El párroco (el mismo al que me he referido en la entrada anterior) se quedó un poco contrariado al saber que yo pretendía presidir la Eucaristía. Según su argumento, si bien yo era su nieto, también había que reconocer que él conocía a la señora María desde mucho antes de que yo naciera. (Lo cierto es que mi abuela era una buena mujer y, aunque ya hacía mucho tiempo que no salía de casa, tenía un gran cariño a la parroquia y a los curas que por ella habían pasado, y a éste en concreto lo conocía desde niño).
Como, por muchos argumentos que me diese, yo estaba empeñado en presidir el funeral, y viendo que tampoco podía convencerme de que al menos fuera él quien hiciese la homilía (el argumento en este caso era que yo llevaba muy poco tiempo de sacerdote y la iglesia se iba a llenar para el funeral de una persona tan querida), me pidió encarecidamente poder ser él al menos quien, acompañando el cadáver al cementerio, rezase los últimos responsos. Esta vez me vi forzado a aceptar por la amistad que tenía con toda la familia.
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Como, por muchos argumentos que me diese, yo estaba empeñado en presidir el funeral, y viendo que tampoco podía convencerme de que al menos fuera él quien hiciese la homilía (el argumento en este caso era que yo llevaba muy poco tiempo de sacerdote y la iglesia se iba a llenar para el funeral de una persona tan querida), me pidió encarecidamente poder ser él al menos quien, acompañando el cadáver al cementerio, rezase los últimos responsos. Esta vez me vi forzado a aceptar por la amistad que tenía con toda la familia.
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Tras acabar el funeral, introdujimos el ataúd de mi abuela en el coche fúnebre y nos dirigimos a nuestros coches para iniciar el camino al cementerio (muy lejano), dejando que el párroco, que aún no había salido de la iglesia, fuera quien, revestido con las ropas litúrgicas, montase en el coche con el cadáver, tal como había pedido.
Cuando llegamos al cementerio, el coche fúnebre aún no había llegado, y aún tuvimos que esperar un tiempo. Cuando finalmente llegó y se bajó el párroco, entendimos el motivo de la tardanza.
A parecer, el buen hombre pensó acompañar al cadáver sólo con el alba y la estola morada, pero al salir a la calle y ver que hacía bastante frío, no dudó en regresar a la sacristía para ponerse algo más de ropa. El resultado era esperpéntico:
Se había colocado la casulla morada que yo me había quitado tras presidir el funeral. Era muy amplia, y con el viento que hacía no dejaba de ondear.
Además, como al parecer tenía frío en la cabeza, se había puesto su bonete de canónigo con la borla verde, que con la casulla morada le quedaba “como a un santo dos pistolas”.
Y para rematar la escena (según sus propias palabras: “Para que no se me enfríe la garganta”), llevaba puesta una bufanda de cuadros escoceses rojos.
Por mi mente, por un momento, creo que pasó una sombra de indignación y enfado por la falta de respeto al presentarse así vestido. Pero en el fondo, el hecho de ser el funeral de mi propia abuela fue lo que impidió que, tras la primera impresión, todos acabásemos en un escandaloso ataque de risa al presenciar aquella patética escena.
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Años después, comentando el hecho con un encargado de la funeraria, éste me dijo:
“Pues ahora, cuando acompaña a un cadáver al cementerio sigue vistiendo igual: la casulla morada, el bonete con la borla verde y la bufanda escocesa roja. Pero además, como ya le fallan las piernas, lleva también una gran cruz procesional que mete con el difunto en la parte de atrás del coche. Cuando la saca, ya en el cementerio, con el viento que hace allí… Entre la casulla ondeando, "el gorro ese raro" y la cruz que recuerda el báculo del obispo, ¡parece la foto del papa cuando vino a España!”
¡Genio y figura…!
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Cuando llegamos al cementerio, el coche fúnebre aún no había llegado, y aún tuvimos que esperar un tiempo. Cuando finalmente llegó y se bajó el párroco, entendimos el motivo de la tardanza.
A parecer, el buen hombre pensó acompañar al cadáver sólo con el alba y la estola morada, pero al salir a la calle y ver que hacía bastante frío, no dudó en regresar a la sacristía para ponerse algo más de ropa. El resultado era esperpéntico:
Se había colocado la casulla morada que yo me había quitado tras presidir el funeral. Era muy amplia, y con el viento que hacía no dejaba de ondear.
Además, como al parecer tenía frío en la cabeza, se había puesto su bonete de canónigo con la borla verde, que con la casulla morada le quedaba “como a un santo dos pistolas”.
Y para rematar la escena (según sus propias palabras: “Para que no se me enfríe la garganta”), llevaba puesta una bufanda de cuadros escoceses rojos.
Por mi mente, por un momento, creo que pasó una sombra de indignación y enfado por la falta de respeto al presentarse así vestido. Pero en el fondo, el hecho de ser el funeral de mi propia abuela fue lo que impidió que, tras la primera impresión, todos acabásemos en un escandaloso ataque de risa al presenciar aquella patética escena.
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Años después, comentando el hecho con un encargado de la funeraria, éste me dijo:
“Pues ahora, cuando acompaña a un cadáver al cementerio sigue vistiendo igual: la casulla morada, el bonete con la borla verde y la bufanda escocesa roja. Pero además, como ya le fallan las piernas, lleva también una gran cruz procesional que mete con el difunto en la parte de atrás del coche. Cuando la saca, ya en el cementerio, con el viento que hace allí… Entre la casulla ondeando, "el gorro ese raro" y la cruz que recuerda el báculo del obispo, ¡parece la foto del papa cuando vino a España!”
¡Genio y figura…!
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¡La paz contigo!
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