Música

Siempre me ha gustado la música. Además, como mi cuadrilla de amigos era muy grande, había gran variedad de gustos musicales, y yo solía ser permeable a todos ellos.
Así, en mi juventud (y ahora también) la música que sonaba en mi habitación pasaba sin problemas de Pink Floid o Genesis (rock sinfónico) a Nuevo Mester de Juglaría (jotas castellanas), de Deep Purple (heavy metal) a Silvio Rodríguez (nueva trova cubana), o de los Blues Brothers (soul) a Gwendal (música celta).
Ya en la universidad, era uno de los pocos locos que se quedaban “hasta las tantas” viendo hasta el final el programa de televisión “La edad de oro”, con sus conciertos en directo de los grupos de la movida madrileña, y al mismo tiempo hacía todo lo posible por conseguir entradas (siempre las más baratas y a ser posible gratis) para asistir a un concierto sinfónico con piezas de Stravinsky o Mussorgsky.
Recuerdo como disfruté con el “Rock & Ríos”, y la rabia que me dio no poder asistir al famoso concierto de los Rolling Stones en Madrid (¿verano de 1982?), estando yo también bajo la misma tormenta.
Por suerte, en esto no he cambiado mucho, y en algún rato de relax nocturno puedes encontrarme acompañando con el bajo eléctrico una música de fondo de Chet Baker (jazz) o intentando sacar los acordes de alguna canción de los Beatles.

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Como he indicado, suelo estar rodeado de música. Pero tengo un gran defecto: no sé inglés (mi generación creo que fue la última en estudiar francés como idioma extranjero). Esto explica lo que voy a contar a continuación:
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Hace algunos años, no muchos, tuve que realizar un largo viaje en coche. La carretera era bastante monótona, hacía mucho calor (estábamos a mediados de agosto) y por aquella zona no se captaba ninguna emisora de radio, así que, para combatir el sopor tras la comida, busqué alguna cinta de música para cantar mientras conducía. Por desgracia, toda la música que llevaba en ese viaje era en inglés y, tras mucho rebuscar, lo único que encontré (debajo del asiento) fue una cinta de villancicos populares de la excursión navideña con los monaguillos.
Tenía tal aburrimiento encima que no dudé en ponerla a toda potencia. Lo cierto es que no podía haber elegido una música mejor: las canciones eran muy animadas y me sabía de memoria todas las letras.
En esas estaba cuando vi a un joven sentado en una piedra de la cuneta haciendo autostop. El joven, con cara de llevar bastante rato esperando que alguien parase, portaba en la mano un cartel donde estaba escrito su destino (a unos 150 Kms. de distancia), que casualmente coincidía con el mío. Así que detuve mi coche.
El joven vino corriendo con cara alegre, pero cuando abrí la ventanilla para decirle que podía subir al automóvil su cara cambió. Imagino que lo último que esperaba era encontrar a un cura vestido con clergyman escuchando a todo volumen “Arre, borriquito. Arre burro, arre”… ¡En pleno agosto! (Ciertamente, se me había olvidado apagar el radio-cassette)
El muchacho se disculpó diciendo que me había confundido con un amigo y que podía marcharme porque él se quedaba esperándole (No se le ocurrió otra excusa mejor. ¡Qué le vamos a hacer!), y sin dejarme decir nada dio media vuelta y volvió a sentarse en la piedra de la cuneta.
Opté por no forzar la situación y seguí mi camino entre carcajadas, acompañado por el sonido de zambombas y cascabeles.
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¡La paz contigo!

Recuerdos catequéticos (I)

Siendo seminarista, fui enviado durante varios años a trabajar pastoralmente los fines de semana en una parroquia del “casco viejo” de la capital. La parroquia comprendía una serie de manzanas con una población bastante marginal y problemática. (También pertenecía a ella calles con habitantes de alto nivel cultural y adquisitivo, pero todos aquellos padres llevaban a sus hijos a otras parroquias “menos conflictivas”.)
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La labor que me encomendó el párroco durante el primer año fue encargarme de un grupo de niños de Primera Comunión (8-9 años).
El primer día de catequesis presencié una escena que me dejó bien claro lo que me iba a encontrar.
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Aún no había llegado a la sala de catequesis cuando, a través de la puerta, vi que había ya varios niños esperándome. Dos niñas del grupo, al parecer, estaban enfadadas y se insultaban. Una le decía a la otra “gordinflona” y “culo-gordo”, y la otra le respondía diciéndole “cegata” y “gafotas” (Lo cierto es que una estaba excesivamente obesa para su edad, y la otra llevaba unas gafas con unos cristales de considerable grosor.)
Sin darme tiempo siquiera a entrar en la sala, apareció, no sé de dónde, la madre de la niña más gordita (por las dimensiones de la mujer, parecía fácil explicar la obesidad de la hija como herencia de la madre). La señora, muy airosa a pesar de su excesivo peso, se lanzó contra la niña de gafas agarrándola de los pelos mientras le gritaba: “¡Tu no insultas a mi hija, cuatro-ojos!” Pero la niña, en lugar de asustarse, empezó a pegar patadas a la señora diciéndole también a gritos: “¡Déjame en paz, foca! ¡Cacho gordaaaa!”
Rápidamente intenté separarlas, pero lo único que conseguí fue recibir un buen número de golpes perdidos de aquellas dos fieras.
Finalmente, cuando la señora, agotada, se cansó de recibir patadas, soltó a la niña, que aprovechó para meterse debajo de una mesa protegiéndose con los pies, que no dejaba de agitar para que nadie se le acercase.
La señora, debido al esfuerzo físico que había realizado a pesar de su gran grosor corporal, empezó a dar resoplidos de cansancio mientras se sentaba en una silla con evidentes signos de mareo. Ahí me tienes a mí intentando darle aire con unos folios, lo único que tenía a mano. (Le hubiera dicho que agachase la cabeza hasta la altura de las rodillas, pero dado su volumen corporal, aquello era totalmente imposible.)
Cuando por fin empezó a encontrarse algo mejor, le ayudé a llegar hasta la calle, donde con el fresco de la tarde pareció reaccionar, y unas vecinas se ofrecieron a acompañarle hasta su casa.
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Al volver a la sala de catequesis, me encontré a las dos niñas que habían empezado todo saltando por encima de las mesas, jugando, como si nada hubiera pasado.
Comprendí que aquel curso de catequesis iba a ser “muy largo”.

