Inocentadas (II)

Al año siguiente, ya mucho más conocido por los vecinos (y supongo que también más apreciado), la cuadrilla de bromistas volvieron a tenerme en mente a la hora de las inocentadas.
Después del estreno tan memorable el año anterior, era difícil que ideasen algo que lo superara, pero se acercaron bastante.
Tras levantarme aquel día de los inocentes, lo primero que hice fue comprobar que el acceso de la casa estaba libre. Ya en la calle, pude comprobar hasta que punto me apreciaba la gente de aquel pueblo: mi coche se encontraba elevado sobre cuatro columnas formadas por grandes bloques de cemento de esos con los que se construyen las naves industriales. Cada rueda estaba apoyada en una de las columnas. Junto al coche, un pequeño cartelito decía: “Para que siga sintiéndose como en su casa”.
Por desgracia, en aquel momento recibí el aviso de que había una señora bastante grave en un pueblo cercano y me solicitaban llevarle la “unción”. Teniendo claro que yo solo no podía bajar el coche, me acerqué a una obra cercana (de donde supuse que habían cogido el material para las columnas) y conté a los trabajadores la situación. Ellos, con presteza y sin esfuerzo aparente, bajaron mi coche. Antes de marcharme les pedí disculpas porque, debido a la urgencia, buena parte del pueblo no había podido apreciar su nueva obra de arte. Ellos se rieron, diciendo: “No se preocupe. Lo primero es lo primero. Ya habrá otra ocasión.”

Lo cierto es que no hubo otra ocasión. A las pocas semanas fui trasladado a un nuevo destino.
Hace poco me encontré con uno de aquellos vecinos y le pregunte si seguían haciendo inocentadas a los curas. Él me contestó con algo de nostalgia: “No, ahora el cura ya no vive en el pueblo. Viene sólo los fines de semana.”
Poco a poco, muchos de nuestros pueblos van desapareciendo, y con ellos sus tradiciones (aunque, sinceramente, algunas eran “un poco bestias”). ¡Es una pena!

¡La paz contigo!

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