Jóvenes y vida

Ciertamente, la juventud de ahora no es como la de antes. ¡Nunca la juventud de “ahora” ha sido como la de “antes”! Todos somos hijos de nuestra época y de las contradicciones de nuestra sociedad. Y hoy, como siempre, si nos fijamos en la juventud, encontraremos de todo “como en botica”.
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Hace poco, una catequista de jóvenes de una ciudad cercana me contó que en su grupo de Confirmación (compuesto por cinco chicas de unos 15-16 años) había trabajado el tema del “aborto”. Después de ver juntas un documental de National Geographic (que no deja de recomendar), y para que no se perdieran entre tanta información, les propuso que escribieran en un folio si estaban contentas de haber nacido y el porqué, pensando en que sus padres también habían tenido la opción de abortar.
La catequista, después de haber puesto sus respuestas en común, se quedó con los folios escritos y, cuando tuvo oportunidad, me los pasó. Como no venían los nombres de las muchachas, aquí dejo sus respuestas por si os reconocéis en alguna de ellas y por si pueden hacernos cambiar el concepto que tenemos de TODOS los jóvenes:
(Debo reconocer que he tenido que poner yo los signos de puntuación y completar algunas palabras. Los mensajes por teléfono móvil están atrofiando la expresión escrita de las nuevas generaciones.)
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1ª.- Estoy muy contenta de estar aquí, viva, porque tengo la posibilidad de ser feliz, de intentarlo, conseguirlo y poder transmitir y ayudar a los que no lo tienen tan fácil.
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2ª.- Estoy encantada de haber nacido porque, si no, no hubiera tenido la posibilidad de conocer la luz del sol, el mar, las montañas y a mi gato, porque Dios ha hecho un mundo precioso al que cuidamos muy mal y yo quiero ayudar a mejorarlo.
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3ª.- Estoy contenta de haber nacido porque así soy YO. Si no, sería una nada. ¡Y comenzar a existir y a ser y que no te dejen, es un crimen horrible! Además, tú nos has dicho que cada uno somos únicos para Dios y con una misión en la vida, y que para eso nos da su gracia y sus dones a cada uno. Así que habrá que descubrir cuál es la mía.
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4ª.- Estoy contenta de haber nacido porque, con sus más y sus menos, ¡VIVIR ES GENIAL! Si hubiera nacido en otro país, no sé si opinaría igual, porque en otros sitios lo tienen más "chungo". Claro que para eso estamos los que hemos tenido suerte en la vida: para compartirla, aunque a veces me cuesta por lo del egoísmo y eso. ¡Ah!, y también me gusta haber nacido en esta época... ¡¡¡¡¡¡¡¡¡con los mismos derechos que los chicos!!!!!!!!!! En fin, que para algo serviré, aunque mi madre me dice que de momento soy algo desastre.
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5ª.- Estoy contenta de haber nacido por muchas cosas, pero sobre todo por haber conocido a mi hermano. Tiene una discapacidad cerebral y mi madre no quiso abortar, aunque los médicos se lo recomendaron. Tiene 12 años y hay que cuidarlo como a un bebé. Al principio, yo no entendía el problema y me fastidiaba que no salieran las cosas como yo quería porque siempre había que estar pendiente de él. Luego he ido descubriendo que mi hermano es necesario en mi vida por muchas cosas. A veces son cosas pequeñas como estar cansada o harta o triste o preocupada por cosas, lo miro y el siempre me sonríe como si quisiera animarme, y sobre todo me escucha, le cuento mis cosas y a veces siento que puede entenderme más que otra gente normal. Creo que estudiaré un magisterio para discapacitados. Nadie está en este mundo por casualidad, aunque algunos lo piensen, y todos tenemos derecho a VIVIR, independientemente de cómo seamos.
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Sobran las palabras.
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¡La paz contigo!

