Hace unos años, me llamaron de una parroquia para que ayudase a confesar a un grupo de jóvenes que iban a recibir pronto la Confirmación. Era un grupo numeroso y los sacerdotes que habíamos asistido estábamos sentados en los bancos de la iglesia, bastante separados unos de otros para preservar la intimidad del sacramento.
Uno de los jóvenes, que no parecía muy dado a frecuentar el Sacramento de la Reconciliación, quedó muy contento y reconfortado con “la experiencia” y, tras dar las gracias, se dispuso a marcharse sin haber recibido la absolución.
Yo le sujeté del hombro mientras le decía: “Espera un momento”; y estiré la mano para darle la absolución (tal como aparece en la fotografía). Él, rápidamente, como un acto reflejo, estiró también su mano y la chocó contra la mía mientras me decía: “¡Guay, tío!”
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Uno de los jóvenes, que no parecía muy dado a frecuentar el Sacramento de la Reconciliación, quedó muy contento y reconfortado con “la experiencia” y, tras dar las gracias, se dispuso a marcharse sin haber recibido la absolución.
Yo le sujeté del hombro mientras le decía: “Espera un momento”; y estiré la mano para darle la absolución (tal como aparece en la fotografía). Él, rápidamente, como un acto reflejo, estiró también su mano y la chocó contra la mía mientras me decía: “¡Guay, tío!”
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¡La paz contigo!
1 comentario:
Se marchó encantado ;-)
Es todo culpa de la falta de costumbre
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