El funeral (I)

Uno de los momentos más complicados de mi vida pastoral fue un entierro que tuve que presidir en una parroquia que ni siquiera era de mi diócesis.
El párroco del lugar debía ausentarse un par de días, y como mi parroquia era la más cercana, a pesar de pertenecer a otra provincia, me pidió que me encargase de sustituirle en caso de alguna urgencia.
Como suele ocurrir (preguntad a los curas de vuestra parroquia), apenas se hubo marchado, me avisaron de la muerte de una vecina. El entierro de la señora mayor, que había fallecido en la capital, debía realizarse al día siguiente.
No conocía bien la iglesia ni las costumbres y, gracias a Dios, me presenté con una hora de anticipación. Allí me estaba esperando el sacristán, de unos 40 años, con un grado leve de autismo que le permitió recibirme de la siguiente manera:
“Buenas tardes Don *** (nombre y dos apellidos), que nació el día *** de *** del año *** en ***, vive en *** calle *** número *** , su número de teléfono es el *** y conduce un coche de color *** marca *** con matricula ***.”
(Al parecer, su párroco le había contado toda mi biografía para que él no tuviese dudas de que yo era quien decía ser. Según me contó después el párroco, eso le daba seguridad y evitaba que se pusiese nervioso en situaciones que rompían la rutina, como era el caso de un funeral, y más si no era presidido por el cura de costumbre.)
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Al entrar en el templo parroquial surgió la primera dificultad. Se habían quemado los plomos con un rayo que había caído la noche anterior. Por suerte, se presentó el alcalde del pueblo, que conocía la instalación (bastante antigua), y comenzamos la tarea de reparar todo aquello.
Aún estaba el edificio a oscuras cuando alguien entró en la iglesia diciendo que el coche fúnebre ya había llegado. Faltaban más de quince minutos para la hora señalada para el funeral, y todavía no estaba preparado ni el lugar donde colocar el féretro, así que dije que no entrasen al cadaver todavía en la iglesia, y encargué al sacristán que preparase lo necesario para colocar el ataúd, mientras el alcalde y yo seguíamos en la torre intentando arreglar los plomos.
Cuando por fin tuvimos corriente eléctrica de nuevo, al salir de la torre, contemplé asombrado lo que el sacristán había colocado para depositar el cadáver: ¡¡una antigua mesita de escuela para niños de pre-escolar, de unos 30 por 40 centímetros!!
Por suerte, en la sacristía encontramos algo más adecuado.
Finalmente salimos a recibir al cadáver con apenas unos minutos de retraso, pero nos encontramos con algo que yo desconocía: el coche fúnebre se había marchado y los familiares y vecinos llevaban turnándose cargando con el cadáver desde que me habían avisado. ¡¡CASI VEINTE MINUTOS CON EL FÉRETRO AL HOMBRO!!

El funeral (II)

Entramos en la iglesia y comenzó el funeral, pero tras leerse la primera lectura, los mal reparados plomos volvieron a fundirse, quedándose el templo totalmente a oscuras. El sacristán, espontáneamente, dio una palmada y grito: “¡Ala! ¡Ya se ha ido la luz!”, lo que provocó una carcajada general de toda la asamblea.
El alcalde se dirigió de nuevo a la base de la torre a intentar arreglar la avería, pero la cosa se dilataba. Era ya media tarde, y ese día de invierno estaba especialmente nublado. Si esperábamos más, no tendríamos luego luz para dar sepultura al cadáver, así que opté por seguir la celebración, leyendo el evangelio y predicando a la luz de las dos velas del altar.
Después, para que el altar estuviese suficientemente iluminado durante la consagración, trajeron todas las velas de los altares laterales. Justo cuando estaba todo preparado volvió la luz, y el sacristán comenzó a soplar con alegría, una a una, todas las velas como si fuese una gran tarta de cumpleaños, lo que produjo el consiguiente murmullo de comentarios en la asamblea.
Con todo aquello, el sacristán había ido poniéndose cada vez un poco más nervioso y a esas alturas de la celebración empezó a tirarme de la manga y a decirme una y otra vez: “Luego hago yo el responso, que usted no sabe lo que se hace aquí.”
Efectivamente, en cuanto acabó la celebración de la eucaristía e iba a iniciar el responso, él me dio un empujón que me sacó del altar, y colocándose en el centro comenzó a recitar una serie de oraciones en favor de la difunta y de letanías invocando a todos los santos posibles. Nuevamente brotó el continuo murmullo de comentarios en la asamblea.
Opté por no empeorar las cosas y dejarle acabar sus letanías, que se prolongaron durante varios minutos.

El funeral (III)

Cuando el sacristán me hizo un gesto significativo de que ya había acabado sus oraciones, hice señas a la familia para que cargasen con el ataúd para iniciar el camino hacia el cementerio, pero en ese momento a una mujer de la primera fila, de entre 55 y 60 años, le dio un ataque de histeria y levantándose del banco se agarró fuertemente al féretro mientras no dejaba de gritar “¡¡ MADRE, ¿POR QUÉ TE HAS IDO? !!”
Familiares y amigos intentaban que soltase el ataúd, pero ella cada vez se agarraba con más fuerza. Esta situación se prolongó más de 10 minutos, hasta que con gran esfuerzo entre varios consiguieron soltar a la mujer, lo que aprovecharon algunos hombres para sacar el féretro de la iglesia.
No se si era la costumbre en ese pueblo o si los que portaban el cadáver tenían miedo de que la hija de la fallecida volviera a hacer otra escena, el caso es que los hombres que cargaban con el ataúd tomaron el camino del cementerio (que estaba a bastante distancia del pueblo) a gran velocidad, hasta el punto de que el resto de la comitiva, conmigo a la cabeza, casi los perdimos de vista a pesar de ir también nosotros a buen paso.
Para cuando llegamos los primeros al cementerio, a los que portaban la caja ya les había dado tiempo de depositarla junto al nicho que le correspondía: era el más bajo, a ras de suelo.
Con ligereza realicé las oraciones oportunas e hice una señal para indicar que ya podían introducir el ataúd en el nicho. Así lo hicieron, pero cuando se disponían a cerrar el nicho, un hombre, manifiestamente emocionado, se metió rápidamente dentro del nicho y se agarró a la caja gritando: ¡MADRE, QUE NOS HAS DEJADO!
En ese momento decidí que lo que mejor podía hacer ya era marcharme. Abandoné el cementerio mientras varios hombres tiraban de las piernas del hijo de la difunta, intentando sacarlo del nicho, mientras él se aferraba con fuerza a la caja.
En el camino de vuelta del cementerio me fui cruzando con un rosario de señoras que, no pudiendo seguir el ritmo de los portadores del ataúd, aún marchaban en dirección al cementerio.
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De vez en cuando, cuando recuerdo los hechos, suelo rezar por aquella señora, a la que no conocí en vida, y por su desconsolada familia.
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¡La paz contigo!