Cosas de la edad

Recientemente he estado con un sacerdote que, hablando de la participación de los laicos en la liturgia, me contaba la siguiente anécdota:

Cuando, casi recién ordenado, fue destinado a unas pequeñas aldeas de la montaña, todo su interés era que sus feligreses participasen en la liturgia, a pesar de la pobreza, humanamente hablando, que había en aquellas comunidades (muy pocos en número y todos muy mayores).
Cada domingo, los vecinos le esperaban en la puerta de la iglesia y así tenían tiempo para conversar un poco antes de iniciar la misa. Él no dejaba de animar a la gente a que leyesen alguna lectura, pero la respuesta siempre era la misma: "Es que no hemos traído las gafas".

Cierto día, al llegar el cura al pueblo, vio que una de las mujeres, con las gafas puestas, estaba leyendo un aviso en el tablón del ayuntamiento (junto a la iglesia). El joven sacerdote no quiso perder la oportunidad y, dirigiéndose directamente a aquella mujer, le dijo:
- "Ya veo que hoy ha traído las gafas, así que no tiene excusa. Venga. Anímese y lea una de las lecturas."
La mujer mayor, avergonzada, le dijo como pudo:
- "Lo siento, pero hoy me he dejado en casa los dientes."

¡La paz contigo!

Comentario litúrgico

Durante todo este año, viendo que el trabajo en la parroquia me absorbía en exceso, me propuse no desatender del todo este blog e incorporar al mes como mínimo dos entradas nuevas, pero cada vez me es más difícil sacar tiempo para ello.
Para colmo, el responsable de la publicación semanal de mi diócesis accedió hace unos meses a este "blog del tío cura" y supo que era yo quien lo editaba. Consecuencia: entre palabras zalameras como "me gusta como escribes", "vales para esto", "hay que reconocer los talentos que recibimos"..., ha acabado encargándome (espero que por poco tiempo) el comentario litúrgico a las lecturas del domingo del semanario diocesano.
Por decisión propia, a la hora de aceptar esa responsabilidad, le indiqué expresamente que daba plena libertad a la dirección de la publicación para que recortasen, modificasen o incluso sustituyesen mis comentarios por otros más acertados, si lo creían oportuno. Y para que se viesen más libres para actuar así, solicité que no apareciese mi nombre en esa sección del semanario.
En principio, nadie en mi parroquia tendría por qué saber que soy yo quien hace los comentarios litúrgicos en la hojita diocesana. He incluso trato de tomarme el esfuerzo de que las homilías, sin prescindir de las ideas fundamentales, vayan por otra línea de la seguida en el comentario publicado (como haría si el autor fuera otro).
Digo todo esto por algo que me ha ocurrido recientemente:

He pasado por una gripe que, por culpa de no guardar reposo, se ha prolongado durante más de dos semanas. Y no sé si ha sido peor el remedio que la enfermedad. Por experiencia propia puedo decir que tomarse dos cajas enteras de antibióticos te deja "hecho un trapo", con una gran debilidad y varios kilos de menos.
Como resultado de una cosa y otra, aquel domingo me encontraba francamente mal ya desde la primera misa de la mañana (la de los más madrugadores). Después, la misa familiar, llena de niños con ganas de cantar y dar palmas, acabó con las pocas fuerzas que me quedaban. De manera que para cuando comenzó la misa mayor, bastante hacía con mantenerme en pie y ser consciente de lo que estaba celebrando.
Supongo que en la predicación hice hincapié en las ideas fundamentales, sin cuidar mucho el modo de presentarlas. Lo digo porque al acabar la misa, una de las chicas del coro me dijo con sinceridad:
- "Tiene que estar usted muy malo hoy para no haberse preparado la homilía, porque ya hemos visto que la ha copiado totalmente del comentario del semanario diocesano."

Debía haber supuesto que antes o después acabaría pasando.
¡Lo que hay que aguantar!

¡La paz contigo!

