¡Que se "chinchen" los chismosos!

La falta de tiempo para escribir me da la oportunidad de compartir con todos la siguiente carta que me ha llegado por correo electrónico (lo he consultado con la autora y no tiene inconveniente en que la dé a conocer en el blog, omitiendo su nombre):
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Vivo en una ciudad pequeña. Mi madre falleció hace ocho años de forma repentina y hace poco me encontré casualmente con una amiga suya “de juventud”. ¡Rondará los ochenta y tantos años!
Me abordó en plena calle, sin salida posible, y después de contarme sus diversos achaques de toda índole, me pregunto:
- ¿QUÉ TAL TU MADRE?
Sorprendida, pero acordándome de lo sensible que era y de su problema cardíaco, le respondí:
- ¡Divinamente! (En el sentido literal, pues nunca he dudado de que mi madre estuviera en los brazos del Padre)
La señora, de esas que no te dejan meter baza (y eso que, con lo que yo hablo, es difícil), siguió con el escrutinio:
- ¿Pero vive aquí?
- No, está de vacaciones. - le respondí, mientras pensaba cómo decirle lo de su fallecimiento.
Ella, a su bola, continuó:
- Claro. Se habrá comprado un apartamentito en un sitio precioso.
Le dije que se lo habían regalado. (Él nos regala un sitio a su vera, si queremos. Estoy segura.)
- ¡Pues hija, qué suerte! - me respondió.
Seguido, me aconsejó que hablara todos los días con ella y que la visitara siempre que me fuera posible. Le conteste que lo primero ya lo hacía (todas las mañanas, cuando rezo), y que lo segundo no dependía de mí, pero que seguro que cualquier día ¡me iba a pasar una Eternidad con ella!
La señora siguió diciéndome que le gustaría volver a encontrarse con mi madre y recordar todos los buenos momentos juntas.
- ¿Te preguntarás por qué estoy siendo tan cotilla? - exclamó de repente, cuando yo ya estaba dispuesta a confesarle la muerte de mi madre. -
¡Tengo que decírtelo! Es que la gente, que es muy mala, tiene una maralerele… Me han rumoreado que... ¡había fallecido!
Acto seguido, sin darme tiempo ni a abrir la boca, me dio dos sonoros besos y, sonriendo, me dijo:
- ¡Me has alegrado el día! ¡Que se chinchen los chismosos!
Y se fue. Yo me quedé allí, sonriendo también.
Querido tío cura, le escribo esto porque hoy me han dicho que esa señora ha fallecido. Espero que haya comenzado a gustar la verdadera felicidad y los rumores celestiales, si es que los hay. Lo que es seguro es que ahora estarán disfrutando mi madre y ella juntas.
¿Se acordará de rezar por ambas?

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Yo, por supuesto, lo he hecho. Espero que si has disfrutado con la carta, también las tendrás presentes en tu oración.
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¡La paz contigo!

Ruidos en la casa (I)