Recuerdos catequéticos (II)

Aquel año sabía que estaba dando catequesis a los hijos de buena parte de los traficantes de droga de la ciudad (no grandes traficantes de los que “se forran” a costa de la miseria humana, sino traficantes de “menudeo”, de los que malviven con lo que sacan porque también ellos están atrapados por ese veneno).
Era consciente de a qué tipo de familias pertenecían aquellos niños, pero no es lo mismo saber intelectualmente que ese mundo existe a ponerle rostros y nombres concretos. Por eso, me quedé bastante impresionado el día que, al empezar una sesión de catequesis y preguntarles cómo habían pasado la semana, un niño de 8 ó 9 años nos dijo: “Pues yo, el sábado tuve suerte y me gané unas pesetas.”
Al preguntarle qué había pasado, nos contó con toda naturalidad:
- “Vi a un tío corriendo porque le perseguía la policía. Al doblar la esquina tiró algo a un contenedor de basura. Cuando ya no se veía a nadie de los que corrían, como estaba solo miré en el contenedor a ver qué es lo que había tirado. Total, que en la bolsita había ¿…? gramos de ¿…? (una droga), y como está a ¿tanto? el gramo, me he sacado 15000 pesetas.”
Yo, asustado, le dije: “¿Pero tú no tomas de eso, no?”
Y él, con una sonrisa, contestó: “¡No, hombre! ¡Todavía no!, que soy muy pequeño.”
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Han pasado de esto casi 20 años. No recuerdo el tipo de droga que encontró, ni la cantidad. Ni siquiera recuerdo bien la cara de aquel niño. Pero ese “¡Todavía no!” se quedó grabado en mi memoria.
Cuantas veces rezo por aquel niño (hoy tendrá ya casi 30 años), por él y por tantos otros como él, para que ese “¡Todavía no!” se dilate lo más posible en el tiempo.
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¡La paz contigo”

Trucos para el hogar

No deja de asombrarme la cantidad de gente “curiosa” que se va uno encontrando por la vida.
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En cierta ocasión, al ser trasladado a un nuevo destino, me propuse, como es mi costumbre, visitar a todos los enfermos y personas mayores del pueblo, especialmente a los que no salían con frecuencia a la calle ni podían asistir de forma asidua a la Misa dominical.
Siguiendo la lista que me había dejado el sacerdote anterior, me acerqué a la casa de una encantadora señora mayor que me hizo pasar a la cocina. Era una cocina bonita (se veía que la habían reformado recientemente), amplia, limpia y soleada. Podía apreciarse que aquella mujer hacía allí su vida la mayor parte del día: tenía un televisor pequeño, junto a la ventana había una sillita baja con un costurero, en la mesa junto a la pared estaba la última hoja parroquial y el “Mensajero de San Antonio”…
Una de las cosas que más llamaba la atención al entrar era la cantidad de imágenes de la Virgen María que había en aquella habitación: un calendario grande de pared con la Virgen de Fátima, pequeños recordatorios de viajes sobre la encimera de la cocina con las vírgenes de Covadonga y Lourdes, calendarios de mano en la mesa con la Virgen del Pilar y varias Inmaculadas de Murillo, cuadritos pequeños en las paredes con la Macarena y la Virgen del Carmen...
Al hacerle alusión a su devoción mariana, la señora me dijo que todos los días rezaba el rosario ayudada por una cinta de cassette.
Efectivamente, encima de la mesa había un radio-cassette, y junto a él dos cintas: una de ellas era un rosario grabado.
La otra cinta, que me llamó especialmente la atención encontrar allí, era de “Marchas Militares de la Legión Española”. (Para aquellos que lo desconozcan, la “Legión” es un cuerpo del Ejercito de Tierra Español, que tiene como característica que desfilan con una cadencia de 140 pasos por minuto, por lo que sus marchas específicas llevan un ritmo vivísimo.)
Pregunté a la señora si tenía o había tenido algún familiar en la Legión, pero ella no entendía el motivo de la pregunta. Cuando le indiqué que había visto la cinta de “Marchas militares”, ella me contestó con naturalidad: “No, hijo. Si eso lo uso para fregar los platos.”
Ante su respuesta yo sólo pude exclamar algo parecido a: “¿¿Cómo…??”
Y ella, tratando de explicarme algo evidente, me dijo: “Mira, cuando veo que la cazuela tiene mucha grasa, me pongo la cinta con las marchas militares ¡y me da un brío...! Froto con una energía que da gusto y se queda todo limpísimo. Lo tienes que probar.”
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No lo he dicho: ¡¡La señora tenía casi 90 años!!
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Sinceramente, nunca he seguido su consejo, pero aquí lo dejo por si a alguien le puede ayudar.
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¡La paz contigo!