Todos hemos tenido algún despiste en la vida

Más de una vez lo he reconocido en este blog: soy bastante despistado. Y no se trata de una opinión personal y subjetiva, sino de una evidencia constatada y pública. Pero, en el fondo, tener unos "impresionantes despistes" de vez en cuando es bueno y sano: por una parte, se trata de una medicina eficacísima contra el orgullo, y por otra, esas "situaciones incómodas no buscadas" son un certero test que detecta si siguen en su sitio el imprescindible sentido del humor y la capacidad para reírse de uno mismo.

En cierta ocasión, un sacerdote algo más mayor que yo (de los que a veces me echan en cara que mis despistes no son sino prueba del poco interés que pongo en algunas cosas), me hizo a solas una confidencia: él también había tenido un despiste "de los gordos".
Hacía ya unos años, recibió el aviso de que un tío suyo que vivía en Galicia había fallecido. Como le tenía gran afecto, comunicó a la familia que, a pesar de la distancia, haría lo posible por llegar al funeral al día siguiente.
Así, aquel día se levantó muy de madrugada y puso rumbo con su coche hacia aquella aldea de montaña. Tenía por delante casi 700 kilómetros, pero había estudiado bien la ruta y creía que podía llegar incluso una hora antes de que comenzase el funeral.
A pesar de no haber realizado nunca aquel trayecto, el sacerdote recorrió el camino cumpliendo con precisión el horario previsto, hasta que llegó a las cercanías de la aldea donde tendría lugar el funeral.
Aquellos que conocen el interior de Galicia y lo han recorrido por carreteras secundarias, saben lo dispersos que están algunos núcleos habitados dentro de la misma parroquia. Un poco desorientado, el sacerdote tuvo que dar varias vueltas antes de encontrar la iglesia que buscaba.
Cuando la divisó, se dio cuenta de que llegaba justo a tiempo. El coche fúnebre ya había llegado y el párroco del lugar estaba realizando las oraciones de acogida del cadáver antes de entrarlo en la iglesia.
Él, presuroso, aparcó el coche, cogió el maletín con el alba y la estola y, sin pararse a saludar a nadie, entró directamente en la sacristía, se revistió y salió al presbiterio en el mismo momento en que el párroco entraba en la iglesia seguido por los que portaban el ataúd. Saludó con un gesto al sorprendido cura de lugar y se colocó junto a él en el altar.
Satisfecho por haber llegado a tiempo al funeral de su tío, debió quedarse pálido cuando escuchó la voz del párroco decir en el rito inicial del encendido del cirio: "Junto al cuerpo de nuestra hermana María...".
En efecto, ¡se había confundido de iglesia y de funeral! Con las prisas, no se había percatado de que no estaba presente ninguno de sus familiares.
La situación era bastante incómoda, no sólo porque todo el mundo le miraba sin comprender quién era aquel cura y de qué conocía a la difunta, sino, sobre todo, porque parecía inadecuado marcharse de aquel funeral para llegar al de su tío. Así, permaneció en la iglesia hasta que finalizó la celebración, e inmediatamente, totalmente avergonzado, se subió al coche y tomó el camino de regreso a casa (¡Otros 700 kilómetros!), parando a mitad de camino para llamar a sus parientes y decirles escuetamente que "le habían surgido complicaciones y que, muy a pesar suyo, no había podido asistir al funeral del tío". Todos lo entendieron, dada la gran distancia que había.

Curiosamente, cuando mi amigo sacerdote me contaba esto, lo hacía, después de tantos años ya pasados, con un tono que reflejaba cierta humillación, y tardó un poco en dejarse contagiar por mis irrefrenables y escandalosas carcajadas.

Me reafirmo en lo dicho: que bueno es tener alguno de esos despistes de vez en cuando... y ser capaz de aceptarlos con sentido del humor y riéndose de uno mismo.

¡La paz contigo!

En nombre del amor de Dios

Creo que siempre he sido consciente de la necesidad que tenemos los curas de los seglares, y no me refiero sólo a los múltiples trabajos que realizan en los diferentes ámbitos de la vida parroquial. Los curas necesitamos de los seglares, sobre todo, su oración, su vida testimonial, sus palabras de apoyo, sus críticas, su visión creyente (y a la vez, más próxima) de los problemas del día a día de la vida. Necesitamos esas palabras desde la fe que nos ayudan a clarificar nuestra misión.

