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Si esto es válido para los adultos, aún se acentúa más cuando se trata de niños. Aquellos que conviven o trabajan con ellos saben hasta qué punto sus mentes procesan de un modo totalmente personal la información que reciben:
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Hace años me tocó ejercer de catequista con un grupo de niños que empezaban a prepararse para hacer la Primera Comunión. Una de las niñas, de habitual muy alegre y participativa, estaba ese día sería y en silencio, como enfadada y triste. Por más que le pregunté si le ocurría algo, ella apretaba el morro y casi-casi se le escapaba una lágrima.
En aquella ocasión, la catequesis trataba sobre la infancia de Jesús y cómo crecía “en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres”.
Cuando la niña oyó que Jesús había sido niño como ellos, se le iluminó el rostro y preguntó inocentemente: “Entonces, ¿Jesús también tuvo que usar gafas?”
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Quedó clarísimo cuál era el “problema” que ocupaba la mente de la niña en aquel momento.
Quedó clarísimo cuál era el “problema” que ocupaba la mente de la niña en aquel momento.