No juzguéis... (II)

Hace unos meses, poco antes de trasladarme a mi nueva parroquia, pasó por el despacho parroquial un transeúnte de unos cincuenta y tantos años, que pedía para comer y para poder llegar hasta la capital.
Sin esperar mi contestación, me bombardeó con una detallada información sobre todas sus penurias a lo largo de su vida: perdida del trabajo, perdida de la mujer, perdida de relación con los hijos, dificultades en su deambular de un lugar a otro para ir tirando…
Como la parroquia tenía un acuerdo con el ayuntamiento para la acogida de transeúntes, le ofrecí la posibilidad de acercarse a las oficinas municipales. Allí, a cambio de una pequeña contraprestación (barrer los porches del ayuntamiento, limpiar el pequeño patio o alguna cosa similar) se le ofrecería un vale para comer el menú del día en el bar y un billete para una distancia de unos 50 kilómetros.
La respuesta de aquel hombre me desconcertó:
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- “Mira, yo en ese tipo de dinámicas (supongo que se refería a trabajar para comer) no me he planteado entrar por ahora. Yo he venido aquí a pedirte dinero, no a que me digas cómo podría conseguirlo. Si me lo das, bien, y si no, me voy y todos tan amigos”.
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Unos dos meses después volví a encontrarme con él. Apareció por el despacho de mi nueva parroquia, a unos 100 kilómetros de distancia. Charlamos un rato y luego dijo: “Bueno, me marcho, que he pasado un buen rato contigo pero si seguimos hablando seguro que acabas echándome algún sermón.” Y enseguida añadió: “Que no es que no me los merezca, pero ahora no estoy preparado para recibirlos.”
Seguía con la misma filosofía de vida.
Supongo que continuará dando tumbos por esos caminos de Dios.
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¡La paz contigo!