La boda del pueblo

Entre las anécdotas inolvidables que tengo de mi paso por las parroquias de la montaña, una de las que más vivamente recuerdo fue una boda que se celebró en un pequeño pueblecito de unos 40 habitantes censados y 10 habitantes reales.
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Al pueblo, unos años antes, se había trasladado un grupo de jóvenes (creo recordar que de Madrid) para formar una especie de comuna. De aquel experimento, cuando llegué yo, sólo quedaba una pareja que vivía del ganado. Con sus treinta y pocos años él y veintimuchos años ella, eran con diferencia los más jóvenes del lugar (el resto de los vecinos que vivían permanentemente en el pueblo estaban jubilados), y necesariamente él ejercía también como alcalde, ayudado por los hijos del pueblo que se habían trasladado a la capital pero que regresaban cada fin de semana.
Fue una gran alegría para todos el día que la pareja comunicaron al resto de sus vecinos que habían decidido dar el paso y casarse “como Dios manda”. Aquello era todo un acontecimiento pues, creo recordar, era la primera boda que se celebraba en aquella iglesia en cuarenta años. Todos querían agasajar a la feliz pareja y se repartieron las tareas para organizar los preparativos: unos se encargarían de la música, otros de preparar el banquete popular en el salón del ayuntamiento, otros de adornarlo todo y limpiar la iglesia y las calles (las vacas tiene la virtud de la inoportunidad a la hora de “responder a la llamada de la naturaleza”).
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El día de la boda llegué al pueblo una media hora antes de la ceremonia. La gente ya estaba por la calle (había llegado también bastante gente de los pueblos cercanos).
Ya desde fuera de la iglesia me extrañó los sonidos que salían del interior. Al entrar me encontré que en el coro estaban ensayando un grupo de músicos vestidos de peñistas (como los que animan las fiestas de san Fermín en Pamplona, con sus pantalones blancos y su blusón de colores), tocando el “Alabaré, alabaré” a ritmo de charanga con sus trompetas y tambores (aunque el que ponía más énfasis en que se le oyera era el del bombo). Traté de hacerles ver que aunque la iglesia era grande convenía que tocasen con más finura y menos potencia, especialmente los instrumentos de percusión, pero estaba visto que ellos sólo sabían tocar de una manera (¡a lo bestia!). En su repertorio sólo tenían tres canciones religiosas: “Alabaré”, “Cantemos al amor de los amores” y “Tú nos dijiste que la muerte” (canción, esta última, para funerales); pero los del pueblo los habían contratado a ellos porque así después podían animar el banquete popular.
No he comentado que la iglesia era un edificio del siglo XVII bastante grande, húmedo y frío. En el segundo banco ya estaban sentadas las dos mujeres más mayores del pueblo que, aunque faltaba todavía media hora, habían pedido que las llevasen ya a la iglesia “para coger buen sitio adelante”. Las pobres mujeres estaban empezando a quedarse heladas, pero no había forma de convencerles de que saliesen a la calle, donde hacía bastante calor al ser verano, o al menos esperasen en la casa de enfrente de la iglesia.
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Entre saludos y preparativos llegó la hora de la boda. Yo me puse las ropas litúrgicas y salí a la calle para acompañar al novio y esperar a la novia, pero ésta no llegaba.
Un grupo de ciclistas que pasaban por allí (miembros de algún club ciclista, pues todos iban vestidos con el mismo maillot de colorines), al ver el gentío, decidieron hacer un descanso y esperar también a la novia. Lo mismo hicieron un grupo de excursionistas, con sus mochilas y bastones, que recorrían un sendero de largo recorrido. Entre el novio y los invitados, los curiosos de otros pueblos, ciclistas, excursionistas, los músicos (que con el frío de la iglesia habían decidido salir ellos también al sol) y yo revestido con la casulla, se formó un grupo humano que hubiera encajado en cualquier película de Berlanga. Pero la novia seguía sin aparecer.
Cuando ya llevábamos más de un cuarto de hora esperando, me acordé de que las dos pobres ancianas seguían dentro de la iglesia. Entramos y nos las encontramos tiritando de frío, hasta el punto de que esta vez ninguna de las dos puso ninguna objeción para que les ayudásemos a llegar a la casa de enfrente de la iglesia. Incluso una de ellas comentó: “Vale, llevadnos donde queráis, pero que tengan la cocina de leña encendida.”
Pasaban los minutos y la novia seguía sin aparecer. Al parecer, aquella noche la había pasado en casa de unos parientes, en una ciudad a unos 70 kilómetros del pueblo, y de allí vendría ya vestida de novia. Habían llamado por teléfono varias veces a la casa, pero no contestaba nadie (la boda fue hace unos 12 años, y por aquel entonces la gente no tenía teléfonos móviles).
Cuando llevábamos ya más de 25 minutos esperando, el novio con discreción se acercó a mí y me preguntó: “Oye, ¿quién decide si hay boda o no hay boda?”. Tuve que calmarle diciéndole que la decisión era suya, que yo no pensaba marcharme hasta que él me lo dijera. Entonces, con cara de resignación, me dijo: “Bueno, algo ha tenido que pasarle. Mira, esperamos uno cinco minutos más y, si no viene, entramos todos en el ayuntamiento, comemos lo que tenemos preparado y esta tarde ya nos casarás.” Así se lo comunicó también a todos los presentes, lo que hizo que crecieran los murmullos entre los diferentes grupos que se habían formado.
Los ciclistas, ya cansados de esperar, se despidieron de todos y siguieron su ruta.
Los excursionistas aguantaron un poco más (creo que valorando si les compensaba quedarse para conocer el final de la historia y para participar del banquete popular, pues, tal como dijo el novio, todos los presentes estaban invitados).
Tras 35 minutos de espera, los excursionistas consideraron que no era oportuno esperar más, pues además, con el cansancio, el ambiente festivo se iba enrareciendo. Se despidieron de todos y empezaron a bajar por la calle principal, pero en ese momento tuvieron que apartarse rápidamente del centro de la calle, pues apareció un coche a toda velocidad tocando la bocina. ¡La novia había llegado!
Todo el mundo se movilizó: los músicos entraron rápidamente en la iglesia y empezaron a templar de nuevo sus instrumentos, algunos vecinos fueron rápidamente a la casa de enfrente de la iglesia para traer a las dos ancianas, los encargados comenzaron a encender los petardos preparados para recibir a la novia…
La novia bajó del coche con su mejor sonrisa. Yo, para calmar la situación, le dije: “Tranquila, que esta espera no tiene importancia. Habéis tenido alguna avería o algo así.” Y ella, sin darle ninguna importancia contestó: “No. Que a la peluquera no le acababa de convencer cómo me quedaba el peinado.” Creo que acierto al interpretar el sentimiento de todos los presentes, incluido su novio, al decir que en ese momento ¡¡¡le hubiéramos dado unos azotes bien dados como a cualquier niña malcriada!!!
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¡La paz contigo!
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(Nota: El otro día me encontré en un hipermercado con aquella novia. Ahora es una feliz y responsable madre de familia.)