En cierta ocasión, mientras regresaba a casa después de la última Misa de la tarde, me crucé por la calle con una mujer mayor bastante nerviosa. Al verme, se acercó a mí y, con lagrimas en los ojos, me dijo:
- "Por favor, ayúdeme, que mi nieto se ha vuelto loco. No deja de discutir con sus padres a gritos y de romper cosas. Creo que va a acabar haciendo una locura. Sus padres ya no pueden más y han llamado a la policía. Se han presentado en casa, pero dicen que no pueden llevarse detenido al muchacho porque esa es su casa y todavía no ha habido sangre. Cuando se han ido los policías, hace como una hora, el chaval parecía más calmado, pero ahora está todavía más fuera de sí. Ha amenazado a sus padres y es capaz de hacer cualquier barbaridad."

Yo ya conocía el caso:
Aquel joven, tras años en la universidad, había vuelto a casa sin acabar los estudios (por no decir: "Sin apenas haberlos empezado"). Desde su regreso, su comportamiento era cada vez más anormal: sólo mostraba interes a la hora de salir por las noches con su novia y los amigos, se levantaba de la cama a la hora de comer, despreciaba toda clase de trabajos, tenía ataques cada vez más violentos de ira si se le llevaba la contraria... Todo parecía indicar que en aquel joven había un desequilibrio mental, o se trataba de un problema de drogas... o las dos cosas a la vez. Los padres habían conseguido llevarlo al psicólogo, pero éste había dictaminado que estaba perfectamente.

Considerando que en aquella situación de conflicto familiar yo tenía poco que aportar, traté de calmar a la desconsolada mujer (que temía sobre todo por su hija y su yerno, pues no estaba segura de hasta dónde podía llegar su nieto en aquellos arrebatos de pura violencia), y delante de ella telefoneé al juez de paz de la población para que se presentase en aquella casa y, si lo creía conveniente, llamase nuevamente a la policía.
- De acuerdo, -dijo la mujer- pero vaya usted también a la casa y hable con ellos.
Intenté excusarme, tratando de hacer ver a aquella señora que si su nieto no había escuchado a sus padres ni a la policía (y dudaba que escuchase al juez de paz), mucho menos me iba a escuchar a mí.
- Sí. -Respondió ella.- En esa casa ya han ido a hablar en nombre de la razón, de la ley, de la justicia... Pero hace falta que alguien vaya a hablar en nombre del amor de Dios. Y esa es su labor.
Me quedé cortado. Realmente aquella mujer me había recordado "mi labor" como cura.
Teniendo claro, entonces sí, lo que debía hacer, me dirigí a aquella casa para llevar una palabra "en nombre del amor de Dios".

Como he dicho al principio: los seglares necesitan de la labor del cura, pero... ¡Cuánto necesitamos también los curas del testimonio y de las palabras iluminadoras de los seglares!

¡La paz contigo!

Josué

El pasado mes celebrábamos el funeral de Josué, un niño de unos 30 años.
Nació con una parálisis cerebral muy severa que le impidió tanto la movilidad física como el desarrollo mental.

Con ocasión de una visita de Juan Pablo II a España, los abuelos de Josué consiguieron llegar con él hasta la primera fila del lugar por donde el papa saludaba a la gente, y mostrándole a su nieto le hicieron una pregunta que les salía del corazón:
- Santo Padre, ¿por qué Dios ha permitido esto?
El papa se paró ante aquella familia angustiada y, también desde lo más hondo, les respondió con unas palabras proféticas (de esas que sólo brotan de los hombres muy próximos a Dios):
- Si alguna vez yo voy al cielo, será de la mano de este niño.

Pues bien, ¡Josué ya está en el cielo!

¡La paz contigo!

Es difícil ser obispo

Dice un refrán español: "Nada hay que una más a los curas que el hablar mal del obispo".
No es esa mi experiencia, pero debo reconocer que los obispos, en general, no tienen buena fama (especialmente entre los alejados de la Iglesia).