Es curioso cómo muchas veces, consciente o inconscientemente, “jugamos con fuego”.
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Recuerdo a una señora que en cierta ocasión se acercó para hacerme una consulta. Persona de estudios, casada y con dos hijos, de profesión liberal, rondaría los 45 años. Aunque no solía frecuentar la iglesia, su relación con “el cura” (en ese caso, yo) solía ser cordial: cada vez que nos encontrábamos nos saludábamos y, si no andábamos con excesiva prisa, solíamos mantener una breve conversación.
Con todo, me resultó extraño el día que, cruzándonos a lo lejos en la calle, me hizo una seña y vino directamente a hablar conmigo. Aunque se sentía violenta, fue directamente al grano:
- Perdone. ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Sí, claro. ¿Qué desea?
- ¿Usted… tiene permiso para hacer exorcismos?
La verdad es que eso era lo último que esperaba escuchar de aquella señora, así que le pregunté si tenía algún problema y si deseaba que fuéramos a hablar del asunto al despacho parroquial. Ella prefirió, si disponía de tiempo, que le acompañase al establecimiento en el que estaba empleada, pues a primera hora de la tarde trabajaba ella sola y no solía haber mucha clientela. (Me temo que ante lo delicado del tema, se sentía más cómoda hablándolo “en su terreno”.)
Allí la señora me contó que en su casa, desde hacía tiempo, estaba toda la familia muy inquieta por los ruidos que se escuchaban y porque sentían la presencia de “algo” o “alguien”. Lo que en principio habían sido hechos aislados, se repetían cada vez con más frecuencia y estaban acabando por alterar la vida cotidiana de aquella familia.
Respondiendo a algunas preguntas por mi parte, me contó que llevaban poco más de tres años viviendo en aquella casa. Estaban allí de alquiler, no conocían a los anteriores inquilinos y tampoco se habían atrevido a hablar del asunto con el propietario. Los ruidos y “presencias” habían comenzado unos tres meses antes, pero aquello se repetía cada vez con más frecuencia.
Le comenté que eso de los exorcismos era una medida extrema, pero lo que sí podía hacer sin ningún problema es acercarme a bendecir su casa, en caso de que no tuviesen constancia de que había sido bendecida antes.
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El hecho de la bendición de objetos y edificios es una práctica común en la Iglesia Católica. Es frecuente que los sacerdotes seamos solicitados para bendecir rosarios o medallas, el coche, la nueva casa o un negocio que se inaugura. Es un modo de dar gracias a Dios por los dones recibidos y de pedirle que a través de su uso sintamos su cercanía y los empleemos de una forma responsable y cristiana.
En estos casos, el sacerdote (o el diácono), tras la oportuna oración de bendición, hace sobre el objeto la señal de la cruz con su mano derecha y lo rocía con agua bendita. En el caso de una vivienda, tras una oración general, se va visitando y rociando con agua bendita cada una de las habitaciones (en alguna de ellas, en razón de su uso, puede también hacerse algún tipo de oración específica).

Ruidos en la casa (II)

Unos días después, a la hora acordada, me presenté en aquella casa. Se trataba de un pequeño edificio construído ha principios del siglo XX, de dos alturas, a apenas 30 metros de la iglesia, en una plaza en la que antiguamente se encontraba el primer cementerio de la población (por supuesto, de este dato no hice ni mención a aquella familia).
Allí me esperaban la señora y su hijo pequeño, de 15 años. Su esposo y el hijo mayor, de 19 años, estaban “trabajando”. (Seamos realistas: sentir cosas raras en tu propia casa ya es de por si difícil de asimilar, pero reconocerlo ante un extraño, y encima si es un cura, cuando se lleva por el pueblo la medalla de “no practicante”…)
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Me invitaron a pasar al saloncito-comedor y allí hicimos las oraciones propias de la bendición de la casa. Después, los tres fuimos visitando las habitaciones una por una, rociándolas con agua bendita.
En la planta baja se encontraban, además del saloncito, la cocina, el aseo y una gran despensa-trastero.
Por unas escaleras bastante empinadas (debieron hacerlas así para aprovechar el mayor espacio posible) se accedía al primer piso, donde un pequeño pasillo servía para distribuir los tres espaciosos dormitorios: en los extremos del pasillo, el del hijo mayor y el del matrimonio, y, en medio, el del hijo pequeño.
Una vez arriba, me pasaron en primer lugar a la habitación del matrimonio. Allí, la señora empezó a contarme sus inquietudes, mientras el muchacho, sin abrir la boca, continuamente asentía con la cabeza:
- «Solemos dormir con la puerta entreabierta y en más de una ocasión hemos oído como si uno de los hijos entraba en la habitación y se quedaba a los pies de la cama, pero cuando le hemos preguntado: “¿Te pasa algo?”; y hemos encendido la luz, no había nadie. Mi marido o yo nos hemos acercado a las habitaciones de los hijos, pero estaban dormidos.»
Al mirar al suelo me di cuenta de por qué decían que les habían oído entrar en la habitación: además de la escalera, en todo el primer piso se conservaba el suelo original de madera. Era difícil moverse por allí sin ser escuchado.
La mujer prosiguió:
- «En un principio pensábamos que serían imaginaciones, pero la situación se ha repetido en más ocasiones y con nosotros más alerta. Tanto mi marido como yo, hemos podido escuchar no sólo los pasos, sino incluso la respiración “del que entra”. Pero al encender la luz no hay nadie.
Preguntando a los hijos si se habían levantado por la noche o habían oído algo, finalmente el mayor nos confesó que él llevaba sintiendo eso bastante tiempo, pero que no había comentado nada por vergüenza.
Como estos hechos se repiten cada vez con más frecuencia, el mayor, ya muy asustado, a acabado por irse a dormir a la habitación del su hermano pequeño. Hace casi un mes que comparten habitación.»
En efecto, al pasar a la habitación del hijo menor pude observar que había dos camas y que ambas estaban siendo ocupadas, por los despertadores y otros objetos que había en las mesillas.

