Errare humanum est

Es una suerte que tu comunidad parroquial tenga sentido del humor.
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Hay comunidades cristianas que ante una equivocación del cura responden con un silencio respetuoso, como si pensasen que el descubrir que comete errores fuera algo humillante para él.
En otras comunidades, ese silencio ante las “meteduras de pata” no es sino manifestación de la indiferencia ante lo que pueda o no hacer, mientras tengan cubiertas sus necesidades “cultuales”.
Las hay incluso que lo toman como algo personal y reaccionan con cierto enojo, como si esos errores fueran intencionados o fruto de una falta de interés del párroco.
Por suerte, creo que todas las comunidades por las que he pasado han respondido a mis múltiples despistes con un envidiable sentido del humor.
Para muestra, lo ocurrido hace apenas un par de horas:
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En la hoja parroquial de este domingo avisaba que “el próximo miércoles, 10 de noviembre”, iniciaríamos la novena del santo patrón de nuestro pueblo.
Hoy he recibido un mensaje en el teléfono móvil que decía:
“¡Tranquilo! No tenga prisa en preparar la novena. El 10 de noviembre no caerá en miércoles hasta dentro de dos años, en el 2010. En caso de no saber de lo que le hablo, consulte la hoja parroquial del pasado domingo.”
Realmente me ha alegrado que este feligrés haya querido compartir conmigo la risa que yo mismo le había provocado.
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Permitidme que cambie la frase con la que he comenzado esta entrada:
¡Es una suerte que tu comunidad parroquial… te considere uno de los suyos y te quiera!
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¡La paz contigo!

La imagen del Corazón de Jesús

A veces olvidamos que las estampas e imágenes de la Virgen o de los santos, los rosarios, e incluso las medallas y crucifijos, tienen valor para nosotros, los cristiano, sólo en la medida en que nos ayudan a sentir en nuestra vida la presencia cercana del amor de Dios-Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), la compañía en nuestro caminar de nuestra Madre María o la intercesión de los santos. Por eso no debemos escandalizarnos cuando algún cristiano manifiesta con sinceridad, por ejemplo, que le ayuda más a sentirse bajo la mirada amorosa de Dios un paseo por la naturaleza que hincarse de rodillas ante la imagen del Cristo o de la Virgen de su pueblo.
Sólo el Padre sabe de qué medio se va a servir en cada caso para que el hombre no se sienta abandonado por su Creador.
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Hace ya más de 25 años, siendo yo estudiante de física en Zaragoza, una amiga que entonces hacía prácticas de enfermería en la “casa grande” (el Hospital “Miguel Servet”) quiso compartir conmigo una experiencia que le había emocionado:
Había ingresado en su planta una señora bastante mayor. Estaba ya muy débil y los médicos creían que posiblemente no pasaría de aquella noche.
La mujer, consciente de que el momento de encontrarse con el Padre estaba cerca, pidió que elevasen lo más posible la cama y que la girasen un poco para, desde el lecho, poder ver a través del ventanal de su habitación “la imagen del Corazón de Jesús” que presidía el parque de detrás del Hospital. (Se había fijado en su presencia cuando la colocaban en la cama, justo la más próxima a la ventana.)
Aunque, según las normas del centro, no estaba permitido modificar la ubicación del mobiliario en las habitaciones, dada la situación extrema de la mujer, entre mi amiga y un familiar giraron la cama lo justo para que, desde una posición natural, la enferma pudiera ver la imagen situada sobre el cerro cercano.
La anciana pasó sus últimos momentos con la mirada fija en aquella imagen, moviendo los labios pero orando en silencio mientras tuvo fuerzas. Después, con gran serenidad, cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Dejó este mundo con una expresión de profunda paz. Aquella imagen le había ayudado a sentir la presencia amorosa de Nuestro Señor a su lado en aquellos momentos decisivos de su vida.
Nadie, ni mi amiga, ni las demás enfermeras, ni los familiares, ni siquiera el capellán del hospital (que se acercó para darle la Unción), creyeron oportuno decirle que la imagen erigida en aquel parque era la de “Alfonso I, el batallador”.
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¡La paz contigo!