Hace unos meses, una persona que llegó casualmente a este blog, me escribió bastante desencantada "con la vida distanciada de la realidad en la que viven los obispos". Le respondí haciéndole partícipe de una experiencia personal que, en principio no tenía intención de incluir aquí. Pero he vuelto a recibir otros e-mail insistiendo duramente (creo que más por ser una idea difundida socialmente que por una mala experiencia personal) en el carácter distante y "sin los pies en el suelo" de la jerarquía.
Ante esto, sólo puedo responder con aquello que he vivido:

Siendo yo todavía seminarista, aprovechaba los fines de semana que tenía libres (no eran muchos) para, junto con otro compañero, colaborar como voluntario en un comedor para excluidos sociales, indigentes y transeuntes. Humanamente la experiencia era gratificante (ayudar a los más necesitados), pero no era fácil, pues más de una vez nos vimos injuriados por ellos, o hasta con un cuchillo en el cuello (los más pobres carecen de todo, incluida la educación en cuanto a higiene o normas de convivencia, y su situación desesperada les lleva a veces, de forma irracional, a perder la paciencia violentamente con las personas menos culpables de su situación o incluso con aquellas que tratan de ayudarles).

Una vez ordenado sacerdote, mi primer destino fue una parroquia en el extrarradio de la capital. Allí me reencontré, como feligreses, como una buena parte de aquellos necesitados a los que servía la comida.
Me llevé una gran sorpresa cuando, en vísperas de las fiestas de Navidad, me llamó el obispo para decirme que el día de Año Nuevo vendría a presidir él la Misa mayor en aquella parroquia. Mi sorpresa fue aún mayor cuando, aquel día de Año Nuevo, el obispo llegó y saludó cariñosamente a TODOS, especialmente a los más deteriorados (física, social y moralmente), llamando a muchos de ellos por su nombre. ¡Los conocía, estaba al tanto de sus problemas desde hacía tiempo, y para todos era ya una tradición comenzar el nuevo año celebrándolo "con su obispo"!
Por supuesto, el obispo no hacía publicidad de aquel hecho, a pesar de que si se hubiese sabido, tal vez no hubiera tenido esa fama que le acompañaba de hablar mucho desde la teoría de los estudios (era especialista en Biblia) y poco desde la experiencia del mundo.

¡Que bueno sería que todos, incluidos los curas, criticáramos menos a nuestros obispos y rezáramos más por ellos!

¡La paz contigo!

Apostando por el futuro

Recientemente he asistido a un homenaje a un deportista "de élite" español. En el momento en que él agradecía a sus padres todo lo que de ellos había recibido y todo el apoyo que le habían dado, me he emocionado por los recuerdos.

Vino a mi memoria el momento en que mi compañera de pupitre en clase (no recuerdo si ella había cumplido ya los 18 años), me dijo en tono confidencial: "¿Sabes? Estoy embarazada." E inmediatamente, con una sonrisa, como consciente de que había tomado la decisión correcta, añadió: "Y mi novio y yo hemos decidido tener el niño." (En aquel tiempo, las leyes no permitían el aborto, pero siempre había medios para "resolver el problema".)
No tuvo que ser fácil, ni para ella ni para él, y sin duda no lo habrían conseguido sin el apoyo de sus respectivas familias, pero entre ilusiones y temores sacaron adelante aquella nueva vida, y actualmente toda España aplaude con orgullo los éxitos de aquel niño, hoy hecho un hombre.

De haber ocurrido en la actualidad, mucho me temo que los valores y criterios con los que son bombardeados los jóvenes hoy día (tanto desde los medios de comunicación como desde las nuevas orientaciones educativas) y la presión social (tan fuerte o más que hace 25 años, pero en sentido contrario), habrían impedido que la vida de ese niño se hubiera desarrollado.

¡La paz contigo!

