Estos recuerdos de infancia me han venido a la memoria al darme cuenta de que en los siete últimos años sólo he asistido a las salas de cine para ver la trilogía de “El Señor de los Anillos” (cuya obra literaria empecé a conocer cuando en cierta ocasión quedé semi-aislado por la nieve en un bungalow en el Valle de Arán junto con varios amigos, y pasábamos aquellas largas tardes-noches de invierno leyendo al calor la chimenea, en voz alta y por turnos, esa novela que alguno “por despiste” había metido en su mochila. No imagino un modo mejor de disfrutarla.)
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He dicho que “sólo he asistido” a ver esas tres películas, pero me he expresado mal. Debería haber dicho: “sólo he asistido por gusto propio y eligiendo la película”. Me explico:
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He dicho que “sólo he asistido” a ver esas tres películas, pero me he expresado mal. Debería haber dicho: “sólo he asistido por gusto propio y eligiendo la película”. Me explico:
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Hace unos años, hablando con los niños y niñas que me ayudaban en las misas de los domingos, me enteré de que una niña de unos 10 años ¡nunca había ido al cine! No me lo pensé dos veces y les propuse que la siguiente excursión sería a la capital a ver una película.
A pesar de ser invierno, el buen tiempo nos acompañó y la jornada fue estupenda: visita al Museo de las ciencias, juegos en el parque, comida en una pizzería…
Llegó el momento de ir al cine. Enseguida vi que la elección de la película no iba a ser fácil. Entre las que eran “para mayores”, las que alguno “ya había visto con sus padres”, y las que acababan “demasiado tarde”, sólo nos quedaba una alternativa y, al menos para mí, tenía un título no excesivamente atrayente: “¡Vaya Santa Claus 2!” (Evidentemente, no era la película que yo habría elegido para, después de tantos años, volver a pisar un cine, pero…)
Decidí asumir el compromiso con doble dosis de energía ilusionante. Debíamos recordar que para Sheila, aquella era la primera vez que pisaba un cine y el acontecimiento debía celebrarse “como Dios manda”. Así que, antes de entrar en la sala, todos se aprovisionaron de palomitas, chucherías y refrescos.
Como era de esperar, dado el poco atractivo título de la película, la sala estaba completamente vacía, lo cual aumentaba la magia del momento: “Toda una sala para nosotros solos.” Podíamos sentarnos en el lugar que quisiéramos y, tal como recuerdo yo en mi infancia, ellos fueron probando diferentes lugares hasta que decidieron cual era el sitio perfecto (curiosamente, el centro de la fila 7).
Antes de empezar la película entraron otras dos familias con sus hijos y, conociendo lo “salvajes” que podían ser mis muchachos si la película acababa siendo aburrida, decidí que el mejor modo de tenerlos controlados era sentarme justo detrás de ellos, en la siguiente fila.
La película debió entretenerles, pues más de una vez me despertaron con sus escandalosas risas. Y es que debo confesar que, en efecto, yo me pasé casi toda la película dormido. Ha sido la primera y única vez, que yo recuerde, que he cometido semejante “pecado” (y no me vale de excusa ni el cansancio por estar todo el día “de trote” con aquellos chavales, ni lo poco acostumbrado que estaba a ver una película en aquellas butacas tan cómodas y con la luz apagada, ni tener el estomago lleno de pizza de jamón de york y queso, aunque la conjunción de todo aquello no podía dar otro resultado).
Con todo, aquella tarde hubiera merecido la pena sólo por escuchar la frase que me dijo la niña nada más comenzar la película. Desde mi asiento de atrás veía que estaba inquieta buscando algo por el asiento y por los brazos de la butaca, hasta que finalmente se volvió hacia atrás y me preguntó tímidamente: “El sonido está un poco alto. ¿Dónde está el botón para bajar el volumen?”
Tuvo que esperar mi respuesta, pues el ataque de risa me impidió contestarle en aquel momento.
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¡La paz contigo!
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P.D.: La niña tenía razón. El volumen de sonido en las salas de cine comerciales es exagerado.
Hace unos años, hablando con los niños y niñas que me ayudaban en las misas de los domingos, me enteré de que una niña de unos 10 años ¡nunca había ido al cine! No me lo pensé dos veces y les propuse que la siguiente excursión sería a la capital a ver una película.
A pesar de ser invierno, el buen tiempo nos acompañó y la jornada fue estupenda: visita al Museo de las ciencias, juegos en el parque, comida en una pizzería…
Llegó el momento de ir al cine. Enseguida vi que la elección de la película no iba a ser fácil. Entre las que eran “para mayores”, las que alguno “ya había visto con sus padres”, y las que acababan “demasiado tarde”, sólo nos quedaba una alternativa y, al menos para mí, tenía un título no excesivamente atrayente: “¡Vaya Santa Claus 2!” (Evidentemente, no era la película que yo habría elegido para, después de tantos años, volver a pisar un cine, pero…)
Decidí asumir el compromiso con doble dosis de energía ilusionante. Debíamos recordar que para Sheila, aquella era la primera vez que pisaba un cine y el acontecimiento debía celebrarse “como Dios manda”. Así que, antes de entrar en la sala, todos se aprovisionaron de palomitas, chucherías y refrescos.
Como era de esperar, dado el poco atractivo título de la película, la sala estaba completamente vacía, lo cual aumentaba la magia del momento: “Toda una sala para nosotros solos.” Podíamos sentarnos en el lugar que quisiéramos y, tal como recuerdo yo en mi infancia, ellos fueron probando diferentes lugares hasta que decidieron cual era el sitio perfecto (curiosamente, el centro de la fila 7).
Antes de empezar la película entraron otras dos familias con sus hijos y, conociendo lo “salvajes” que podían ser mis muchachos si la película acababa siendo aburrida, decidí que el mejor modo de tenerlos controlados era sentarme justo detrás de ellos, en la siguiente fila.
La película debió entretenerles, pues más de una vez me despertaron con sus escandalosas risas. Y es que debo confesar que, en efecto, yo me pasé casi toda la película dormido. Ha sido la primera y única vez, que yo recuerde, que he cometido semejante “pecado” (y no me vale de excusa ni el cansancio por estar todo el día “de trote” con aquellos chavales, ni lo poco acostumbrado que estaba a ver una película en aquellas butacas tan cómodas y con la luz apagada, ni tener el estomago lleno de pizza de jamón de york y queso, aunque la conjunción de todo aquello no podía dar otro resultado).
Con todo, aquella tarde hubiera merecido la pena sólo por escuchar la frase que me dijo la niña nada más comenzar la película. Desde mi asiento de atrás veía que estaba inquieta buscando algo por el asiento y por los brazos de la butaca, hasta que finalmente se volvió hacia atrás y me preguntó tímidamente: “El sonido está un poco alto. ¿Dónde está el botón para bajar el volumen?”
Tuvo que esperar mi respuesta, pues el ataque de risa me impidió contestarle en aquel momento.
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¡La paz contigo!
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P.D.: La niña tenía razón. El volumen de sonido en las salas de cine comerciales es exagerado.
1 comentario:
Hola Tio Cura:
Muy bueno su blogs, me agrada leerlo aun nunca habia escrito para honrarlo, sus comentarios de su experiencia de vida son muy agradables, gracias por su blogs.
Que Dios lo bendiga.
Narciso
Veracruz, Veracruz. Mexico
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