Los curas en mi vida

Me alegra que otras personas puedan aprovecharse de mis experiencias por la vida. A mí me sucede lo mismo: pienso que una de las cosas que más me enriquecen como persona es que alguien me haga participe de sus vivencias o reflexiones (aunque no coincidan con mi forma de pensar o de percibir el mundo; para eso está ese don del Espíritu Santo que conocemos como “discernimiento”).

El otro día recibí un e-mail que me hizo pensar… y sonreír. Aquí lo dejo por si a alguien le puede interesar:

LOS CURAS EN MI VIDA
...Creo que desde que estaba en el vientre materno ha existido un cura en mi vida. El por qué y el para qué lo sé a ratos. El caso es que cada uno ha dejado su huella con sus diferentes manifestaciones y matices propios. Hoy en día, con mis cincuenta añazos, todavía hay alguno pululando en mi espíritu y por mi cocina.
...Criada en una familia católica en donde el cura era el invitado de honor, sobre todo para las meriendas con rosquillas de mi abuela, después de hacer un recuento vivencial, pienso que puedo hacer una clasificación inicial sobre los diferentes tipos de curas que he conocido. Téngase en cuenta que todos han contribuido de una manera u otra en la difícil tarea de convertirme en aprendiz de cristiana.
...Los he separado en varias categorías que a menudo se entremezclan. No se si al final la cosa quedara clara.


1- Curas heredados: son aquellos que después de ser párrocos de tus abuelos, merendar las rosquillas, casar a tus padres y bautizarte a ti, continúan en tu primera comunión, confirmación, en tu boda y en todo evento de tus hijos. Vienen a casa con más derecho que los familiares, y te responden a lo que les preguntas sin escuchar la pregunta, pero comiéndose la rosquilla. Te evangelizan después del café y rememoran momentos inolvidables para ellos. ¡Pero son tan entrañables que no puedes dejar de quererlos! aunque, siempre generalizando, sepas que son varones impertinentes. Claro que, si Dios quiere, algún día yo también seré una abuelita... ¿agridulce?


2- Curas de adolescencia: Quién no ha tenido un sacerdote que escuchara tus primeros amores con el mundo, el demonio y la carne, depositando en ti fe, caridad, esperanza. Diciéndote que eres estupenda para Dios y socialmente reinsertable en cuanto se te pase la tontera adolescente. Estos curas no sólo son necesarios sino imprescindibles en el mundo de las hormonas locas en el que todos hemos vivido.


3- Curas sorpresa: ¡Estos te dejan con la boca abierta! Jamás pensaste que los ibas a ver… ¡con tirilla! Los conocías. Sabías donde vivían, quiénes eran, y ¡cómo eran! De pronto cambian la guitarra por las guitarradas de Dios. Tocan otra música y te preguntas: ¿Este es aquel? Pues no. Es Jesús que habita en él. Suelen ser los que tienen mas paciencia con las ovejas. Debe ser por el refrán: “He sido oveja antes que pastor”. (¿O no era así?)


4- Curas de ir y venir: Son esos que te encuentras en un determinado momento de tu vida pero ni ellos mismos saben si van o vienen, y te dan ganas de decir: “Aclárate, que te veo un poco ambiguo”.


5- Curas sociólogos: Estudiantes de nuestra sociedad y su evolución, comprometidos con ella hasta el tuétano sin darse cuenta, a veces, de que la vida es una rueda y las civilizaciones se repiten con diferentes manifestaciones, porque el corazón del hombre siempre tiende a lo mismo. Claro que, para cambiarlo esta Él, y estos curas, y nosotros. Siempre le he agradecido a Dios la oportunidad de cooperar con Él en la Creación.


6- Curas adoptados: Siempre están contigo participando y compartiendo tu vida. El problema tiene que ser gordo para ellos a veces: ¿Amigo-cura o cura-amigo?, sobre todo cuando le consultas los problemas. Pero de alguna forma tienen que pagar las cenas ¿no?