"Profesionales"

La crisis económica está provocando que mucha gente tenga que apoyarse en los demás para "tirar adelante". No son pocos los que se ven obligados a acercarse a la Iglesia para solicitar una ayuda.
El problema es que, junto con aquellos realmente necesitados, las parroquias están siendo visitadas, cada vez con más frecuencia, por gente que, aprovechando lo sensibilizada que está la sociedad con esta crisis, se han convertido en "profesionales de la mendicidad".

Ante todo, debo explicar que, dado el alto índice de inmigración en el pueblo, ya desde hace años funciona en la parroquia, a través del grupo de Caritas, un servicio de ropero y recogida de objetos de segunda mano (además de ropas, muebles, papel y cartón, juguetes...). También, cuando alguien quita la cocina de butano para poner gas-ciudad o vitro-cerámica, los vecinos están bastante concienciados y llevan a la parroquia sus bombonas (llenas o vacías) por si alguien puede utilizarlas. Lo cierto es que, especialmente en invierno, las bombonas de butano apenas permanecen en nuestras manos un par de días, antes de que tengamos conocimiento de alguna familia sin recursos que la puedan necesitar. Por ello, en lugar de llevarlas al almacén, simplemente se guardan en el descansillo de la escalera, entre el primer piso y el alto (para que tampoco estén a la vista de todo el que se acerca al despacho o a los salones parroquiales).

La semana pasada, estando por la tarde trabajando en el despacho (en el primer piso del edificio parroquial), oí en la escalera el ruido característico que provoca una bombona de butano al rozarse contra el suelo. Supuse que sería la encargada de Caritas y, como tenía que hablar con ella, salí rápido hacia la escalera llamándole en voz alta.
Cual fue mi sorpresa cuando, en el rellano entre el primer piso y la planta baja, me encontre una bombona de butano, y medio asomada en la puerta de la calle, una mujer de raza gitana con dos niños arapientos, que rápidamente entró y me pidió que le diese "una ayudita".
Me dirigí enfadado a la mujer, que no era del pueblo, y directamente le pregunté qué hacía esa bombona de butano en mitad de la escalera. Ella, con cara de indignación, me dijo que no sabía nada porque acababa de llegar.
Uno de los niños, de unos 7 años, empezó entonces a sacudir a su madre el delantal que llevaba, tratando de limpiarle las inconfundibles manchas de color naranja que te quedan cuando te rozas con una bombona de butano. Así se lo indiqué a la mujer, pero ella comenzó a dar gritos tratando de negar lo evidente, diciendo que aquello eran manchas de los "ganchitos" del niño (palitos de maíz con queso, también de color naranja), y volvió a insistir en que "le diese algo".
La otra niña, un poco más mayor, seguía en la puerta, mirando hacia la calle con atención. Su actitud hizo que me asomase yo también por la puerta, y vi a un hombre que, desde una furgoneta en marcha, les estaba haciendo señas con el brazo para que volviesen sin perder tiempo. Lo curioso es que la furgoneta era totalmente nueva (no llevaría en circulación ni una semana, pues le brillaban hasta los tapacubos y las ruedas sin estrenar). Aquel vehículo no encajaba con el aspecto desaliñado y los vestidos rotos de los niños.
Ya empezando a perder la paciencia, le dije a la mujer: "¿Por qué no hace caso a su marido y se marcha de una vez?".
Ella, viendo que no tenía nada que hacer allí, dijo con tono descarado: "Vamos, que ni me va a dar nada ni puedo llevarme la bombona, ¿no?". Y se marchó con toda la desfachatez del mundo, riéndose ella y los niños.

Ciertamente, cuánto influyen estos "profesionales de la mendicidad" en que después miremos a los auténticos necesitados con recelo.

¡La paz contigo!

Mi entrada en el seminario (I)

Una de las preguntas más comunes que me hacéis a través del e-mail (perdonadme si no os respondo con la suficiente premura), es cómo descubrí mi vocación y cómo fue mi entrada al seminario.
Ante todo, que quede claro que mi experiencia no es la típica de un seminarista (creo que ninguna lo es), y que esta entrada no pretende ser divertida sino sincera.