Dani

Hoy hemos celebrado el funeral por Dani.
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Aunque nos habíamos saludado alguna vez, creo que no habíamos tenido ocasión de mantener una conversación de más de 5 minutos seguidos hasta la semana pasada. Eran las ocho de la mañana del domingo y yo me dirigía hacia la iglesia. Él, con una borrachera que apenas le permitía estar en pie, se acercó a mi y me dijo, intentando mirarme a los ojos: “Necesito ayuda. Yo solo no puedo dejar el alcohol.”
Le aseguré que, si realmente quería dejarlo, no estaría solo, y me comprometí a informarme de cuál era el mejor camino para afrontar su problema.
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Al día siguiente me puse en contacto con “Proyecto Hombre” (el organismo que tiene la Iglesia católica en España para el tratamiento y recuperación de drogodependientes). Ellos ya conocían a Dani, había pasado por el proceso debido a las drogas. Incluso se había recuperado y había montado un negocio de construcción. Pero tampoco en esto había tenido suerte, y se había refugiado en la bebida. “Él –me dijeron– ya sabe cuál es el camino: primero visitar a su médico e iniciar la terapia para pasar el mono (síndrome de abstinencia), y después iniciar el proceso de desintoxicación y rehabilitación que él elija. Nosotros tenemos un centro terapéutico especializado en tratamiento de alcoholismo. Pero el primer paso debe darlo él.”
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Me dirigí a su casa, pero todas las persianas estaban cerradas y nadie contestó al timbre, así que empecé a recorrer el pueblo (los bares del pueblo) buscándolo. En cada lugar me daban un poco más de información sobre él:
- por algunos bares ya había pasado,
- en otros tenía desde hace tiempo prohibido el acceso,
- su deterioro había provocado que su mujer y sus hijos abandonasen el domicilio familiar recientemente,
- la semana anterior la guardia civil se había presentado en su casa por haber tenido un intento de suicidio,
- había formado parte, hasta el año pasado, del grupo de cornetas de la cofradía de la Vera Cruz, pero lo había dejado porque “no estaba bien”,
- era el penitente que se había incorporado descalzo a la procesión del Viernes Santo…
A todos los que le conocían les dije que, si se encontraban con él, le avisasen de que le estaba buscando, que quería ayudarle.
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En los días siguientes, algunos vecinos me daban noticias suyas: seguía rondando por los bares, cada vez más deteriorado. Pero no había manera de que pudiéramos coincidir.
Para colmo, un inoportuno catarro me ha tenido toda la semana más tiempo dentro de casa que en la parroquia.
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Ayer me avisaron por teléfono:
Dani se había acercado a las 8 de la mañana al bar de la plaza, donde se habían negado a servirle. Al salir, junto al ayuntamiento, se había desplomado sin vida. Todo intento de reanimarle fue infructuoso.
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Hoy, con la urna que contenía sus cenizas, hemos celebrado el funeral por Dani. Tenía 39 años recién cumplidos.
¡Descanse en paz!
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¡La paz contigo!

Santos

Alguna vez ya he comentado (espero que se entienda que lo hago con cariño), cómo es frecuente en casi todos los pueblos que en torno a la iglesia haya personas que, aunque tremendamente limitadas intelectualmente, su gran disponibilidad y la enorme entrega que ponen en todo lo que hacen los acaban convirtiendo realmente en imprescindibles para el buen funcionamiento de la parroquia. (¡Y cómo son de queridos por toda la comunidad!)
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Me viene a la memoria el caso de Santos, un niño eterno que ahora rondará los 45 años. Cada mañana coge el autobús para desplazarse a la capital donde trabaja como encuadernador en un centro para disminuidos psíquicos. Como acaba su jornada laboral a las 5 y el autobús no sale de regreso al pueblo hasta casi las 8, aprovecha para hacer de “monaguillo” cada día en la misa de la tarde de una de las parroquias del centro.
Pero donde realmente se siente feliz es como sacristán en la iglesia de su pueblo (con anterioridad, ese oficio lo ejercía su padre hasta que murió, hace ya bastantes años). Allí realiza una labor impagable: él se encarga de que estén preparados los santos en sus andas para las procesiones, de que nunca escasee el vino o las formas, de que estén siempre preparados los ornamentos litúrgicos y el leccionario correspondiente, e incluso busca qué prefacio o qué plegaria eucarística son los más adecuados en relación con las lecturas del día (la mayoría de los curas ni siquiera son tan cuidadosos en ese aspecto). ¡Vamos, que el cura (que vive en un pueblo cercano y tiene que celebrar cada domingo en varias parroquias), prácticamente llega “a mesa puesta”!
Además, Santos vive como nadie el ser hijo de su pueblo y colabora todo lo que puede en los actos e iniciativas que prepara el ayuntamiento, hasta el punto de que al final de la misa, junto con los avisos parroquiales (que por supuesto él se encarga de dar, pues le encanta usar el micrófono), da también de forma pormenorizada todos los avisos que conciernen al pueblo (¡qué mejor momento para que todos los vecinos se enteren!): desde si va a haber cortes en el suministro del agua hasta quién va a cumplir años durante la semana.
Como puede esperarse, su deseo de acertar en todo no le ha impedido ser el protagonista de más de una anécdota curiosa:
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En cierta ocasión, un matrimonio cumplía sus bodas de oro. Los hijos organizaron toda la celebración, incluida una eucaristía de acción de gracias, pero deseaban vivir aquel acontecimiento en la intimidad familiar. Como el pueblo era pequeño (unos 300 habitantes) y sus padres eran muy queridos por todos, pidieron al cura la posibilidad de celebrar las bodas de oro el sábado por la mañana en lugar de en la misa dominical, rogándole que no lo hiciese público (sin duda, si los vecinos se enteraban del acontecimiento, se presentarían llenando la iglesia, aunque no hubieran sido directamente invitados).
El cura (a quien yo sustituí poco después en aquella entrañable parroquia) no puso ninguna objeción, y avisó a Santos, el sacristán, más o menos en estos términos: “El sábado a las 12, L… y M… van a celebrar sus bodas de oro. Encárgate de dejarlo todo preparado para poder celebrar la eucaristía. Pero no se te ocurra decirselo a nadie porque quieren hacerlo en la intimidad.”
Cual fue la sorpresa de aquel cura cuando, acabada la misa dominical y después de dar varios avisos, Santos dijo por el micrófono:
“Y por último, el próximo sábado a las 12 va a haber algo en la iglesia... que no puedo decir lo que es. Pero os aconsejo que vengáis todos porque va a ser muy bonito.”
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A veces se nos olvida que la inocencia de los niños no entiende de “medias verdades” ni de “mentiras piadosas”.
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¡La paz contigo!

