Inocentadas (I)

En España, el día de los Santos Inocentes (28 de diciembre) era costumbre gastar bromas a los vecinos.
Aunque algunas televisiones y periódicos lo siguen manteniendo, lo cierto es que en los pueblos, y mucho más en las ciudades, esa práctica se ha ido perdiendo a medida que las relaciones entre los vecinos se han ido distanciando.
En mi familia, sin embargo, esta tradición sigue siendo mantenida puntualmente… por mi madre.
Cuando se acerca esa fecha siempre estamos alerta, recordando la ocasión en que nos preparó unos suculentos canelones gratinados rellenos “de barro”. (Olían estupendamente con su queso fundido y, tras bendecir la mesa, todos comenzamos a devorarlos a la vez. El resultado pueden imaginárselo.)
O esa otra vez en que, por caer en domingo, vinieron todos los amigos de mi hermana para celebrar su cumpleaños (nació el 30 de diciembre) y preparó un aromático café “con MUCHA sal”: todos los invitados, que ya conocían el “humor” de mi madre, a medida que iban probando el café salían rápidamente de la salita al baño, pero con disimulo, para que los demás no sospechasen nada y también lo bebiesen. (¡Eso es tener sentido del humor… y de la amistad!)


Estas anécdotas familiares vienen a cuento al recordar lo sucedido en cierta ocasión en uno de mis destinos.
Al parecer, en aquel pueblo la costumbre de las inocentadas era toda una tradición que debía mantenerse. Diversos roces con el cura anterior habían hecho que los últimos años, en su recorrido nocturno, los bromistas (sobre todo varias cuadrillas de matrimonios que se acercaban a los cuarenta años) pasasen de largo por la casa parroquial sin hacerle objeto de ninguna inocentada. Pero, según su criterio, esa situación había durado demasiado, y con el cambio de cura consideraron la Noche de los Inocentes como el mejor momento para probar la paciencia “del nuevo”.
Así, a la mañana siguiente me encontré con una situación curiosa. La casa era un caserón adosado a la iglesia, con un pórtico de piedra de sillería (calculo que de finales del siglo XVIII). Al abrir el portón pude comprobar que aquel gran arco había sido debidamente tapiado con ladrillos unidos con cemento. Toda una obra de artesanía, pues no entraba ni un rayo de luz.
Ante la imposibilidad de poder salir a la calle, opte por subir al primer piso, donde se encontraba la vivienda, y asomarme al balcón que había encima del pórtico de la casa. Un vecino ya mayor estaba observando sonriente la obra. Me dirigí a él desde el balcón:
- ¿Qué? ¿Le gusta?
Él miró hacia arriba y respondió extrañado:
- Ah, ¿pero está usted dentro? Estaban comentado esto en la panadería y me he subido a verlo. La verdad es que lo han hecho bien. Después de tapiar la puerta le han dado a los ladrillos una mano de yeso y todo.
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Al domingo siguiente, con muchos de los bromistas presentes en la iglesia, no pude por menos que acabar la misa dándoles las gracias públicamente por tenerme en cuenta en sus inocentadas, pues habían hecho que me sintiese casi “como en mi casa”. Y lo decía en el sentido más literal.

P.D.: El muro que tapiaba el acceso a la casa tuve que tirarlo a patadas. Aquella misma noche, los mismos que lo habían construído recogieron los restos y limpiaron la calle. ¡Así da gusto!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Padre:

Cuentenos mas cosad por favor.

Gracias,

O.M