Hace casi 25 años, un hecho bastante intrascendente unió a prácticamente todos los españoles haciéndonos gritar al mismo tiempo: ¡GOOOOL! Y es que España ganaba por 12 goles a 1 a… ¡Malta!
Sin embargo, cuando se habla de aquel “acontecimiento”, en mi mente se repite una imagen mucho más surrealista.
.
Era el 21 de diciembre de 1983. Yo, con 20 años, acababa de llegar, para pasar las vacaciones de Navidad, al pequeño pueblo en el que mi padre estaba destinado como funcionario. Aquel día, mi hermano Félix y yo habíamos planeado ver el partido en casa, “tumbarreados” en el sillón, bien cómodos, con los pies sobre la mesita baja de mármol que había en la salita.
El primer tiempo del partido había sido más bien decepcionante (teníamos que ganar por una diferencia de “11 goles” para poder clasificarnos para la Eurocopa de 1984, que se celebraría en Francia, pero el resultado por el momento era de 3-1).
Justo cuando comenzaba el segundo tiempo, llamaron a la puerta. Era un vecino del pueblo que buscaba a don C…, nuestro padre, pues al parecer había quedado con él para tratar algún asunto.
Le estaba explicando que no se encontraba en casa, que le habían avisado de una urgencia en un pueblo vecino, y que no sabía cuando volvería, cuando oí a mi hermano desde la salita gritando ¡¡¡Goool!! No queriendo perderme la repetición del gol de España, invité con urgencia al señor a que pasase con nosotros a la salita y esperase allí a mi padre.
Pronto descubrí que aquello había sido un error. La presencia de aquella persona nos obligaba a sentarnos y actuar “correctamente”, y la educación y la prudencia ante el desconocido nos impedía celebrar con gritos y de forma desmesurada (como hubiera sido nuestro deseo) los goles que, uno tras otro, iban cayendo en la portería de los malteses.
Aquel hombre, por el contrario, se sentía cada vez más desinhibido y metido en el partido. No se si aquella persona entendía de fútbol o si, por el contrario, simplemente se había contagiado de la euforia con que el comentarista narraba las jugadas y cantaba los goles. Fuera por lo que fuere, el caso es que nuestro invitado parecía entender claramente que tras la borrachera de goles que había visto, y a falta de pocos minutos para acabar el encuentro, a España le faltaba sólo un gol para clasificarse para la Eurocopa (el comentarista no dejaba de repetirlo a gritos). A cada minuto se iba poniendo más colorado y no paraba de resoplar y de moverse en el tresillo que compartía conmigo.
Así, cuando el comentarista del partido gritó con una voz ya afónica “¡Gooooool!¡Gol de Señor!”, aquel vecino, en un acto reflejo, ¡¡se subió a la mesita de mármol y empezó a dar saltos de alegría sobre ella con los brazos en alto.!!
Mi hermano y yo, asombrados, en lugar de mirar la repetición del gol y los abrazos entre los jugadores, nos mirábamos el uno al otro y a aquel hombre totalmente fuera de sí.
Sin embargo, cuando se habla de aquel “acontecimiento”, en mi mente se repite una imagen mucho más surrealista.
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Era el 21 de diciembre de 1983. Yo, con 20 años, acababa de llegar, para pasar las vacaciones de Navidad, al pequeño pueblo en el que mi padre estaba destinado como funcionario. Aquel día, mi hermano Félix y yo habíamos planeado ver el partido en casa, “tumbarreados” en el sillón, bien cómodos, con los pies sobre la mesita baja de mármol que había en la salita.
El primer tiempo del partido había sido más bien decepcionante (teníamos que ganar por una diferencia de “11 goles” para poder clasificarnos para la Eurocopa de 1984, que se celebraría en Francia, pero el resultado por el momento era de 3-1).
Justo cuando comenzaba el segundo tiempo, llamaron a la puerta. Era un vecino del pueblo que buscaba a don C…, nuestro padre, pues al parecer había quedado con él para tratar algún asunto.