En mi caso, aquel año 1985 (¡¡¡Hace casi 25 años!!!) tenía recién finalizados los estudios de Magisterio y estaba preparando oposiciones en Madrid.
A mis 22 años, era consciente de mis muchas contradicciones personales, pero creo que tenía las ideas bastante claras en lo que a mi vinculación a la Iglesia se refiere:
- Gracias a la Iglesia, y a personas concretas que habían actuado en su nombre, había recibido el don de la fe (la gran noticia de que Dios era un Padre bueno que me amaba y, en ese amor, me había permitido encontrarme con Jesucristo y recibir la fuerza de su Espíritu).
- La Iglesia me seguía ofreciendo la posibilidad de experimentar la cercanía del amor de Dios a través de los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía y el de la Reconciliación. (¿Todavía queda alguien que lo siga empobreciendo llamándolo simplemente "Confesión"?)
- En la Iglesia me había iniciado en el conocimiento de la Escritura y en la vida de oración (por aquel tiempo, ya solía comenzar el día rezando laudes).
-En todos los lugares donde había vivido (y eran bastantes), había tenido la oportunidad de integrarme en pequeñas comunidades cristianas, formadas por personas concretas con quienes compartir un proceso de maduración en la fe. De este modo, poco a poco, había ido creciendo una fuerte experiencia de comunión, con ellos en particular y con toda la Iglesia en general.
Sentía la necesidad gozosa de poder devolver a la Iglesia, al menos, una parte de lo mucho que ella me había entregado a mí, y no descartaba la posibilidad, en un futuro no muy lejano, de vivir por un tiempo limitado una experiencia como misionero seglar en algún lugar del mundo.
Debo reconocer que, en más de una ocasión, alguien me había preguntado si nunca me había planteado la posibilidad de ser sacerdote. Se ve que, en un principio, parecía tener el perfil idóneo: joven, inteligente, con estudios, ¡sin novia!, próximo a la parroquia, que frecuenta los sacramentos y la oración... Después, según me iban conociendo, venían los "contras": demasiado juerguista, demasiado crítico, demasiado anárquico, demasiado...
Mi respuesta ante la opción de ser sacerdote siempre era: "¿Yo? ¿Por qué? ¡No!"
.
Recuerdo que aquel día, 12 de Octubre, se celebraba la fiesta de la Virgen del Pilar. A la caída de la tarde, me recogí en mi habitación para rezar vísperas antes de cenar y salir con los amigos. En aquella ocasión, sin motivo aparente, fui yo mismo quien me pregunté por mi posible vocación para el sacerdocio, y esa vez mi planteamiento fue un poco diferente: sustituí el "¿Yo? ¿Por qué? ¡No!", por un simple "¿Yo, por qué no?".
Tras un buen rato tratando de responder desde la sinceridad personal a esa pregunta, no encontré ningun argumento realmente convincente. Ciertamente, yo no veía nada que, de forma absoluta, me impidiese servir a Dios y a la Iglesia a través del ministerio sacerdotal.
Como uno puede estar engañado, creí oportuno no dar muchas más vueltas al asunto y esperar hasta el puente de "Todos los Santos" (tenía intención de aprovechar esos días para ir a ver a la familia) para comentar aquello con el párroco de mi pueblo.

