar por distintas calles, hasta que antes de llegar a uno de los cruces pude ver cómo un grupo de encapuchados cruzaban en mitad de la calle varios contenedores de basura, dejando a los coches a los que seguía totalmente bloqueados. Entonces empezaron a zarandearlos con la intención de volcarlos.
Yo, al seguirles a cierta distancia, había podido evitar todo aquello. Girando en dirección contraria tomé un camino de tierra que rodeaba la población y, sin saber muy bien a dónde me llevaba, acabé apareciendo en la carretera, en la otra parte del pueblo.
Seguí mi camino hacia Pamplona siendo consciente de que ningún otro vehículo me seguía. Era el único coche que había podido libarse de aquella barbarie.
Después he sabido que aquel pueblo es uno de los más conflictivos socialmente de toda Navarra.

El último fin de semana del 205 (III)

Al día siguiente, lunes, pude hacer la visita de las obras de la catedral de Pamplona y comer con alguno de los canónigos. Como no tomo bebidas alcohólicas, en cuanto acabó la comida salí de regreso hacia mi ciudad.
El viaje fue cómodo y sin incidentes, pero a falta de unos 10 Kilómetros para llegar, los planes se torcieron, pues un tractor que circulaba por el arcén en mi misma dirección giró hacia un camino a la izquierda justo cuando me disponía a rebasarle (por precaución, me había pasado ya al carril de la izquierda). El tractor, con un gran arado de vertedera, ocupó toda la calzada. Intenté frenar, pero la rueda reventó y acabé empotrado de frente contra el arado.

El gran arado entró por el morro del coche cortando la parte delantera del coche en dos mitades, arriba y abajo, y deteniéndose justo antes de entrar en la cabina del vehículo (la batería del coche, colocada en el 205 junto a la guantera del copiloto, quedó limpiamente cortada en dos).
El impacto hizo que la bandeja de debajo del volante se desplazara hacia mí, pero en lugar de cortarme las piernas, se rompió al impactar con mis rodillas (es uno de los motivos por los que las tengo dañadas y no me arrodillo en la consagración).
Además, la puerta del conductor se retorció desencajándose y quedó apoyada en mi cuello.
Parte de la parte superior del coche, seccionada, se metió por el cristal de delante, quedándose por encima de mi cabeza.
Por suerte, aparte del golpe en las rodillas y el cardenal provocado por el cinturón de seguridad, yo no tenía ni un rasguño, aunque no podía salir de aquel amasijo de hierros.
El conductor del tractor (un hombre posiblemente en edad de estar ya jubilado), muy nervioso, metió parte de su cabeza (boina incluida) por lo que quedaba de ventanilla y, sin preguntarme cómo me encontraba, empezó a gritarme literalmente: “¿Es que no has visto el intermitente… que con el golpe se me ha fundido?”. El hombre, casi histérico, sacó la cabeza y la volvió a meter gritando: “Ya os he visto venir, y al primer coche le he dejado pasar, pero ¡no os voy a dejar pasar a todos!”
Se refería al coche que circulaba a pocos metros por delante de mí y que le había adelantado un momento antes, cuyo conductor, al ver por el retrovisor la barbaridad que había hecho el tractorista, dio media vuelta y se encaró con él diciendo también a gritos:
“¡Llevo en el coche una mujer muy anciana y un niño de un mes! ¡Si me llega a hacer eso a mí, ahora estarían muertos!”
Todo esto lo veía yo desde dentro porque, tal como había quedado el coche, estaba atrapado.
Los agentes de tráfico llegaron pronto y finalmente pude salir de lo que quedaba del 205. Necesitaba estirar las piernas y mientras la grúa trataba de mover el tractor (parte del arado se había clavado también en una de sus ruedas) pude escuchar cómo los testigos del otro coche declaraban en mi favor y los agentes increpaban al agricultor por llevar la ITV, la tarjeta de revisión del tractor, ¡7 años caducada! (Entonces acabé de entender el porqué de su justificación al decir que el intermitente "con el golpe se le había fundido".)
Necesitaba dar un paseo y mientras movían los vehículos comencé a andar por el arcén. A unos 70 metros encontré en mitad del asfalto el crucifijo de bronce que llevaba siempre en el salpicadero. El impacto había sido realmente bestial.
Los conductores de los vehiculos que pasaban por allí, al ver los restos del accidente y la presencia de un cura (pues yo iba vestido de negro y con alzacuellos) se acercaban a preguntarme cuántos muertos había. Al decirles que el conductor era yo y verme allí paseando sin un rasguño, nadie se lo creía.

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Los técnicos que revisaron el coche me lo confirmaron: la velocidad especialmente moderada, fruto de la mala experiencia del día anterior, y los refuerzos que se habían añadido al morro del coche tras los seis accidentes que había tenido durante aquel año, habían provocado que el arado se detuviese junto a mis piernas en lugar de cortarme por la mitad.
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Como decía al principio, nunca sabemos si ese acontecimiento que nos desagrada y rompe con nuestros proyectos puede ser, en el futuro, para nuestro bien.
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¡La paz contigo!