Situación comprometida

Es curioso: empecé este blog para contar mis propias anécdotas, pero a pesar de que aún me quedan un buen montón por incluir, las pocas entradas que acabo añadiendo últimamente son vivencias de otras personas. Tal vez por parecerme más interesantes (las mías “ya me las sé”) o porque, al no haberlas vivido personalmente, tengo miedo de olvidarlas.
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El pasado mes realicé un viaje de una semana con varios curas. Uno de ellos, un joven con pocos años de sacerdocio, compartió conmigo algo que le había sucedido en su primera parroquia, poco después de su ordenación, y que me hizo reír a carcajadas:
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Se encontraba en el despacho parroquial, reunido con un matrimonio. La pareja solicitaba un recibo de los donativos que habían entregado aquel año a la parroquia, para presentarlo en la “declaración de Hacienda”.
Mientras les preparaba el recibo, llamaron a la puerta y se asomó una de las religiosas que colaboraban en la parroquia. La mujer, ya mayor, dijo en voz alta desde la puerta:
- Padre, está aquí uno de los monaguillos preguntando si ha cogido usted su “Playboy”, que se ha debido dejar en la sacristía.
Ante la cara de asombro del matrimonio, el joven sacerdote, bastante azorado, se apresuró a abrir el cajón de su mesa y a sacar lo olvidado por el monaguillo, mostrándolo claramente mientras puntualizaba en tono elevado y vocalizando bien:
- “GA-ME-BO-Y, sor Teresa. Esta maquinita se llama Game Boy.”
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¡La paz contigo!

Precipitación juvenil

Una de las características comunes en los jóvenes de todas las épocas es la hiper-valoración de lo que consideran propio de su generación, despreciando o infravalorando lo aportado por generaciones anteriores. Desde la confianza que les da el considerarse “poseedores de la verdad”, enseguida se sienten capacitados para juzgar las situaciones con las que se van encontrando y cualificados para realizar los cambios necesarios para, según su criterio, mejorar esas situaciones. Entre fallos y aciertos, esa generación va dejando una herencia que la siguiente generación rápidamente pondrá en entredicho y tratará de sustituir por sus propias aportaciones.
Aunque la anterior afirmación es un tanto genérica, debemos admitir que refleja con bastante acierto algunas actitudes propias de los jóvenes en general, y, como miembros de su generación, también de los curas jóvenes en particular.
Recuerdo a un profesor del seminario que nos decía desde la sabiduría que da la experiencia de los muchos años vividos: “Cuando lleguéis a una parroquia no os deis prisa en cambiar lo que no os guste. No os precipitéis. Dad tiempo para que podáis amoldaros a la comunidad que os recibe y para que vuestros nuevos feligreses se amolden a vosotros. El primer año simplemente observad, fijaos en aquellas cosas que no os acaban de convencer y preguntaos por qué el anterior sacerdote las hacía así. El segundo año ya podréis empezar a introducir variaciones si realmente las seguís considerando necesarias.”
Todos, al salir del seminario, en un momento o en otro hemos hecho caso omiso de estas palabras, metiendo indefectiblemente la pata.
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El otro día me encontré con un compañero del seminario y juntos nos reímos recordando su primer “coscorrón” pastoral:
Llevaba poco tiempo ordenado sacerdote y aunque en un principio estaba destinado como coadjutor en otra parroquia, tuvo que sustituir durante todo un verano, en un pueblo de unos 400 habitantes, a un sacerdote que cayó de baja por enfermedad.
A los pocos días de comenzar su servicio en la nueva parroquia falleció un vecino de aquel pueblo. Tras el funeral, comenzó el traslado del cadáver al cementerio. El ataúd era portado a hombros, como era costumbre, por varios jóvenes del pueblo que, debido al peso y a la amplia distancia que separaba la iglesia del cementerio, realizaban la conducción a un paso bastante vivo (según se iban cansando, otros jóvenes sustituían a los primeros como portadores, de manera que el ritmo acelerado no se interrumpía). No todos los asistentes podían seguir ese paso y, como consecuencia, la comitiva se iba poco a poco estirando, quedándose las personas más mayores descolgadas. Una vez llegados al cementerio, como había buena visibilidad del camino que accedía a él desde el pueblo, se esperaba a que todos llegasen antes de dar sepultura al difunto.
Este modo de proceder le pareció al joven sacerdote bastante inapropiado, tomando la decisión de que en futuros entierros él se pondría delante de la caja y de la comitiva marcando un ritmo más pausado que permitiera a todos durante la conducción rezar el rosario o recitar algún salmo.
A los pocos días tuvo la oportunidad de poner en obra su proyecto pues falleció una señora ya muy mayor. Tras el funeral, al salir de la iglesia, él se puso al frente de la comitiva y comenzó a marcar un paso más acorde con la situación, pero enseguida sintió un fuerte golpe en el cogote y al volverse se encontró con que eran los propios jóvenes los que, al tomar su ritmo acostumbrado, le habían golpeado sin querer con el propio ataúd. El sacerdote abrió la boca para recriminarles su conducta, pero ellos se adelantaron diciéndole con respeto pero con cierta urgencia: “Padre, vaya más deprisa o déjenos pasar, que esto pesa mucho.” Como consecuencia, y para no volver a recibir otro cogotazo como el anterior, recorrió también él el camino del cementerio al ritmo más rápido que pudo, resoplando y olvidando su anterior proyecto de marcar el paso de la conducción de una forma pausada y en oración.
Al funeral siguiente, ya había olvidado sus proyectos de reforma, al menos en lo que a entierros se refería, y como uno más acompañó al cadáver hasta el cementerio pero siguiéndolo detrás de la caja y a buen ritmo, como había sido siempre la costumbre del lugar.
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Como suele decir con humor cuando comenta el hecho: «Ese fue “mi primer coscorrón pastoral”».
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¡La paz contigo!