Lenguaje litúrgico

La riqueza de la liturgia es un tesoro que hemos recibido de la iglesia y que no sabemos valorar en su justa medida.
Para apreciarla convenientemente debemos tener en cuenta que en ella se utiliza un lenguaje (en cuanto a signos, gestos, expresiones…) en el que se debe estar iniciado.
A veces, tanto por parte de los sacerdotes como de los fieles, se da por sobreentendido un conocimiento mínimo del lenguaje litúrgico. La organización de un cursillo básico de liturgia es considerado por muchos sacerdotes como algo secundario, y muchos fieles creen innecesario participar en estos cursillos de liturgia. Como consecuencia, multitud de expresiones y gestos son interpretados erróneamente, especialmente por aquellas personas que se han incorporado a nuestras comunidades provenientes de otras culturas.
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A la misa de hoy ha asistido una mujer acompañada de su vecinita, una niña rumana de unos 3 ó 4 años a la que cuida mientras sus padres trabajan. Como la mujer colabora mucho con la parroquia y con el grupo de Caritas, la pequeña, que casi siempre le acompaña, ya me conoce bastante, me saluda alegre siempre que me ve y en más de una ocasión, después de la misa dominical “de las familias”, a entrado con los demás niños en la sacristía a coger una golosina del “bote de las chuches”.
Pero ella está acostumbrada a esas “misas con niños”, muy alegres, festivas y participativas. Por eso hoy se ha llevado una sorpresa:
Al celebrar la misa de la tarde, yo estaba algo afónico después de pasar un catarro, y mi tono de voz era más grave de lo normal. Al llegar el momento de la consagración, los asistentes (unas trescientas personas, todos mayores) se han arrodillado, muchos de ellos agachando la cabeza y cerrando los ojos.
Al ver a todos arrodillados y con cara seria, escuchándose en medio del silencio sólo mi voz con el tono especialmente grave, la niña se ha empezado a asustar preguntando en voz alta: “¿Por qué se ha enfadado el cura?”.
Como la mujer que le acompañaba le hacía gestos de que se callase pero no contestaba a su pregunta, la niña se iba poniendo cada vez más nerviosa y repetía insistentemente a gritos, casi a punto de llorar:
¡¡¡ ¿Por qué se ha enfadado el cura? !!!
Al acabar la consagración y levantarse la gente, la niña se ha tranquilizado y ha dejado de dar voces.
Espero que la mujer sabrá explicar a la niña lo sucedido. De lo contrario, creo que he perdido una amiga.
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¡La paz contigo!