Dios nos libre de algunos alcaldes (II)

Para cuando se firmaron los papeles de la permuta y se comenzó el derribo del caserón parroquial, estaba bastante avanzado el verano. Ya me habían comunicado que a primeros de septiembre tendría que trasladarme a un nuevo destino parroquial.
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El derribo del edificio no estuvo exento de contratiempos. Primeramente, la excavadora rompió accidentalmente la conducción del agua, dejando al pueblo varios días sin agua corriente. Después, la máquina volcó al subirse a la pila de escombros para empujar una viga del techo que no acababa de caer. Mas tarde, todos nos quedamos asombrados cuando pudimos contemplar como “sin querer” la pala derribó una de las paredes de la casa adyacente, la que se encontraba entre la casa parroquial y la sacristía.
El hecho no pareció afectar excesivamente al propietario, “curiosamente” miembro de la corporación municipal, pues inmediatamente se le permutó aquella casa, vieja y deshabitada, por un apetecible solar en la plaza del nuevo ayuntamiento.
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Lo más grave sucedió a falta de dos días para abandonar aquellos pueblos. Una llamada al teléfono móvil me avisaba de que, “de nuevo por error”, al tratar de limpiar de escombros el terreno que ocupaba la casa del concejal, la escavadora había golpeado la sacristía, lo que había afectado a una de las paredes.
Rápidamente me presenté allí. El resultado del “error” era peor de lo esperado: una de las paredes prácticamente había desaparecido y el techo se encontraban en buena parte hundido, habiendo destrozando en su caída mesas, sillas y arcones.
En medio de todo aquello, pensé en la suerte que había tenido. Pocos días antes, ante la posibilidad de que se vieran afectados por un posible “accidente” en el derribo de la casa colindante, había descolgado el gran cuadro que presidía la sacristía y lo había alejado de aquella pared, y había vaciado la caja fuerte (que con el hundimiento debía estar oculta debajo de todos los escombros), colocando en el armario lateral las piezas de valor: varias tallas de marfil, un altar portátil de plata, piezas de orfebrería del siglo XVII…
Ahora, lo importante era salvar todo lo que aun se pudiera. Una viga colgaba sobre el armario en el que había guardado los objetos de valor, así que di instrucciones al encargado de la pala (¡que demostró entonces una increíble habilidad en su manejo!) para que con el brazo de la misma sujetase la viga mientras yo, provisto de un casco de obra, intentaba abrir aquel armario y recuperar las piezas antes de que acabasen destrozadas. Hubo suerte y pudimos recuperarlo todo, así como buena parte de las vestiduras litúrgicas.
Pero no era sólo la sacristía. Toda la iglesia estaba inhabilitada. La gran nube de polvo y tierra provocada por el hundimiento había entrado en el templo y había afectado a más de la mitad de la iglesia. Altar, retablos, bancos… todo estaba cubierto por una gruesa capa grisácea.
El alcalde… tras manifestar su pesar por lo sucedido, indicó como “algo positivo” que ya no había ningún impedimento para construir la plaza tal como estaba prevista en el proyecto original. Su decepción fue grande cuando se le comunicó que la sacristía continuaba perteneciendo a la diócesis y que el ayuntamiento, como responsable de las obras, estaba obligado a reconstruirla.
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Como he comentado, dos días más tarde me despedía de aquel pueblo sin poder hacerlo en la iglesia, como hubiera sucedido en condiciones normales. A mi sustituto le está tocando pelear la situación. Dos años después, el ayuntamiento no ha hecho nada (ni siquiera se ha apuntalado lo que queda de bovedilla para que no acabe de caer), lo que es extraño, pues si realmente fue un accidente, sin duda la empresa constructora encargada del derribo tendrá un seguro que cubra “accidentes laborales” como ése. Además, el alcalde ha hecho una consulta en el pueblo pidiendo opinión sobre si quieren que se levante una nueva sacristía o prefieren allí una plaza. (Algún vecino contestó con acierto que también preferían una plaza en el solar donde se encuentra la casa del alcalde.)
Para “rematar la guinda”, el ayuntamiento ni siquiera ha urbanizado la zona en la que se encuentra el solar que se permutó por el caserón parroquial.
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La diócesis ha tardado en dar el paso, pero después de dos años intentando que el alcalde entrase en razón, parece que el obispo ya se ha convencido de que la única solución para proteger no sólo el patrimonio de la iglesia sino también el patrimonio cultural del pueblo, pasa por resolver el problema en los tribunales.
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Y lo más triste es que estoy convencido de que, a pesar de sus métodos irregulares, el alcalde está haciendo todo esto no con mala intención ni pretendiendo atacar a la Iglesia, sino totalmente seguro de que está actuando correctamente, buscando lo mejor para el pueblo.
Como he dicho al principio, ¡Dios nos libre de este tipo de alcaldes!
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¡La paz contigo!

1 comentario:

Lucía dijo...

¡Vaya desaguisado!