La cosa fue rápida. (De hecho, no conozco trayectoria más rápida.)
El jueves, 31 de Octubre, ya anocheciendo, llegaba en tren a mi pueblo, y curiosamente me encontré, sin esperarlo, con el párroco. No perdí tiempo y le comenté el tema.
El viernes, 1 de Noviembre, día de "Todos los Santos", al finalizar la misa, él me llamó para decirme que el obispo me esperaba al día siguiente para hablar conmigo.
Aquel sábado, 2 de Noviembre, por la mañana, la conversación con el obispo fue realmente breve. Ya me conocía de algunos encuentros en los que habíamos participado y, tras preguntarme por mis padres, fue directo al asunto:
- Así que te estás planteando entrar en el seminario.
- Bueno... Estoy dándole vueltas a esa posibilidad.
- ¿Qué haces ahora?
- Preparo oposiciones para Magisterio en Madrid.
- ¿Que serán en...?
- Están convocadas para junio.
- ¿Y si las sacas?
- Creo que tengo que dar clases durante tres años antes de poder pedir una excedencia.
- ¿Y si entrases al seminario, preferirías hacerlo aquí o en Madrid?
- Lo cierto es que me da igual. No he ido tan lejos en mis pensamientos. Lo único que sé es que me estoy planteando la posibilidad de ser cura, y me gustaría que la Iglesia también me ayudase a discernir mi vocación.
- Te has traído ropa para el viaje, ¿no?
- Bueno... Sí. Para pasar el fin de semana.
- Hoy el seminario está cerrado, porque tienen puente, pero el lunes, a las 9 de la mañana, preséntate en la portería, que yo voy a encargar ahora que te preparen una habitación.
- Pero...
- Mira. A tus años ya no estás para perder mucho el tiempo. Tú entras el lunes al seminario, y ahí es donde mejor verás si el Señor te llama o no para la vocación sacerdotal. Si en unos meses descubres que ése no es tu sitio, tienes tiempo de salirte y seguir preparando las oposiciones para este año.
- ¡Pero si tengo todas mis cosas en Madrid, y además el curso en el seminario empezó hace ya más de un mes!
- ¿No dices que eres inteligente? Pues si es verdad, ya conseguirás ponerte al día en los estudios. (Mira su agenda.) Dentro de tres semanas, los seminaristas tienen también el fin de semana libre. Entonces aprovechas y vas a por tus cosas a Madrid.
Sin esperar más objeciones por mi parte, el obispo se levantó y me acompañó hasta la puerta.

Aquel lunes, día 4 de Noviembre, yo entraba al seminario.
Y unos años más tarde... aquel obispo era nombrado cardenal.

Mi entrada en el seminario (II)

Aún así, mi entrada en el seminario no fue lo que se dice "fácil".
La habitación que me prepararon temporalmente fue "la reservada para las visitas", lo que indicaba lo poco que confiaban los formadores en que "el nuevo" (que llegaba con el curso empezado, sin apenas aviso, y en cuya decisión de admisión había intervenido exclusivamente el obispo) aguantase más de una semana en aquel lugar. ¡Y casi aciertan!
.
Lo primero que recuerdo de mi llegada al seminario es sentir que mi forma de vestir no encajaba con aquello: llevar camisa sin cuello, chaleco, gorra marinera y bandolera de lona militar, estaba bien para moverse en aquellos tiempos por el barrio de Malasaña, pero chocaba con la forma en que vestían todos en aquel caserón, a pesar de ser tan jóvenes como yo o más. Sus chaquetas de punto y sus pantalones de tergal (o vaqueros de marca "con pinzas") les daba a todos un aire... ¿Cómo calificarlo? ¿"Pijo"?
El portero, al verme llegar, me echó una mirada de sorpresa que llevaba claramente implícita la expresión: "Otro que se ha perdido y viene aquí despistado."

Lo segundo que recuerdo es el frío. La diferencia de temperatura entre Madrid y aquello era enorme. Además, llegaba con ropa más apropiada para coger en hora punta el asfixiante metro de Madrid que para recorrer los gélidos pasillos de aquel enorme edificio (sólo había calefacción en las aulas, los comedores, la zona de habitaciones y las capillas).
La calefacción, en aquella construcción con casi 100 años, funcionaba a través de grandes conductos de aire caliente. Uno de ellos desembocaba en el centro del pasillo de las habitaciones, y para mantenerlas calientes había que tener las puertas abiertas. La habitación que me habían cedido "temporalmente" era la primera del pasillo (la más fría, pues el aire caliente, en lugar de meterse en la habitación, se escapaba por las rendijas de la gran puerta de acceso al pasillo), y llevaba meses cerrada. No había manera de que se templase, e invariablemente cada mañana, durante varios días, tenía que pedir una manta más por haber pasado toda la noche tiritando.
Resultado: en menos de una semana ya estaba con tos y con fiebre. Y la monja que se encargaba de la enfermería (y que me suministraba también las mantas) acabó sentenciando: "Hijo, después de tantos años, tengo buen ojo para estas cosas. Me parece que no vas a aguantar aquí ni hasta la primavera."