La boda del pueblo

Entre las anécdotas inolvidables que tengo de mi paso por las parroquias de la montaña, una de las que más vivamente recuerdo fue una boda que se celebró en un pequeño pueblecito de unos 40 habitantes censados y 10 habitantes reales.
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Al pueblo, unos años antes, se había trasladado un grupo de jóvenes (creo recordar que de Madrid) para formar una especie de comuna. De aquel experimento, cuando llegué yo, sólo quedaba una pareja que vivía del ganado. Con sus treinta y pocos años él y veintimuchos años ella, eran con diferencia los más jóvenes del lugar (el resto de los vecinos que vivían permanentemente en el pueblo estaban jubilados), y necesariamente él ejercía también como alcalde, ayudado por los hijos del pueblo que se habían trasladado a la capital pero que regresaban cada fin de semana.
Fue una gran alegría para todos el día que la pareja comunicaron al resto de sus vecinos que habían decidido dar el paso y casarse “como Dios manda”. Aquello era todo un acontecimiento pues, creo recordar, era la primera boda que se celebraba en aquella iglesia en cuarenta años. Todos querían agasajar a la feliz pareja y se repartieron las tareas para organizar los preparativos: unos se encargarían de la música, otros de preparar el banquete popular en el salón del ayuntamiento, otros de adornarlo todo y limpiar la iglesia y las calles (las vacas tiene la virtud de la inoportunidad a la hora de “responder a la llamada de la naturaleza”).
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El día de la boda llegué al pueblo una media hora antes de la ceremonia. La gente ya estaba por la calle (había llegado también bastante gente de los pueblos cercanos).
Ya desde fuera de la iglesia me extrañó los sonidos que salían del interior. Al entrar me encontré que en el coro estaban ensayando un grupo de músicos vestidos de peñistas (como los que animan las fiestas de san Fermín en Pamplona, con sus pantalones blancos y su blusón de colores), tocando el “Alabaré, alabaré” a ritmo de charanga con sus trompetas y tambores (aunque el que ponía más énfasis en que se le oyera era el del bombo). Traté de hacerles ver que aunque la iglesia era grande convenía que tocasen con más finura y menos potencia, especialmente los instrumentos de percusión, pero estaba visto que ellos sólo sabían tocar de una manera (¡a lo bestia!). En su repertorio sólo tenían tres canciones religiosas: “Alabaré”, “Cantemos al amor de los amores” y “Tú nos dijiste que la muerte” (canción, esta última, para funerales); pero los del pueblo los habían contratado a ellos porque así después podían animar el banquete popular.
No he comentado que la iglesia era un edificio del siglo XVII bastante grande, húmedo y frío. En el segundo banco ya estaban sentadas las dos mujeres más mayores del pueblo que, aunque faltaba todavía media hora, habían pedido que las llevasen ya a la iglesia “para coger buen sitio adelante”. Las pobres mujeres estaban empezando a quedarse heladas, pero no había forma de convencerles de que saliesen a la calle, donde hacía bastante calor al ser verano, o al menos esperasen en la casa de enfrente de la iglesia.
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Entre saludos y preparativos llegó la hora de la boda. Yo me puse las ropas litúrgicas y salí a la calle para acompañar al novio y esperar a la novia, pero ésta no llegaba.