7- Mujeres que valdrían para ser curas: De esto hablaremos el milenio que viene
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Me temo que, o estoy muy engañado conmigo mismo, o ya sé dónde ubicarme dentro de este elenco. ¡Es bueno saber cómo te perciben los demás!
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¡La paz contigo!

Premio Dardos (Best Blog Darts Thinker)

Recientemente Daniel Mora, colombiano afincado en Puerto Rico, ha concedido a este blog el Premio Dardos. Bello nombre para un premio, si lo que pretende es valorar la escritura incisiva que llega al corazón o al cerebro exigiendo un ejercicio de reflexión.
Sin embargo, me temo que los apuntes de este blog ni alcanzan ese objetivo ni, sinceramente, lo pretenden de forma consciente. Además, a pesar de mi creciente fascinación y gratitud por la lengua en la que me expreso y con la que comparto mis vivencias y reflexiones, cada vez estoy más convencido del valor del silencio como instrumento de comunicación.
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La noche de la Pascua, una vez concluída la Vigilia, me desplacé, desde el pueblo en el que estoy destinado, a una ciudad cercana donde se encuentra la vivienda en la que me alojo (hasta que se lleve a cabo la rehabilitación de la casa parroquial).
Era sábado por la noche y había bastante animación en las calles. El único sitio que encontré para aparcar el coche quedaba algo alejado de la casa, pero no hacía mucho frío y el paseo se presentaba agradable.
Por el camino, vi de lejos un grupo de chicas de unos 16 años que venían de frente. Una de ellas, la que parecía la líder, en cuanto me vio vestido de negro y con alzacuellos, se volvió hacia las demás e hizo un comentario que provocó las carcajadas de todas. Al llegar a mi altura, la muchacha se dirigió a mí en tono socarrón, diciendo: “¿Podría confesarme?”
Me quedé mirándole serio a los ojos, en silencio. En seguida, ella se dio cuenta de que había metido la pata y bajó la vista avergonzada. El resto de la cuadrilla mantenía también un total silencio.
Era evidente que aquellas palabras habían sido fruto de la alegría y el humor, aún no controlado, de la adolescencia. Sin decir palabra, sonreí y le hice un gesto con la mano como cuando se le indica a un niño que le vas a dar unos azotes si se sigue portando mal.
Ella entonces sonrió tímidamente y dijo con respeto: “Buenas noches, padre.”; y todas se marcharon. Por la espalda, oí como una de las muchachas trataba de decir algo, pero la líder le cortó en seco con un tajante: “¡Cállate!”. A los pocos pasos, el grupo volvía a hacerse notar con sus voces elevadas y las risas propias de la edad.
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Poco antes de llegar a la vivienda, me crucé con tres parejas de unos veintitantos años. Ya detrás de mí, uno de los chicos dijo a los demás en un tono suficientemente alto como para que yo pudiera oírle y sentirme herido: «¡Eh! ¿Ese no era un “cuelli-prieto”?» (Al parecer, hacía referencia al alzacuellos.) Era evidente que aquellas palabras las había pronunciado el alcohol o el desprecio por las creencias de los demás, y como ninguna de esas dos cosas tiene oídos (y menos, a partir de las doce de la noche), opté por no decir nada y seguir mi camino como si no lo hubiera escuchado. En este caso, fueron los propios compañeros los que le reprendieron con sequedad.
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Era la noche de Pascua.
Tal vez en otra ocasión, con un ambiente más propicio, tanto las primeras como el segundo, encuentren a alguien que pueda anunciarles con alegría que Cristo ha resucitado, que Dios es un Padre que nos ama y quiere que seamos felices compartiendo el regalo de la Vida con los demás.
Esa Buena Noticia, acogida sin prejuicios, sí que es un dardo que penetra transformando a la persona y su percepción de la vida.
Todo el que se implica en esa labor sí que es merecedor de un premio.
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¡La paz contigo!

¡Víctimas!

