El otro día llevé a un compañero sacerdote al hospital para que le hiciesen unos análisis. Tuve que recogerle de madrugada en su pueblo para poder estar en la capital a la hora citada. Sin embargo, al llegar allí nos dijeron que la doctora que tenía que realizar la punción ósea estaba enferma (la gripe no perdona a nadie) y que tendríamos que volver a la semana siguiente.
Mi compañero se indignó bastante, pero yo intenté calmarle diciéndole que, no siendo una cosa urgente, era mejor que fuera atendido por la persona que habitualmente le trataba y seguía la evolución de su enfermedad. Le recordé una anécdota que viví hace ya tiempo:
.
Hará cosa de 7 u 8 años, tuve que ir al médico porque estaba sufriendo mareos frecuentes. Hacía tiempo que tenía la tensión arterial bastante descompensada (120-95), al parecer, por problemas renales. Ya tenía cita con el especialista, pero aún faltaba más de un mes, y como por aquella época atendía varios pueblos y me pasaba el día en la carretera, creí conveniente consultar la situación con mi médico de cabecera por si tenía solucion, al menos temporal, con alguna pastilla.
Me llevé una sorpresa cuando en la consulta, en lugar de mi médico habitual, había una doctora bastante joven. El inicio de la conversación fue más o menos así:
- Buenos días.
- Buenos días. ¿Qué le pasa?
- Pues mire. Me están dando últimamente unos mareos…
- (Sin dejarme acabar la frase) ¿A qué se dedica? (Pregunta bastante absurda, teniendo en cuenta que yo vestía de negro y con alzacuellos.)
- Soy cura.
Entonces ella, sin levantarse siquiera de su sillón, afirmó categóricamente: “Usted lo que tiene son ataques de ansiedad, y lo mejor para esto son los ansiolíticos.”; y empezó a extender una receta.
Yo, armándome de paciencia, empecé a insistirle en que mirara mi historial médico o que al menos comprobase mi tensión arterial, pero para ella no hacía falta nada de eso: “Siendo cura, esos mareos son con toda seguridad ataques de ansiedad. Tómese estas pastillas tres veces al día y ya verá como mejora”.
Me negué a coger la receta hasta que ella echara un vistazo a mi historial. La doctora, de mala gana, al final me hizo caso y vio que, efectivamente, tenía problemas renales desde hacía tiempo, pero eso no hizo más que empeorar la situación, porque casi con lágrimas en los ojos, empezó a decir: “Si usted piensa que sabe más que los médicos, ¿para qué ha venido? Le digo que lo suyo es ansiedad, así que haga el favor de tomarse esto y no me haga perder más el tiempo.”
Como el que no estaba dispuesto a perder el tiempo era yo, me levanté y me fui, con la intención de presentar una reclamación en las oficinas del centro ambulatorio. Pero, justo al salir, me encontré con una enfermera conocida y, con bastante indignación, empecé a relatarle lo sucedido. Sin acabar de contarle los hechos, ella me interrumpió y me dijo: “No digas más. Te ha atendido la doctora ***, te ha dicho que tienes ansiedad y te ha mandado un montón de calmantes.”
Sorprendido, afirmé con la cabeza, mientras la enfermera seguía diciendo: “No te preocupes, que no tiene nada personal contra ti ni contra los curas. Es que acaba de separarse. Lo está pasando muy mal y está tomando pastillas contra la ansiedad. Y ahora le ha dado por que todo el mundo debería tomar esas pastillas. No le hagas caso y ven mañana, que ya habrá vuelto tu médico”.
.
¡Espero que esa fase depresiva se le pasase pronto a aquella doctora… por el bien de sus pacientes!
.
¡La paz contigo!
Mi compañero se indignó bastante, pero yo intenté calmarle diciéndole que, no siendo una cosa urgente, era mejor que fuera atendido por la persona que habitualmente le trataba y seguía la evolución de su enfermedad. Le recordé una anécdota que viví hace ya tiempo:
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Hará cosa de 7 u 8 años, tuve que ir al médico porque estaba sufriendo mareos frecuentes. Hacía tiempo que tenía la tensión arterial bastante descompensada (120-95), al parecer, por problemas renales. Ya tenía cita con el especialista, pero aún faltaba más de un mes, y como por aquella época atendía varios pueblos y me pasaba el día en la carretera, creí conveniente consultar la situación con mi médico de cabecera por si tenía solucion, al menos temporal, con alguna pastilla.
Me llevé una sorpresa cuando en la consulta, en lugar de mi médico habitual, había una doctora bastante joven. El inicio de la conversación fue más o menos así:
- Buenos días.
- Buenos días. ¿Qué le pasa?
- Pues mire. Me están dando últimamente unos mareos…
- (Sin dejarme acabar la frase) ¿A qué se dedica? (Pregunta bastante absurda, teniendo en cuenta que yo vestía de negro y con alzacuellos.)
- Soy cura.
Entonces ella, sin levantarse siquiera de su sillón, afirmó categóricamente: “Usted lo que tiene son ataques de ansiedad, y lo mejor para esto son los ansiolíticos.”; y empezó a extender una receta.
Yo, armándome de paciencia, empecé a insistirle en que mirara mi historial médico o que al menos comprobase mi tensión arterial, pero para ella no hacía falta nada de eso: “Siendo cura, esos mareos son con toda seguridad ataques de ansiedad. Tómese estas pastillas tres veces al día y ya verá como mejora”.
Me negué a coger la receta hasta que ella echara un vistazo a mi historial. La doctora, de mala gana, al final me hizo caso y vio que, efectivamente, tenía problemas renales desde hacía tiempo, pero eso no hizo más que empeorar la situación, porque casi con lágrimas en los ojos, empezó a decir: “Si usted piensa que sabe más que los médicos, ¿para qué ha venido? Le digo que lo suyo es ansiedad, así que haga el favor de tomarse esto y no me haga perder más el tiempo.”
Como el que no estaba dispuesto a perder el tiempo era yo, me levanté y me fui, con la intención de presentar una reclamación en las oficinas del centro ambulatorio. Pero, justo al salir, me encontré con una enfermera conocida y, con bastante indignación, empecé a relatarle lo sucedido. Sin acabar de contarle los hechos, ella me interrumpió y me dijo: “No digas más. Te ha atendido la doctora ***, te ha dicho que tienes ansiedad y te ha mandado un montón de calmantes.”
Sorprendido, afirmé con la cabeza, mientras la enfermera seguía diciendo: “No te preocupes, que no tiene nada personal contra ti ni contra los curas. Es que acaba de separarse. Lo está pasando muy mal y está tomando pastillas contra la ansiedad. Y ahora le ha dado por que todo el mundo debería tomar esas pastillas. No le hagas caso y ven mañana, que ya habrá vuelto tu médico”.
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¡Espero que esa fase depresiva se le pasase pronto a aquella doctora… por el bien de sus pacientes!
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¡La paz contigo!
2 comentarios:
Caray con la señora...
desde luego como el médico habitual no hay ninguno ;-)
Oiga tío cura, yo estoy con mareos... no me diga mas... Bendiciones.
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