Un grupo de ciclistas que pasaban por allí (miembros de algún club ciclista, pues todos iban vestidos con el mismo maillot de colorines), al ver el gentío, decidieron hacer un descanso y esperar también a la novia. Lo mismo hicieron un grupo de excursionistas, con sus mochilas y bastones, que recorrían un sendero de largo recorrido. Entre el novio y los invitados, los curiosos de otros pueblos, ciclistas, excursionistas, los músicos (que con el frío de la iglesia habían decidido salir ellos también al sol) y yo revestido con la casulla, se formó un grupo humano que hubiera encajado en cualquier película de Berlanga. Pero la novia seguía sin aparecer.
Cuando ya llevábamos más de un cuarto de hora esperando, me acordé de que las dos pobres ancianas seguían dentro de la iglesia. Entramos y nos las encontramos tiritando de frío, hasta el punto de que esta vez ninguna de las dos puso ninguna objeción para que les ayudásemos a llegar a la casa de enfrente de la iglesia. Incluso una de ellas comentó: “Vale, llevadnos donde queráis, pero que tengan la cocina de leña encendida.”
Pasaban los minutos y la novia seguía sin aparecer. Al parecer, aquella noche la había pasado en casa de unos parientes, en una ciudad a unos 70 kilómetros del pueblo, y de allí vendría ya vestida de novia. Habían llamado por teléfono varias veces a la casa, pero no contestaba nadie (la boda fue hace unos 12 años, y por aquel entonces la gente no tenía teléfonos móviles).
Cuando llevábamos ya más de 25 minutos esperando, el novio con discreción se acercó a mí y me preguntó: “Oye, ¿quién decide si hay boda o no hay boda?”. Tuve que calmarle diciéndole que la decisión era suya, que yo no pensaba marcharme hasta que él me lo dijera. Entonces, con cara de resignación, me dijo: “Bueno, algo ha tenido que pasarle. Mira, esperamos uno cinco minutos más y, si no viene, entramos todos en el ayuntamiento, comemos lo que tenemos preparado y esta tarde ya nos casarás.” Así se lo comunicó también a todos los presentes, lo que hizo que crecieran los murmullos entre los diferentes grupos que se habían formado.
Los ciclistas, ya cansados de esperar, se despidieron de todos y siguieron su ruta.
Los excursionistas aguantaron un poco más (creo que valorando si les compensaba quedarse para conocer el final de la historia y para participar del banquete popular, pues, tal como dijo el novio, todos los presentes estaban invitados).
Tras 35 minutos de espera, los excursionistas consideraron que no era oportuno esperar más, pues además, con el cansancio, el ambiente festivo se iba enrareciendo. Se despidieron de todos y empezaron a bajar por la calle principal, pero en ese momento tuvieron que apartarse rápidamente del centro de la calle, pues apareció un coche a toda velocidad tocando la bocina. ¡La novia había llegado!
Todo el mundo se movilizó: los músicos entraron rápidamente en la iglesia y empezaron a templar de nuevo sus instrumentos, algunos vecinos fueron rápidamente a la casa de enfrente de la iglesia para traer a las dos ancianas, los encargados comenzaron a encender los petardos preparados para recibir a la novia…
La novia bajó del coche con su mejor sonrisa. Yo, para calmar la situación, le dije: “Tranquila, que esta espera no tiene importancia. Habéis tenido alguna avería o algo así.” Y ella, sin darle ninguna importancia contestó: “No. Que a la peluquera no le acababa de convencer cómo me quedaba el peinado.” Creo que acierto al interpretar el sentimiento de todos los presentes, incluido su novio, al decir que en ese momento ¡¡¡le hubiéramos dado unos azotes bien dados como a cualquier niña malcriada!!!
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¡La paz contigo!
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(Nota: El otro día me encontré en un hipermercado con aquella novia. Ahora es una feliz y responsable madre de familia.)

