Experiencia ecologista

Mi relación con el ecologismo activo (el de carnet y cuota) fue una experiencia fugaz y, al mismo tiempo, muy ilustrativa.
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Siempre he amado la naturaleza.
La grandiosidad de su belleza y la sensación que produce el contacto con la vida natural, en mi caso, se ven multiplicadas por la percepción a través de ella de un Dios-Padre que lo ha creado todo por Amor.
Por eso, el día que un compañero de Universidad me habló de la asociación ecologista en la que estaba implicado, no me lo pensé dos veces y rellené la ficha de inscripción.
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El tema que provocó el diálogo fue el derribo indiscriminado de varios nidos de cigüeña, justo en la época de la puesta de los huevos.
Según mi amigo, una actitud injustificada había provocado que los huevos acabasen estrellados contra el asfalto, impidiendo el nacimiento de esos seres vivos. Ya iba siendo hora de que hubiera gente que luchase por la legislación de unas leyes justas que defendiera la vida frente a tantos intereses creados. ¿Qué mejor herencia podíamos dejar a las nuevas generaciones?
Yo no podía estar más de acuerdo.
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Poco tiempo después, me fije en un gran cartel, colocado en una pared de la facultad, en el que se anunciaba una manifestación a favor del aborto libre. La manifestación estaba convocada, entre otros grupos, por la asociación ecologista de la que yo era miembro.
No tardé en pedir a mi amigo explicaciones: aparte de no ser muy coherente esa opción con los objetivos de la asociación, quería saber cuándo y cómo se había tomado la decisión de participar en esa campaña abortista y quién lo había decidido, pues no tenía conocimiento de que nadie hubiera consultado a los miembros de la asociación (al menos, no a mí).
Resultado: en lugar de contestar a mis preguntas, dejaron de pasarme la cuota y no volvieron a convocarme a ninguna reunión.
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Como he dicho al principio: fue una experiencia fugaz y… ¡¡muy ilustrativa!!
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¡La paz contigo!

Cuestión de nombres

Es curioso cómo algunas personas difícilmente conseguimos que se nos llame por nuestro nombre.
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A mí, ya desde pequeño, algunos amigos de la familia me llamaban “Casimirín”, haciendo referencia al nombre de mi padre.
Poco después, el cura de la parroquia empezó a llamarme “Pequeño Jim”, apelativo que fue bien acogido por el grupo scout al que pertenecía, lo que no impidió que con el tiempo el apodo acabara degenerando en “Jimmy”, que es como me conoce todo el mundo en mi pueblo.
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En la Universidad, los compañeros del Colegio Mayor se referían a mí como “Mortimer”.
Posteriormente cambié de estudios y de ciudad, siendo conocido en las aulas de la Escuela de Magisterio como “Pepeto”.
Una vez en el Seminario, empezaron a llamarme “Flick” o “Flipping” (debido a mis continuos despistes), y esos nombres son los que sigue usando, para dirigirse a mí, un nutrido grupo del clero diocesano.
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Ahora, en las parroquias me suelen llamar por el nombre del sacerdote que me ha precedido, aunque muchas veces los niños, cuando me ven por la calle, me dicen sencillamente “¡Hola, cura!”, con un tono de voz que denota, por lo general, afecto.
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Pero, aunque estoy acostumbrado a que se me llame por muy diversos nombres, la verdad es que quedé francamente extrañado el día en que una niña de unos cuatro años me saludó diciendo: ¡Adiós, Jesús!
Cuando le pregunté por qué me llamaba así, ella sonriendo señaló con el dedo a la iglesia, y respondió inocentemente: “Tú vives ahí, y mi mamá me ha dicho que ésa es la casa de Jesús.”
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¡La paz contigo!