Ruidos en la casa (III)

Lo que no me esperaba es lo que pude ver en la habitación del hijo mayor, la última en visitar y en bendecir: estaba llena, casi empapelada, de recortes y pósteres de grupos de heavy metal, con continuas simbologías anticristianas, como la portada del grupo Dio en el que un diablo lanza a un sacerdote encadenado a un lago, o la del grupo Venom con la estrella de cinco puntas invertida y una cabeza de macho cabrio en el centro (pueden imaginarse el resto: cruces invertidas y otras simbologías típicas satánicas). La pared principal la presidía una enorme bandera extendida (como las que suelen adornar la parte de atrás de las cabinas de los grandes camiones) con un diablo saliendo de entre las llamas, y junto a ella, un dibujo de Adolfo Hitler hecho a lapicero (realizado supuestamente por el propio joven). Estaba claro que algo no funcionaba en aquella o aquellas cabezas.
Propuse a la madre que, si lo creía oportuno, deberíamos retirar todo aquello. Ella me preguntó medio embobada (como si fuera la primera vez que entraba allí) si pensaba que “esas cosas” podían ser perjudiciales para su hijo. Mi respuesta fue sincera: “¡Mire, señora!, de lo que SÍ estoy seguro es de que convivir con esto todos los días no ayuda a su hijo ni psicológica ni espiritualmente. ¿Está segura de que el muchacho está mentalmente equilibrado?”
La mujer se me echó a llorar y me dijo que esas ideas de su hijo eran recientes, que habían comenzado a raíz de los ruidos, y que precisamente él prefería irse a dormir a la habitación de su hermano, donde no había nada de eso, porque allí decía que “podía descansar”.
Insistí en que lo mejor que podían hacer era retirar todo aquello de las paredes, aunque “como el muchacho era mayor de edad”, la madre creyó que “sería mejor consultarle”. Ante mi insistencia, finalmente acabó prometiéndome que su marido y ella hablarían con el joven y harían lo posible para que se deshiciese de todo.
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Una semana más tarde volví a encontrarme con aquella señora. Sonriendo me dijo que todos en su casa estaban mucho más tranquilos. Su hijo había quitado todas aquellas fotografías y dibujos y, ayudado por su padre y su hermano, las habían quemado. Ahora volvía a dormir solo en su habitación.
Me alegré de lo que me contaba. Como ella no sacó el tema de los “los ruidos”, por prudencia, tampoco yo le pregunté.
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Apenas tres meses después, toda la familia se trasladó a vivir a otra ciudad por cambio de trabajo del marido y del hijo. Aquella señora siguió viniendo a trabajar un tiempo hasta que encontró también un puesto de trabajo en el lugar donde residían. No he vuelto a tener noticias suyas.
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¡La paz contigo!