El funeral (II)

Entramos en la iglesia y comenzó el funeral, pero tras leerse la primera lectura, los mal reparados plomos volvieron a fundirse, quedándose el templo totalmente a oscuras. El sacristán, espontáneamente, dio una palmada y grito: “¡Ala! ¡Ya se ha ido la luz!”, lo que provocó una carcajada general de toda la asamblea.
El alcalde se dirigió de nuevo a la base de la torre a intentar arreglar la avería, pero la cosa se dilataba. Era ya media tarde, y ese día de invierno estaba especialmente nublado. Si esperábamos más, no tendríamos luego luz para dar sepultura al cadáver, así que opté por seguir la celebración, leyendo el evangelio y predicando a la luz de las dos velas del altar.
Después, para que el altar estuviese suficientemente iluminado durante la consagración, trajeron todas las velas de los altares laterales. Justo cuando estaba todo preparado volvió la luz, y el sacristán comenzó a soplar con alegría, una a una, todas las velas como si fuese una gran tarta de cumpleaños, lo que produjo el consiguiente murmullo de comentarios en la asamblea.
Con todo aquello, el sacristán había ido poniéndose cada vez un poco más nervioso y a esas alturas de la celebración empezó a tirarme de la manga y a decirme una y otra vez: “Luego hago yo el responso, que usted no sabe lo que se hace aquí.”
Efectivamente, en cuanto acabó la celebración de la eucaristía e iba a iniciar el responso, él me dio un empujón que me sacó del altar, y colocándose en el centro comenzó a recitar una serie de oraciones en favor de la difunta y de letanías invocando a todos los santos posibles. Nuevamente brotó el continuo murmullo de comentarios en la asamblea.
Opté por no empeorar las cosas y dejarle acabar sus letanías, que se prolongaron durante varios minutos.

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