En la nevada


En la montaña, donde estaba destinado como párroco, era habitual que, debido a las grandes nevadas, pasásemos cada año unos cuantos días incomunicados por carretera.
Estando precisamente en esa situación, recibí aviso del fallecimiento, en una de mis parroquias, de una señora mayor. Ante la imposibilidad de asistir, acordé con el alcalde que él se encargase del entierro y el domingo, si la carretera estaba despejada, celebraríamos el funeral.
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Según los vecinos me contaron después, entre todos limpiaron de nieve el camino hasta el cementerio y trasladaron allí el cadaver.
Una vez colocada la caja en la sepultura, y tras darle tierra, el alcalde tomó la palabra, diciendo:
"Creo que lo que ahora procede es rezar un padrenuestro".
Acabada la oración, todos se quedaron mirando al alcalde. Él tenía claro que no podía dar la bendición, pero los vecinos esperaban alguna palabra suya para acabar el acto, así que, haciendo un gesto con la mano hacia la tumba, dijo con voz solemne:
“¡María... , que nos esperes muchos años!”
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¡La paz contigo!

La caja de hostias


Un día de primavera, a la hora de comer, llamó a mi puerta un vecino del pueblo. Había encontrado en un camino agrícola, entre los campos, una caja de cartón llena de hostias (las obleas redondas y planas que se usan en la consagración). No sabiendo que hacer con ellas, las trajo a la parroquia.
En la caja aparecía una dirección: la parroquia de un pequeño pueblo de montaña, a más de 300 Kms. de distancia.
Como todo aquello me parecía bastante extraño, conseguí el número de teléfono de aquella parroquia y llamé. Así pude enterarme de lo que había sucedido:
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A aquella pequeña población había llegado, hacía más de un año, un joven extranjero (creo recordar que irlandés), que se había integrado en el pueblo. Vivía con una familia a la que había alquilado una habitación.
Durante el último mes se le veía bastante desanimado, y había comentado que el motivo era la reciente muerte de su único hermano.
El pasado fin de semana, la familia con la que vivía habían recibido la visita de unos familiares, y preguntaron al cura del pueblo si durante esos dos día podía acoger al joven extranjero en su casa.
El sacerdote, un señor ya mayor, le recibió con agrado, y a la mañana siguiente pudo comprobar que tanto el joven como su coche (el del cura) habían desaparecido. Como no dio señales de vida en todo el día, ya preocupados, miraron en la habitación que tenía alquilada (donde aún estaban todas sus cosas) por si encontraban alguna pista de dónde podía estar.
En una carpeta encontraron bastantes folios con dibujos de tumbas y cruces, lo que les hizo sospechar de un cierto desequilibrio emocional en el joven, algo que quedo confirmado cuando se recibió en la casa la llamada telefónica de alguien que preguntaba por él: era ¡¡su propio hermano!!, aquel que, según había dicho a todos, estaba muerto.
Cuando yo llamé por teléfono, el sacerdote confirmó que esa caja de formas estaba en su coche desaparecido, lo que daba una idea del itinerario del joven. Al menos eso probaba que no se había suicidado, como todos creían.
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Días después, recibí una llamada de teléfono de aquel sacerdote. Gracias a mi información, la guardia civil había podido localizar finalmente al joven (y su coche). Se encontraba en buen estado, aunque bastante desorientado, a otros 200 Kms. de distancia, en la costa. La gasolina que tenía el coche sólo había podido llevarle hasta allí.
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¡La paz contigo!

El mundo es un pañuelo


¿Cuántas veces hemos oído: “El mundo es un pañuelo”? Yo empecé a intuir que algo de verdad había en esa expresión a la edad de cinco años.
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Estábamos toda la familia pasando un fin de semana en Madrid, y aquel día nuestros padres nos llevaron a conocer el Zoo.
Apenas llevábamos unos minutos, cuando nos encontramos de frente con la vecina que vivía justo en el piso encima del nuestro, que iba acompañada por sus hijos (nuestros amigos de toda la vida). Ella nos miraba como incrédula y, un poco avergonzada, no paraba de preguntarnos: “¿Pero soy vosotros? ¿Sois vosotros de verdad?”
Después de mostrarle nuestra sorpresa y nuestra alegría por encontrarnos tan lejos de casa, ella, ya un poco más tranquila, nos explicó el porqué de su especial extrañeza:
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"Hace un momento he visto a lo lejos a un conocido, y me ha hecho tanta ilusión encontrarme con alguien del pueblo, en un sitio como Madrid, que le he llamado a gritos y me he acercado deprisa con los hijos.
- ¡¡Pero hombre, tú por aquí!!
- Disculpe, señora, pero…
- ¿Es que no me conoces?
- No…
- Que soy Angelines…, la mujer del practicante.
- Lo siento, pero…
Entonces, he recordado quién era.
- ¡Ay…, perdone! Si es que, como le veo todos los días... ¡¡Usted es el del telediario!! "
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¡La paz contigo!

