Aceitunas rellenas

Siempre me ha llamado la atención cómo en todas las parroquias hay, moviéndose como pez en el agua, algún joven (o alguien que en su momento fue joven y sigue en la parroquia desde entonces) con alguna minusvalía psíquica o de coeficiente intelectual muy limitado. Entiéndase que hago esta observación con todo el respeto y cariño del mundo.
Mi teoría es que si siguen allí es porque se sienten queridos, valorados y acogidos. La comunidad les tiene un gran cariño (tal vez es precisamente a los curas a los que más nos cuesta recordar que “de los que son como niños es el Reino de los cielos”), y ellos, que en la iglesia se sienten “como en su casa”, están siempre dispuestos a echar una mano en lo que sea, metiendo más horas que nadie en esas pequeñas labores que hacen que todo funcione.
Pero eso no impide que en determinados momentos se produzcan situaciones “curiosas”.
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Al primer destino donde fui enviado, un barrio periférico de la capital, solía acudir un joven que, en realidad, pertenecía a una parroquia del centro. Era un hombretón de unos 27 años que había sido educado en un colegio de educación especial, el típico caso de lo que los psicólogos llaman ahora “personalidad border-line” (justo en la raya donde separaríamos el simple nivel intelectual bajo de la minusvalía psíquica leve).
Fernando, que así se llamaba, trabajaba de conserje en una oficina pública, lo que le permitía tener las tardes libres para, con cierta frecuencia, venir dándose un largo paseo desde el centro hasta nuestra parroquia. Allí se quedaba conmigo charlando y ayudándome en lo que podía. Tras la misa de la tarde, si yo no tenía ningún compromiso, volvíamos juntos al centro en autobús.
En cierta ocasión, llegó paseando como otras veces a la parroquia (serían aproximadamente las 5 de la tarde), pero justo en ese momento comenzaba una reunión de catequistas que, en principio, iba a ser bastante breve. Él dijo que no le importaba esperar, y que, mientras tanto, estaría recorriendo el barrio. Sin embargo, la reunión se fue alargando y alargando hasta tener que darla por concluida con precipitación porque eran casi las 8 y yo debía celebrar la misa.
Al salir me encontré con Fernando que aún estaba allí después de 3 horas, y le pedí que me acompañase a la sacristía mientras me contaba qué había estado haciendo todo ese rato. Él me dijo que había estado visitando los comercios del barrio y que incluso había hecho compras: en una tienda cercana había visto unas aceitunas rellenas de anchoa “con muy buena pinta” y había comprado algo más de ¼ de Kilo. Sonriendo, le dije que, cuando acabase la misa y volviésemos al centro en autobús, esperaba probar esas aceitunas; pero él, con toda naturalidad, me respondió que mientras esperaba a que acabase la reunión había abierto la bolsa y, poco a poco, se las había comido TODAS. Entonces me di cuenta de que, efectivamente, llevaba las manos vacías. ¡¡1/4 de Kg. de aceitunas rellenas de anchoa, de una sentada!! (Creo que ya no hace falta decir que el equilibrio emocional de Fernando no estaba totalmente desarrollado, y en momentos de ansiedad solía darle por comer de una forma compulsiva.)
Acabada la misa, nos dispusimos a coger el autobús urbano. Mientras lo esperábamos en la parada, empezó a comentar con tono gracioso: “¡Uy, que sed me está entrando!” No le di importancia, haciéndole ver que después del atracón que se había metido de aceitunas con anchoas, lo lógico es que tuviera sed.
Sin embargo, ya en el autobús, empezó a agobiarse y a decir en voz cada vez más alta: “¡Ay, que sed! ¡Ay, que sed!”
Después de atravesar el polígono industrial, viéndose ya cerca las primeras urbanizaciones de lo que se podía considerar casco urbano, empezó a decir a gritos: “¡Que no aguanto más! ¡Me tengo que bajar!” Yo le intentaba calmar diciéndole que allí en el descampado no había bares ni ningún lugar donde conseguir agua, pero él, cada vez mas agobiado, se puso de pie y, mientras se dirigía hacia el conductor (estábamos sentados en la parte de atrás del autobús), empezó a gritar como un loco: “¡Conductor, pare! ¡Pare, pare, conductor! ¡Pare, por favor!”
A pesar de que estábamos todavía bastante lejos de la primera parada, el susto que se dio el conductor hizo que parase el autobús casi en seco y abriese las puertas. Antes de que Fernando se bajase, yo me ofrecí a bajarme con él para acompañarlo, pero él me dijo acelerado: “No, no. Mañana nos vemos.”, y echó a correr por la acera (habíamos llegado ya a las primeras urbanizaciones).
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Me quedé preocupado, pero no tenía su teléfono ni sabía bien dónde vivía, así que estuve esperándole todo el día siguiente hasta que apareció como si nada hubiese pasado. Cuando le pregunté cómo había acabado la cosa, él me dijo con sencillez: “¿Pero no ves que yo me recorro ese camino casi todos los días? Me lo conozco de memoria, así que me acerqué a uno de los jardines (de alguna urbanización) ¡y abrí los aspersores!
No lo pude evitar. Me lo imaginé intentando beber ansiosamente de un aspersor de jardín, de rodillas en la hierba y empapándose toda la ropa, y solté una sonora carcajada. A él no pareció importarle porque empezó a reírse conmigo.
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¡La paz contigo!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

JAJAJAAJ, Q bueno, es verdad q en las parroquias siempre hay gente de esta, yo siempre pienso que van a tener un cielazo...

Lucía dijo...

¡qué ternura inspira!

APELO dijo...

Es un relato asombroso y divertido aunque da también un poco de pena por el individuo. Parece cierto eso de que los curas deben de tener también algo de médicos. Como están las cabecitas...