Durante los festejos de los últimos carnavales, aprovechando que me encontraba por la zona, un sacerdote incardinado en Brasilia (Brasil) y yo fuimos invitados a comer en la casa de una familia de Calahorra (ciudad de unos 25.000 habitantes que se encuentra en La Rioja, una región situada en el norte de España).
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Nuestros anfitriones fueron Cayo y Mila (una pareja que rondará los 45 años, aunque bastante más jóvenes de aspecto y de vitalidad), y sus cuatro hijos.
Él es carnicero, y ambos trabajan activamente como catequistas de adultos en una de las parroquias de la población.
La comida fue entrañable. Ya desde el momento de la bendición inicial, los padres aprovecharon para dar una pequeña catequesis a sus hijos sobre la importancia de acoger a Cristo en su mesa (presente, en ese caso, en los dos sacerdotes invitados), la alegría de pertenecer a la Iglesia y la importante misión del presbítero dentro de ella.
Durante la comida, la conversación discurrió por los mil y un derroteros. Los hijos no paraban de preguntar, con manifiesto interés, por las experiencias misioneras del otro sacerdote en Brasil y Mozambique. También sacaban temas de historia y ciencia, e incluso, vivencias de fe (me parecieron realmente acertadas las respuestas de los propios padres, aunque sin duda aquellos jóvenes nos escuchaban más a nosotros “por eso de la novedad”).
También salió en la conversación, aunque muy brevemente, el tema de la nueva carnicería. Llevaba apenas unos meses abierta, pero estaban contentos con el resultado. Después de dedicar mucho esfuerzo y medios económicos, por fin estaba en pie ese proyecto laboral: no sólo era un lugar de venta montado con mucho gusto, sino que el interior del local estaba acondicionado para la producción de “precocinados” y “delicatessen” (Durante la comida pudimos gustar sus croquetas, “tigres”, orejitas de cordero, pinchos morunos… ¡y estaban “de vicio”!)
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Con todo, seguramente ni Cayo ni su familia hubieran aparecido en este blog si no fuera porque recientemente su carnicería ha aparecido en todas las televisiones y periódicos españoles (y a través de Internet también la he podido ver en otros periódicos europeos y latinoamericanos).
En la mañana del Viernes Santo, el grupo terrorista ETA colocaba, junto al cuartel de la Guardia Civil de Calahorra, un coche bomba. Gracias a Dios, no hubo victimas mortales, pero el resultado en los edificios próximos fue devastador.
Me quedé impresionado cuando, viendo las imágenes de televisión, reconocí lo que había sido la carnicería: sólo quedaban en su sitio unos jamones colgados dentro de un local totalmente arrasado.
No he tenido ocasión de hablar todavía con Cayo o Mila, pero sé, por gente cercana, que una de sus grandes preocupaciones es qué va a ser de los cinco empleados que trabajaban con él en la carnicería. Se está estudiando si el edificio entero (4 plantas), con serios daños estructurales, puede seguir en pie o debe derribarse. En el mejor de los casos, la carnicería no volvería a estar en pie hasta, al menos, un año (suponiendo que las indemnizaciones por parte del estado lo hagan posible, pues como he comentado, apenas llevaba unos meses abierta y supongo que la harían solicitando una hipoteca).
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Sé que Cayo y Mila, y todos sus hijos, asistieron al día siguiente a la Vigilia Pascual. Confío en que el Señor resucitado ponga paz en sus corazones (en los de esta familia y en los de todos los afectados por la sinrazón de la violencia en cualquier parte del mundo), fortalezca su fe en medio de las dificultades y les dé acierto en las decisiones que, a raíz de todo esto, deberán tomar.
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¡La paz contigo!