Hay gente para todo


En una ocasión, tenía una reunión con el cura de una parroquia cercana. Al llegar a su pueblo me encontré con que había un funeral y, mientras acababa, aproveché para callejear un poco. En el paseo me crucé varias veces con dos hombres de unos 70 años que estaban visitando el pueblo. Involuntariamente me enteré de su historia.
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En nuestra provincia, casi la mitad de la población vive en la capital. Mucha gente se ha trasladado allí a vivir procedente de los diferentes pueblos. Por ello, uno de los servicios que ofrecen las funerarias, cuando alguien vive en la ciudad pero su funeral y entierro va a realizarse en un pueblo, es poner un autobús para que familia y amigos puedan asistir de forma gratuita.
Al parecer, uno de aquellos dos hombres, a partir de su jubilación, viendo la cantidad de tiempo libre que tenía, se planteó viajar por la provincia y visitar todos sus pueblos. Lo curioso es el método que utilizaba para hacerlo gratis:
Leía las esquelas que aparecían en el primcipal periódico regional. Si alguien de la capital era enterrado en algún pueblo que aún no había visitado, se informaba sobre si la funeraria ponía autobús para los allegados, y directamente se montaba en el.
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Sus comentarios con el otro hombre (que por lo visto era la primera vez que le acompañaba), no tenían desperdicio:
- “Como los funerales suelen ser por la tarde, da tiempo a saber si va a hacer buen tiempo.”
- “Además, es el momento ideal para visitar un pueblo, pues tienes la seguridad de que la iglesia está abierta y bien iluminada.”
- “La iglesia es lo primero que hay que visitar, antes de que llegue el cadáver y se llene. Después, entre el funeral y la ida y vuelta al cementerio, se tiene aproximadamente una hora y media para visitar el resto del pueblo”
- “¡La única pega… es que no suelen poner película durante el viaje!”
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¡La paz contigo!