“… de los que asisten a misa con frecuencia.”

Es curioso cómo la gente cree que, por tener un familiar obispo o llevar en la cartera la imagen de algún santo, el cura va a tener mejor impresión de ellos como personas.
Cuando coincides con alguien esperando un ascensor o en la fila de la carnicería, enseguida te cuentan que de pequeños eran monaguillos o que, aunque no les veas por la iglesia, nunca se acuestan sin rezar la oración que les enseñó su madre (lo cual me parece perfecto, aunque la información no venga a cuento).
Pero si además tienen que pedirte algo, hay quien aprovecha para hacer un repaso pormenorizado de todas las veces que ha pisado la iglesia desde su Primera Comunión, supongo que esperando la aprobación del cura para que así realice más diligentemente la gestión que le piden.
Evidentemente, en la mayoría de estos casos, los hechos han sido “ligeramente” exagerados y esas personas no están “tan plenamente integradas como manifiestan” en el día a día de la comunidad parroquial.
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El pasado domingo regresaba a la iglesia después de acercarme al despacho para imprimir en la fotocopiadora algunos ejemplares más de la hoja parroquial, que prácticamente se habían agotado entre la misa del sábado y la de las 9 de la mañana. (Nunca sé calcular cuántas harán falta cada semana.)
A pesar de que la iglesia había quedado abierta, opté por entrar por la puerta de la sacristía que da a la calle.
Cuando abría la puerta, oí que alguien me llamaba por detrás. Un hombre de unos 60 años, a quien no reconocí, me hacía señas desde un coche para que esperara. Bajándose del automóvil, se acercó a mí con una amplia sonrisa y me saludó con evidentes muestras de familiaridad. Sin saber cómo reaccionar, pues realmente su cara no me sonaba de nada, le escuché cómo su nieta iba a empezar en otra población la catequesis de Primera Comunión y necesitaba un certificado que acreditase que estaba bautizada.
Le propuse que me acompañara a la sacristía, donde tomé el nombre y la fecha de bautismo de la niña, confirmándole que en cuanto pudiera me acercaría al archivo parroquial para hacerle el volante de bautismo. El hombre me dijo que no era urgente y que ya se pasaría algún día después de misa para recogerlo. Al parecer, según dijo, era “de los que asisten a misa con frecuencia. Me gusta venir siempre que puedo.” (Cada vez estaba más extrañado de no reconocer su cara.)
Le propuse que en lugar de salir por la puerta por donde habíamos entrado (que ya había cerrado con llave), saliese por la iglesia, lo que aprovechó para decirme que no había problema porque la iglesia era para él “como su segunda casa”. (Llegue a pensar que tal vez se tratase de algún pariente del anterior sacristán, fallecido poco antes de que yo llegase a la parroquia, pero dada su familiaridad en el trato, no me atreví a decirle que no tenía ni idea de quien era. ¡Bastante fama de despistado tengo ya en el pueblo!). Con un fuerte apretón de manos se despidió y salió de la sacristía por la puerta que daba al interior del templo.
Al rato, alguien llamó a la puerta de la sacristía y al abrir me encontré con el mismo hombre que, con cara desconcertada, me dijo: “Oiga, que la puerta de la iglesia está cerrada y no se puede salir”.
Me extraño muchísimo, pues había dejado abiertas las dos puertas (tanto la que da a la plaza como la de la calle de atrás). Para abrirlas basta con empujarlas, pero a veces se hinchan un poco, así que le acompañé para comprobar lo que me decía.
Seguí al hombre por la iglesia vacía (aún faltaban más de dos horas para la siguiente misa) y cual fue mi sorpresa cuando se dirigió directamente a los portones, que efectivamente estaban cerrados, pues… ¡¡sólo se abren en las bodas, los funerales y cuando hay procesiones!!
Enseguida entendí por qué no me sonaba su cara y qué es lo que había querido decir con eso de que era “de los que asisten a misa con frecuencia.”
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¡La paz contigo!