El cura rockero

En épocas pasadas, la mera presencia de tu imagen por la televisión hacía que en el pueblo fueras más conocido. La gente paraba al vecino de turno, con quien habitualmente sólo cruzaba un evasivo saludo, para decirle: te he visto por la tele, estabas de espectador en tal programa o cruzabas por la calle cuando tal locutor estaba haciendo una entrevista.
Y es que los medios de comunicación tienen la virtud de “aumentar la valía social de quien aparece en ellos”. (Así, por desgracia, personas que nunca han hecho nada de provecho en la vida, acaban siendo llamadas a tertulias para opinar sobre los más variados temas, demostrando con sus intervenciones que, efectivamente, su único mérito es haber salido alguna vez en televisión).
Hoy día, este fenómeno, en lugar de disminuir, se ha convertido en un hecho casi patológico de nuestra sociedad. Con las nuevas tecnologías, cualquier persona anónima puede llegar a ser reconocida por gente con quien no se ha cruzado en la vida (los grupos de fans a raíz de yutuve son un claro ejemplo).
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Hace unos años, fui invitado a una cena popular en las fiestas de un pueblo cercano al que vivía. Nada más llegar, un grupo de quinceañeras empezó a señalarme mientras decían casi a gritos, avisándose la una a la otra: “Mira, el cura. El cura.”
Se encontraban un poco alejadas, pero yo estaba convencido de que no las conocía de nada, así que pregunté a un vecino del pueblo que me acompañaba: “¿Conoces a esas chicas que me señalan?”
El respondió: “De aquí no son. Serán de la capital, porque los chavales del pueblo han invitado a las fiestas a bastantes compañeros de instituto.”
Al final, las crías no aguantaron más y vinieron todas a saludarme. Estaban ilusionadas y sonrientes, aunque lo único que dijeron fue un tímido “Hola”. (Gracias a Dios, la tontera de la adolescencia se acaba pasando con los años.)
Respondí intrigado: Hola. ¿Os conozco de algo?
Varias de ellas dijeron a la vez (mientras las demás soltaban una risita tonta): “Tú eres el cura rockero”.
- ¿Qué?
- Te llevamos en el móvil.
Ahí sí que ya no entendía nada, así que eché un vistazo a uno de los teléfonos móviles que me enseñaban. Entonces todo quedó claro:
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Ese año, uno de los chavales a los que daba catequesis de confirmación me pidió que convenciera a sus padres para que le permitiesen tener una guitarra eléctrica. (Había visto mi bajo eléctrico un día que me ayudó a meter unas cajas de folios en el despacho parroquial.)
Si no recuerdo mal, el chaval tenía ya ahorrado el dinero, pero sus padres no veían claro el asunto y no tenían ganas de ruidos en casa ni de que se despistase en los estudios.
Por suerte, no tuve que intervenir, pues él mismo acabó convenciéndoles no sólo de que le permitieran comprar el instrumento, sino también de que le pagaran las clases de un profesor de guitarra que venía al pueblo una vez a la semana.
Yo sabía que estaba estudiando guitarra, así que cuando tras una sesión de catequesis me pidió que le dejase probar el bajo para ver las diferencias en la digitación, no le puse excesivos inconvenientes.
Al parecer, mientras le enseñaba como hacer alguna escala básica, y sin que me diese cuenta, él me sacó una fotografía con el teléfono móvil y posteriormente, con el título “el cura rockero”, se la envió a algunas compañeras de clase. De ese modo, mi foto había ido pasando de unas a otras, al parecer con bastante “éxito”, pues aún la conservaban todas en el móvil.
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Preferí no enfadarme ante el hecho y me despedí amigablemente de las quinceañeras. Más tarde, tuve unas “palabritas” con el “fotógrafo” para poner las cosas en su sitio.
Efectivamente, en esto de las nuevas tecnologías y de la picaresca, los que vienen detrás nos superan.
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¡La paz contigo!
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P.D.: El chaval ahora, cuando tiene la ocasión, da conciertos por los bares de la zona, anunciándose como “El kaparra y su guitarra”. Gracias a Dios, no intervine para que le compraran la guitarra. Hace poco me encontré con la madre y me pidió encarecidamente que si alguna vez estoy con su marido, NUNCA le saque el tema del “Kaparra” porque… “¡lo está llevando muy mal!”.
De su música y sus letras, prefiero no hablar. ¡Me estoy haciendo viejo!