Un entierro accidentado


En mi segundo año de sacerdocio, estando destinado en la sierra (allí viví feliz durante ocho inviernos), el sacerdote con quien compartía un mini-apartamento tuvo que ausentarse unos días, quedándome yo encargado también de sus parroquias.
Una tarde, recibí una llamada de teléfono diciéndome que al día siguiente trasladarían, a una de las poblaciones de las que él se encargaba, un cadáver.
La conversación fue, más o menos, así:
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- Mire, llamamos para avisar que mañana vamos a llevar a **** el cadáver del abuelo.
- De acuerdo. ¿A qué hora quieren que se celebre el funeral? Tendrá que ser pronto porque aquí en la montaña, en invierno, para las cinco ya es de noche.
- No, si no queremos funeral. Sólo que, si es posible, nos gustaría que el cura nos acompañase en el entierro y rezase algo.
- Bueno, vale, pero habrá que esperar a que pasen 24 horas desde el fallecimiento. ¿Cuándo ha fallecido el difunto?
- Hace cincuenta años.
- ¿¿Cómo…??
- Sí. Es que estaba enterrado en el cementerio de …. , que va a ser clausurado, y al abrir la tumba nos hemos encontrado con que el abuelo estaba incorrupto. Así que hemos decidido llevarlo a enterrar al pueblo, que allí tenemos un nicho de la familia. Llegaremos mañana hacia las 11. Le ruego que no diga nada a los vecinos porque lo queremos hacer en la intimidad.
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Como el cementerio estaba bastante alejado y se accedía por un camino muy embarrado, debido a las lluvias, la familia me propuso que les esperase en la ermita, a la salida del pueblo. Llevaba sin parar de llover desde el día anterior y cuando llegó la familia la lluvia era especialmente intensa. Llegaron en un gran todo-terreno de ciudad, pero no les acompañaba ningún coche fúnebre, por lo que deduje que se habían adelantado para recogerme.
Al llegar al cementerio, allí no había nadie. Me quedé de piedra cuando, al detener el vehículo, el conductor dijo al joven que iba sentado detrás: “Hijo, saca al abuelo”.
En medio del chaparrón que estaba cayendo, nos bajamos del coche, y el joven abrió el maletero. Era muy amplio y estaba lleno de bolsas de Alcampo, lo que indicaba que en el trayecto la familia había aprovechado para hacer la compra semanal. Con los baches del camino (un auténtico barrizal), una de las bolsas se había volcado y había naranjas rodando por todo el maletero. Al fondo había una gran bolsa negra, de esas que se usan en los cubos de basura de las comunidades de vecinos. El conductor la señaló, diciendo:
“Es increíble. Está tal como se le enterró. El traje lo tiene impecable y se le mueven hasta las articulaciones, así que hemos podido doblarlo y meterlo en esa bolsa. ¿Quiere verlo?”
A pesar de su insistencia, y poniendo como excusa el diluvio que estaba cayendo, me negué a ver al “abuelo”, así que el joven cargó con la bolsa negra y entramos en el cementerio. Llegamos a una tumba con una gran losa de piedra. El conductor intentó mover la losa, primero con la mano y luego con una piqueta que llevaba en el coche, pero no había manera. Entonces, el joven dejó la bolsa en el barro e intento ayudar a su padre, pero al parecer la losa estaba sujeta con cemento y lo único que consiguieron es que, al hacer palanca con la piqueta, se partiese una esquina.
En el cementerio había una caseta bastante abandonada. Tenía la puerta y las ventanas rotas, y en el centro una mesa de piedra, donde antiguamente se hacían las autopsias. La familia optó por dejar allí al difunto mientras iban a buscar ayuda al ayuntamiento. Por suerte, pude convencerles de que en aquella zona había zorros y otras alimañas y no era aconsejable dejar allí solo el cadáver. Así que el joven, cargando de nuevo con la bolsa a sus espaldas, la volvió a introducir en el maletero, entre las naranjas, y nos dirigimos al pueblo.
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En el ayuntamiento nos recibió el secretario, que, mostrando poco interés en el asunto, nos dijo que el capataz del ayuntamiento se había casado el día anterior y se había ido a vivir fuera, que la familia tenía que haber avisado antes de iniciar el traslado del cadáver y que en ese momento allí no había nadie que pudiera ayudarnos. Ante la insistencia del pobre familiar, que empezaba ya a desesperarse, el secretario no nos dio más solución que el que fuéramos a hablar con el alcalde, dándonos su dirección.
Cuando llegamos a la casa del alcalde, su mujer nos hizo pasar al comedor. Eran ya las dos de la tarde y el matrimonio estaba comiendo. El alcalde, un señor que estaría rozando la jubilación, sin levantarse de la mesa y entre cucharada y cucharada de lentejas, nos explicó que toda la gente estaría ocupada con el ganado y que nadie podría echarnos una mano hasta la caída de la tarde, cuando se encerrasen las vacas.
Salimos de aquella casa más “calientes” de lo que habíamos entrado. Hacía bastante frío, estábamos empapados y seguíamos sin solucionar el problema. Al final, el conductor tomó una decisión:
“Mire, usted márchese a comer a su casa que nosotros nos vamos a …. (un restaurante de la zona). Esta tarde ya veremos lo que hacemos y, si es caso, ya le llamaremos.”
Estuve esperando la llamada de aquella familia toda la tarde.
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Años después, pasé por aquel pueblo y pregunté a los vecinos cómo había acabado todo aquello, pero nadie sabía nada del asunto.
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¡La paz contigo!