THINKING BLOGGER AWARD

Hace unos meses, el creador del blog Pensar por libre me otorgó un premio: un "Thinking Blogger Award". En un primer momento me pareció una broma.
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A mis 44 años ya empiezo a tener mala memoria (siempre la he tenido pésima) y poco a poco las cosas se van olvidando. Por ello, mi primera intención al crear “El blog del tío cura” fue utilizarlo como un almacén donde conservar recuerdos. No esperaba que nadie lo leyese (bueno… familiares y algún que otro amigo, sí).
Además, ¡sobre nuevas tecnologías, no tengo ni idea! Hace menos de un año, ni siquiera había entrado en internet, y lo poco que conozco es porque me lo ha recomendado algún sacerdote mas joven (como el que me colocó recientemente el contador de visitas para engordar mi vanidad).
Por ello, al ver que lo del premio iba en serio, a mí, que desconozco todo lo relacionado con este mundo de los blogs, no se me ocurrió otra cosa que escribir a quien me lo otorgaba agradeciéndole el detalle, pero olvidé preguntarle qué implicaciones conllevaba el recibir el premio. (A él le habían premiado tres veces, y yo pensé que, hasta que no hicieran conmigo lo mismo, no podía colocar el botón del premio en mi propio blog.)
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Hoy, al responder al comentario de otra persona, he encontrado las bases del premio:

1.- Si, y sólo si, alguien te da el premio escribe un post con los 5 blogs que te hacen pensar.
2.- Enlaza el post original para que la gente pueda encontrar el origen del premio.
3.- Opcional, enseña el botón del premio enlazando el post que has escrito dando tu premio.

Pero hasta para cumplir estas normas necesito ayuda:
1º.- Para poder premiar 5 blogs seriamente, sin devaluar el premio en sí, debería antes conocerlos y frecuentarlos, pero… ¿cómo voy a hacerlo, si ni siquiera tengo tiempo para visitar de vez en cuando el mío? (¿Cómo lo hacen todos ustedes?)
2º.- Las bases dicen que “enlace el post original”. ¿¿Y ESO QUÉ ES?? ¿¿Y CÓMO SE HACE??
3º.- Del mismo modo, no tengo ni idea de lo que significa el punto 3 de las bases del premio.
Lo único que entiendo es que puedo poner el botón del premio en mi blog, cosa que hago con orgullo porque alguien ha valorado mi trabajo (aunque lo realice en ratos perdidos).
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Por cierto (ya que en esta entrada me estoy refiriendo a mi propio blog), el otro día una periodista me preguntó por e-mail si en mis parroquias conocían la existencia de “El blog del tío cura”. La respuesta es NO, y la razón es evidente: las anécdotas que cuento son todas reales, recuerdos de los pueblos por los que he pasado y de la gente con la que me he cruzado en la vida. Algunas de estas personas, si se reconociesen o fueran reconocidas por alguien, podrían sentirse ofendidas. No trato de describir ni de juzgar a nadie, sino de reconocer que hechos tan divertidos (o tan tristes) como los que cuento siguen teniendo lugar en pleno siglo XXI.
Por eso (y esto va dirigido a amigos y conocidos), en vuestros comentarios no hagáis referencia a mi identidad, pues me obligáis a borrarlos.
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Y para los que han leído este rollo hasta el final, una anécdota breve:
En el libro de texto de religión, en 5º de Primaria, aparecía la palabra OMNIPOTENTE, y uno de los alumnos pregunto en voz alta su significado.
El profesor, un compañero mío que estaba haciendo prácticas de magisterio, respondió académicamente:
- “Omnipotente” significa “que lo puede todo”, “que es todopoderoso”.
Y tras su respuesta, para reforzar la idea, preguntó a toda la clase:
- A ver… Según eso, ¿quién es omnipotente?
Un alumno levantó la mano agitándola con viveza y contestó con seguridad:
- ¡¡SUPERMÁN!!
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¡La paz contigo!
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P.D.: Efectivamente, el niño del triciclo soy yo en el año 1965.