Dios nos libre de algunos alcaldes (I)

Esta misma semana oía la expresión: “Tiene más peligro un tonto que un malvado”. En muchos casos, el refrán se cumple. En concreto, cuanto peligro tienen esos alcaldes “nuevos”, llenos de buena voluntad pero faltos de experiencia, que en su afán por mejorar las condiciones del municipio olvidan que el pueblo no es suyo. Digo esto por experiencia:
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Hace unos dos años, me llamaron del ayuntamiento de uno de los pueblos a los que servía como sacerdote. Aquella población tenía poco más de 100 habitantes (aunque el número de empadronados triplicaba esa cantidad) y se encontraba a unos 5 kilómetros de la parroquia principal en donde yo tenía el domicilio.
La llamada urgente era para informarme de que se habían desprendido unas piedras de la fachada lateral de la casa parroquial.
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Cuando llegué destinado a esos pueblos, cuatro años antes, aquel gran edificio llevaba ya bastante tiempo deshabitado, se encontraba en ruinas y le faltaba la mitad del tejado. El enorme costo que suponía la rehabilitación del edificio, unido a la falta de fondos en la parroquia, hacía inevitable su hundimiento. Aquel caserón tenía mucho terreno en su parte trasera, todo vallado con una alta tapia, y se habían hecho varios intentos de vender la propiedad a alguna inmobiliaria, ya que se encontraba en el centro del pueblo, pero todo esfuerzo había sido infructuoso.
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Aquella mañana, el alcalde del lugar me citó en su despacho y me dejó las cosas claras: antes o después, no tendría más remedio que declararlo “en estado ruinoso”. La situación era complicada, pues en el momento en que fuera declarado “en peligro de ruina inminente” se dispondría sólo de 48 horas para iniciar el derribo. Yo ya había estudiado la posibilidad y había pedido presupuesto a varias empresas, pero debido al tamaño del edificio, el costo del derribo superaba de largo los seis mil euros, y en la cartilla de la parroquia apenas disponíamos de seiscientos.
Sin embargo, el propio alcalde había pensado “la solución”: Desde hacía tiempo tenía el proyecto de que la iglesia del pueblo quedase exenta, creando en la parte de atrás de la misma una amplia plaza que resaltase los contrafuertes, ocultos por los edificios colindantes, de ese precioso templo del siglo XVII. Lo único que se interponía entre el proyecto y su ejecución era que el terreno de la futura plaza estaba ocupado por el caserón parroquial, con su terreno vallado, y la casa deshabitada de un vecino que, como una cuña, se encontraba ubicada entre el caserón parroquial y la sacristía de la iglesia.
Como tenía el proyecto bastante estudiado, el alcalde fue a negociar directamente con los responsables de economía de la diócesis, con los que llegó a un acuerdo satisfactorio por ambas partes: la diócesis permutaba al ayuntamiento la casa parroquial y los terrenos colindantes a cambio de una parcela en una zona de próxima urbanización, y el ayuntamiento se comprometía a asumir el costo del derribo del edificio y a construir en el solar una plaza pública.
Hasta ahí todo bien, pero cual es mi sorpresa cuando, viendo los planos del proyecto del parque, observo que han incluido como parte del mismo el terreno que ocupaba la sacristía de la iglesia. Al preguntar sobre el asunto me dijeron que era un error, aunque, según ellos, habría que tener en cuenta el escaso valor artístico del edificio de la sacristía, pues en esa futura plaza tan bonita aquello “sería un pegote”.
Efectivamente, la parte exterior de la sacristía mostraba claramente que había padecido múltiples reformas, pero el interior de la misma estaba cubierto por una bovedilla de ladrillo del año 1665 y el mobiliario, cajonería y armario, eran de la misma época. Para cualquier persona con un mínimo de cultura, era del todo absurdo pensar en derribar la sacristía para mejorar una plaza.