Lenguaje litúrgico

La riqueza de la liturgia es un tesoro que hemos recibido de la iglesia y que no sabemos valorar en su justa medida.
Para apreciarla convenientemente debemos tener en cuenta que en ella se utiliza un lenguaje (en cuanto a signos, gestos, expresiones…) en el que se debe estar iniciado.
A veces, tanto por parte de los sacerdotes como de los fieles, se da por sobreentendido un conocimiento mínimo del lenguaje litúrgico. La organización de un cursillo básico de liturgia es considerado por muchos sacerdotes como algo secundario, y muchos fieles creen innecesario participar en estos cursillos de liturgia. Como consecuencia, multitud de expresiones y gestos son interpretados erróneamente, especialmente por aquellas personas que se han incorporado a nuestras comunidades provenientes de otras culturas.
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A la misa de hoy ha asistido una mujer acompañada de su vecinita, una niña rumana de unos 3 ó 4 años a la que cuida mientras sus padres trabajan. Como la mujer colabora mucho con la parroquia y con el grupo de Caritas, la pequeña, que casi siempre le acompaña, ya me conoce bastante, me saluda alegre siempre que me ve y en más de una ocasión, después de la misa dominical “de las familias”, a entrado con los demás niños en la sacristía a coger una golosina del “bote de las chuches”.
Pero ella está acostumbrada a esas “misas con niños”, muy alegres, festivas y participativas. Por eso hoy se ha llevado una sorpresa:
Al celebrar la misa de la tarde, yo estaba algo afónico después de pasar un catarro, y mi tono de voz era más grave de lo normal. Al llegar el momento de la consagración, los asistentes (unas trescientas personas, todos mayores) se han arrodillado, muchos de ellos agachando la cabeza y cerrando los ojos.
Al ver a todos arrodillados y con cara seria, escuchándose en medio del silencio sólo mi voz con el tono especialmente grave, la niña se ha empezado a asustar preguntando en voz alta: “¿Por qué se ha enfadado el cura?”.
Como la mujer que le acompañaba le hacía gestos de que se callase pero no contestaba a su pregunta, la niña se iba poniendo cada vez más nerviosa y repetía insistentemente a gritos, casi a punto de llorar:
¡¡¡ ¿Por qué se ha enfadado el cura? !!!
Al acabar la consagración y levantarse la gente, la niña se ha tranquilizado y ha dejado de dar voces.
Espero que la mujer sabrá explicar a la niña lo sucedido. De lo contrario, creo que he perdido una amiga.
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¡La paz contigo!