Le estaba explicando que no se encontraba en casa, que le habían avisado de una urgencia en un pueblo vecino, y que no sabía cuando volvería, cuando oí a mi hermano desde la salita gritando ¡¡¡Goool!! No queriendo perderme la repetición del gol de España, invité con urgencia al señor a que pasase con nosotros a la salita y esperase allí a mi padre.
Pronto descubrí que aquello había sido un error. La presencia de aquella persona nos obligaba a sentarnos y actuar “correctamente”, y la educación y la prudencia ante el desconocido nos impedía celebrar con gritos y de forma desmesurada (como hubiera sido nuestro deseo) los goles que, uno tras otro, iban cayendo en la portería de los malteses.
Aquel hombre, por el contrario, se sentía cada vez más desinhibido y metido en el partido. No se si aquella persona entendía de fútbol o si, por el contrario, simplemente se había contagiado de la euforia con que el comentarista narraba las jugadas y cantaba los goles. Fuera por lo que fuere, el caso es que nuestro invitado parecía entender claramente que tras la borrachera de goles que había visto, y a falta de pocos minutos para acabar el encuentro, a España le faltaba sólo un gol para clasificarse para la Eurocopa (el comentarista no dejaba de repetirlo a gritos). A cada minuto se iba poniendo más colorado y no paraba de resoplar y de moverse en el tresillo que compartía conmigo.
Así, cuando el comentarista del partido gritó con una voz ya afónica “¡Gooooool!¡Gol de Señor!”, aquel vecino, en un acto reflejo, ¡¡se subió a la mesita de mármol y empezó a dar saltos de alegría sobre ella con los brazos en alto.!!
Mi hermano y yo, asombrados, en lugar de mirar la repetición del gol y los abrazos entre los jugadores, nos mirábamos el uno al otro y a aquel hombre totalmente fuera de sí.
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Finalmente, cuando la euforia de nuestro invitado se fue transformando en vergüenza al ser consciente de lo ridículo de su situación, le ayudamos a bajar de la mesa y comenzamos a comentar la jugada del gol como si nada de aquello hubiera pasado, intentando aparentar normalidad.
Seguimos viendo el partido hasta el final, tan sólo unos minutos más, pero ya apenas hablamos ni hicimos una especial celebración cuando el pitido final del arbitro nos dejaba definitivamente clasificados para la Eurocopa. Él seguía abochornado por su actitud y nosotros nos sentíamos también bastante incómodos.
Cuando finalmente llegó nuestro padre y ambos salieron de casa para resolver sus asuntos, mi hermano y yo estallamos en una sonora carcajada que el pobre hombre tuvo que oír desde la escalera.
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Por cierto, en aquella Eurocopa, para la que tan “heróicamente” nos habíamos clasificado, acabamos subcampeones de Europa al perder la final ante la anfitriona Francia.
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¡La paz contigo!
Finalmente, cuando la euforia de nuestro invitado se fue transformando en vergüenza al ser consciente de lo ridículo de su situación, le ayudamos a bajar de la mesa y comenzamos a comentar la jugada del gol como si nada de aquello hubiera pasado, intentando aparentar normalidad.
Seguimos viendo el partido hasta el final, tan sólo unos minutos más, pero ya apenas hablamos ni hicimos una especial celebración cuando el pitido final del arbitro nos dejaba definitivamente clasificados para la Eurocopa. Él seguía abochornado por su actitud y nosotros nos sentíamos también bastante incómodos.
Cuando finalmente llegó nuestro padre y ambos salieron de casa para resolver sus asuntos, mi hermano y yo estallamos en una sonora carcajada que el pobre hombre tuvo que oír desde la escalera.
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Por cierto, en aquella Eurocopa, para la que tan “heróicamente” nos habíamos clasificado, acabamos subcampeones de Europa al perder la final ante la anfitriona Francia.
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¡La paz contigo!
1 comentario:
¿No le importara rezar por mi, que me caso en unos meses,?
Vengaaaaaa solo un par de oraciones, por favor
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