El párroco (I)

Tras cumplir 75 años, este curso se ha jubilado el párroco de la parroquia en la que me bautizaron. Él también fue bautizado allí, y, después de varios destinos por la diócesis, había acabado sus días de labor pastoral en su propia parroquia (lo que vulgarmente se llama “un cura pilongo”, haciendo referencia a que rige la parroquia donde se encuentra la pila de su propio bautismo).
La ventaja/inconveniente de ejercer en tu propia parroquia es que en esa comunidad te encuentras como en casa, acompañado de todos los amigos de la infancia y la juventud, y al ser alguien del pueblo, prácticamente se te perdona todo (y a veces se hace lo que no se haría en ningún otro sitio). Desde este punto de vista, el párroco al que me refiero es "un poco peculiar".
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En cierta ocasión se hacía un homenaje a un coadjutor que llevaba sirviendo en el pueblo durante casi toda su vida. Era el encargado de visitar a los enfermos y llevarles la comunión, lo que había realizado durante décadas, por lo que no había casa en la que el buen hombre no hubiese sembrado consuelo, cariño y esperanza. Y como de lo que se siembra se recoge, ese día la iglesia estaba a rebosar.
En los momentos previos a la celebración de la Eucaristía de acción de gracias, mucha gente entró en la sacristía para saludar (o entrevistar) al ya muy anciano coadjutor homenajeado. Aunque la sacristía es bastante grande, allí no cabía ni un alma: todos los párrocos de las parroquias de la localidad, al menos cinco de los sacerdotes nacidos en aquella parroquia, la corporación municipal casi en pleno, hermanos mayores de las diversas cofradías, fotógrafos y periodistas de los diferentes medios de comunicación regionales y locales…, incluso había una miembro del Congreso de los Diputados y un senador nacional.
En esto, llega apresurado el párroco, diciendo: “Venga, venga. Que ya es hora de empezar.” Y ante la sorpresa de todos, antes de ponerse el alba, se quita la camisa y se baja los pantalones para colocarse bien la camiseta, dando como única explicación un “¡Uf! Mira que hace calor aquí con tanta gente.”
Sacerdotes, políticos y periodistas no sabíamos cómo reaccionar tras aquel inesperado “lucimiento” de ropa interior. Sin embargo, el silencio (eso sí, absoluto), apenas duro unos segundos, hasta que nuestras mentes pudieron procesar lo que habíamos vivido. Sin duda, todos acabamos pensando a la vez: “¡Ah, bueno! Sólo a sido otra "genialidad" más de don ****”, y seguimos con nuestras conversaciones como si nada hubiera pasado.
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Como decía al principio, son las ventajas/inconvenientes de ser “un cura pilongo”.

1 comentario:

Cristian dijo...

Pues, bueno, creo que está bien... todos lo hacemos, aunque con la sacristía vacía, claro está...
Gracias por el hilarante relato, éste y el que sigue del cura en el funeral de su abuela. Bendiciones padrecito.