La puerta pintada (II)

Tras una larga conversación, conseguí convencerle de que el color rojo no era el más adecuado para las puertas de un templo del siglo XVII de piedra de sillería blanca.
Yo tenía que realizar un viaje esa misma tarde, y él tenía sólo hasta la tarde del día siguiente para deshacer el desaguisado, pues se le acababan los días de vacaciones. Así que no tuve más remedio que darle un voto de confianza:
Como no podía dejarse el portón a medio pintar, quedamos de acuerdo en que él se encargaría de devolver los botes de pintura que aún no había utilizado, cambiándolos por otros de color madera (debía llevar una foto de la iglesia y dejarse asesorar en el color por el dueño de la tienda de pintura). Después repintaría todo el portón con el nuevo color.
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Regresé de mi viaje justo a tiempo de la misa del domingo.
Al ver la puerta me quedé palido:
En efecto, el hombre había repintado el portón de color marrón, pero de un marrón muy claro, casi amarillo-anaranjado. En lo primero que pensé, y perdón por la comparación, es en el color de las heces cuando se tiene descomposición.
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Estaba bastante apurado. No sabía como iban a reaccionar los feligreses, que llevaban ya varios días viendo el “original” resultado. El tema habría sido, sin duda, el centro de muchas conversaciones.
Sin embargo, todos fueron muy prudentes. Según iban llegando a la plaza de la iglesia, mientras esperábamos la hora del inicio de la misa, iban surgiendo conversaciones sobre cosas que habían pasado esa semana por el pueblo, pero nadie hizo mención del color del portón.
Nadie… hasta que una niña de unos cinco años que venía con su madre, señalándolo, dijo a gritos y entre carcajadas:
- ¡Mira, mamá! ¡Parecen “cacotas”!
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En ese momento recordé el cuento de “El traje nuevo del emperador”. La verdad se podrá silenciar, pero con eso no desaparece.
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¡La paz contigo!
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P.D. : Con el tiempo, el color del portón se ha oscurecido y ya no llama tanto la atención. Gracias por vuestro interés.

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