Ruidos en la casa (II)

Unos días después, a la hora acordada, me presenté en aquella casa. Se trataba de un pequeño edificio construído ha principios del siglo XX, de dos alturas, a apenas 30 metros de la iglesia, en una plaza en la que antiguamente se encontraba el primer cementerio de la población (por supuesto, de este dato no hice ni mención a aquella familia).
Allí me esperaban la señora y su hijo pequeño, de 15 años. Su esposo y el hijo mayor, de 19 años, estaban “trabajando”. (Seamos realistas: sentir cosas raras en tu propia casa ya es de por si difícil de asimilar, pero reconocerlo ante un extraño, y encima si es un cura, cuando se lleva por el pueblo la medalla de “no practicante”…)
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Me invitaron a pasar al saloncito-comedor y allí hicimos las oraciones propias de la bendición de la casa. Después, los tres fuimos visitando las habitaciones una por una, rociándolas con agua bendita.
En la planta baja se encontraban, además del saloncito, la cocina, el aseo y una gran despensa-trastero.
Por unas escaleras bastante empinadas (debieron hacerlas así para aprovechar el mayor espacio posible) se accedía al primer piso, donde un pequeño pasillo servía para distribuir los tres espaciosos dormitorios: en los extremos del pasillo, el del hijo mayor y el del matrimonio, y, en medio, el del hijo pequeño.
Una vez arriba, me pasaron en primer lugar a la habitación del matrimonio. Allí, la señora empezó a contarme sus inquietudes, mientras el muchacho, sin abrir la boca, continuamente asentía con la cabeza:
- «Solemos dormir con la puerta entreabierta y en más de una ocasión hemos oído como si uno de los hijos entraba en la habitación y se quedaba a los pies de la cama, pero cuando le hemos preguntado: “¿Te pasa algo?”; y hemos encendido la luz, no había nadie. Mi marido o yo nos hemos acercado a las habitaciones de los hijos, pero estaban dormidos.»
Al mirar al suelo me di cuenta de por qué decían que les habían oído entrar en la habitación: además de la escalera, en todo el primer piso se conservaba el suelo original de madera. Era difícil moverse por allí sin ser escuchado.
La mujer prosiguió:
- «En un principio pensábamos que serían imaginaciones, pero la situación se ha repetido en más ocasiones y con nosotros más alerta. Tanto mi marido como yo, hemos podido escuchar no sólo los pasos, sino incluso la respiración “del que entra”. Pero al encender la luz no hay nadie.
Preguntando a los hijos si se habían levantado por la noche o habían oído algo, finalmente el mayor nos confesó que él llevaba sintiendo eso bastante tiempo, pero que no había comentado nada por vergüenza.
Como estos hechos se repiten cada vez con más frecuencia, el mayor, ya muy asustado, a acabado por irse a dormir a la habitación del su hermano pequeño. Hace casi un mes que comparten habitación.»
En efecto, al pasar a la habitación del hijo menor pude observar que había dos camas y que ambas estaban siendo ocupadas, por los despertadores y otros objetos que había en las mesillas.

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