Siendo seminarista, fui enviado durante varios años a trabajar pastoralmente los fines de semana en una parroquia del “casco viejo” de la capital. La parroquia comprendía una serie de manzanas con una población bastante marginal y problemática. (También pertenecía a ella calles con habitantes de alto nivel cultural y adquisitivo, pero todos aquellos padres llevaban a sus hijos a otras parroquias “menos conflictivas”.)
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La labor que me encomendó el párroco durante el primer año fue encargarme de un grupo de niños de Primera Comunión (8-9 años).
El primer día de catequesis presencié una escena que me dejó bien claro lo que me iba a encontrar.
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Aún no había llegado a la sala de catequesis cuando, a través de la puerta, vi que había ya varios niños esperándome. Dos niñas del grupo, al parecer, estaban enfadadas y se insultaban. Una le decía a la otra “gordinflona” y “culo-gordo”, y la otra le respondía diciéndole “cegata” y “gafotas” (Lo cierto es que una estaba excesivamente obesa para su edad, y la otra llevaba unas gafas con unos cristales de considerable grosor.)
Sin darme tiempo siquiera a entrar en la sala, apareció, no sé de dónde, la madre de la niña más gordita (por las dimensiones de la mujer, parecía fácil explicar la obesidad de la hija como herencia de la madre). La señora, muy airosa a pesar de su excesivo peso, se lanzó contra la niña de gafas agarrándola de los pelos mientras le gritaba: “¡Tu no insultas a mi hija, cuatro-ojos!” Pero la niña, en lugar de asustarse, empezó a pegar patadas a la señora diciéndole también a gritos: “¡Déjame en paz, foca! ¡Cacho gordaaaa!”
Rápidamente intenté separarlas, pero lo único que conseguí fue recibir un buen número de golpes perdidos de aquellas dos fieras.
Finalmente, cuando la señora, agotada, se cansó de recibir patadas, soltó a la niña, que aprovechó para meterse debajo de una mesa protegiéndose con los pies, que no dejaba de agitar para que nadie se le acercase.
La señora, debido al esfuerzo físico que había realizado a pesar de su gran grosor corporal, empezó a dar resoplidos de cansancio mientras se sentaba en una silla con evidentes signos de mareo. Ahí me tienes a mí intentando darle aire con unos folios, lo único que tenía a mano. (Le hubiera dicho que agachase la cabeza hasta la altura de las rodillas, pero dado su volumen corporal, aquello era totalmente imposible.)
Cuando por fin empezó a encontrarse algo mejor, le ayudé a llegar hasta la calle, donde con el fresco de la tarde pareció reaccionar, y unas vecinas se ofrecieron a acompañarle hasta su casa.
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Al volver a la sala de catequesis, me encontré a las dos niñas que habían empezado todo saltando por encima de las mesas, jugando, como si nada hubiera pasado.
Comprendí que aquel curso de catequesis iba a ser “muy largo”.
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La labor que me encomendó el párroco durante el primer año fue encargarme de un grupo de niños de Primera Comunión (8-9 años).
El primer día de catequesis presencié una escena que me dejó bien claro lo que me iba a encontrar.
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Aún no había llegado a la sala de catequesis cuando, a través de la puerta, vi que había ya varios niños esperándome. Dos niñas del grupo, al parecer, estaban enfadadas y se insultaban. Una le decía a la otra “gordinflona” y “culo-gordo”, y la otra le respondía diciéndole “cegata” y “gafotas” (Lo cierto es que una estaba excesivamente obesa para su edad, y la otra llevaba unas gafas con unos cristales de considerable grosor.)
Sin darme tiempo siquiera a entrar en la sala, apareció, no sé de dónde, la madre de la niña más gordita (por las dimensiones de la mujer, parecía fácil explicar la obesidad de la hija como herencia de la madre). La señora, muy airosa a pesar de su excesivo peso, se lanzó contra la niña de gafas agarrándola de los pelos mientras le gritaba: “¡Tu no insultas a mi hija, cuatro-ojos!” Pero la niña, en lugar de asustarse, empezó a pegar patadas a la señora diciéndole también a gritos: “¡Déjame en paz, foca! ¡Cacho gordaaaa!”
Rápidamente intenté separarlas, pero lo único que conseguí fue recibir un buen número de golpes perdidos de aquellas dos fieras.
Finalmente, cuando la señora, agotada, se cansó de recibir patadas, soltó a la niña, que aprovechó para meterse debajo de una mesa protegiéndose con los pies, que no dejaba de agitar para que nadie se le acercase.
La señora, debido al esfuerzo físico que había realizado a pesar de su gran grosor corporal, empezó a dar resoplidos de cansancio mientras se sentaba en una silla con evidentes signos de mareo. Ahí me tienes a mí intentando darle aire con unos folios, lo único que tenía a mano. (Le hubiera dicho que agachase la cabeza hasta la altura de las rodillas, pero dado su volumen corporal, aquello era totalmente imposible.)
Cuando por fin empezó a encontrarse algo mejor, le ayudé a llegar hasta la calle, donde con el fresco de la tarde pareció reaccionar, y unas vecinas se ofrecieron a acompañarle hasta su casa.
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Al volver a la sala de catequesis, me encontré a las dos niñas que habían empezado todo saltando por encima de las mesas, jugando, como si nada hubiera pasado.
Comprendí que aquel curso de catequesis iba a ser “muy largo”.
1 comentario:
Menuda escenita.
Y resulta las madres somos peores que los niños que se les pasa enseguida y nosotras nos acordamos toda la vida de lo que la otra hizo a nuestra niña.. Y se nos olvida lo que nuestra niña le hizo a la otra
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