Lo siguiente a lo que descubrí que tendría que adaptarme (teniendo en cuenta que llevaba muchos años viviendo mi vida de forma independiente), fue al estricto régimen horario que se seguía allí: toda la mañana (desde las 7.00) estaba programada al minuto, entre tiempo de oración y clases; y la tarde, hasta la cena, era tiempo de estudio personal.
Las puertas, creo recordar, se cerraban inexcusablemente a las 10 de la noche (por aquel entonces, yo era un poco "ave nocturna" y no entendía esas restricciones, teniendo en cuenta que se suponía que todos éramos adultos responsables que estábamos allí voluntariamente). Recuerdo la cara de incredulidad del formador el día que le dije: "Esta noche, después de cenar, a lo mejor me voy a dar una vuelta para despejarme. Por si acaso llego tarde, ¿me puedes dejar una llave del edificio?". No recuerdo bien su respuesta, pero sonó, más o menos, como un: "Creo que no te ha quedado claro todavía cómo debe ser la vida de un seminarista."

También recuerdo las clases. A mí, lo que me había gustado siempre eran los estudios de ciencias (física, química, matemáticas, biología...), pero ahora tenía por delante dos años enteros de estudios de filosofía antes de comenzar la teología.
Aquel año me convalidaron las asignaturas de pedagogía y lógica, pero a cambio, tras la cena, el rector me daba clases particulares de griego .
Una cosa me chocaba especialmente. Yo venía de estudiar las nuevas metodologías pedagógicas, y no entendía que la mayoría de las clases, para no más de 11 alumnos, se siguieran impartiendo allí por el sistema clásico magisterial, como si estuviéramos 200 en el aula: el profesor soltaba el "rollo" (a veces, incluso limitándose a leer el libro de texto), tú cogías apuntes (si realmente era necesario) y en el examen final volvías a soltarle el mismo rollo al profesor (y lo digo literalmente, pues había profesores a los que, si en el examen añadías algo diferente sacado de otros manuales, te lo subrayaban en rojo indicando claramente: "Esto no lo pone el libro de texto"; con la consiguiente bajada de nota.).
Con todo, también había profesores brillantes, y no lo suficientemente desencantados con la institución, que convertían sus clases en auténticos momentos de aprendizaje y hacían que, al final, te reconciliases con la filosofía.
En mi caso, me tomé tan en serio los estudios como parte fundamental de mi formacion para mi futuro servicio a la comunidad, que a los pocos días de estancia en el seminario "no tuve mejor idea" que hablar con el jefe de estudios para decirle que no había derecho a que tuviéramos como profesores a algunas personas que ni dominaban la asignatura ni eran capaces de facilitar el aprendizaje de la misma. Él me despidió de su despacho con educación y buenas palabras, incapaz de negar la evidencia, pero con un tono condescendiente que sonaba a algo parecido a "Ya te irás acostumbrando... si sigues con nosotros el tiempo suficiente."

Y junto a todo esto, un montón de pequeños detalles, como la música que se escuchaba allí. Tenía asumido que en el seminario se escucharía poco a los grupos de la movida madrileña o heavy metal, pero tenía la esperanza de que, además de la musica clásica, gustase el jazz o el blues o, al menos, el rock sinfónico (Pink Floid, King Crimson... ¿Supertramp?). A fin de cuentas, ellos también eran gente joven.
Debo confesar que, rápidamente, perdí toda esperanza cuando, tras pasar la primera noche allí, me despertó la campana que anunciaba la hora de levantarse, e inmediatamente después inundó mi habitación el sonido ¡a todo volumen! de un aparato de musica en la habitación contigua a la mía, con canciones... ¡¡¡de Julio Iglesias!!! En ese momento, fui yo el que pensó que no aguantaría mucho en aquel lugar.

Sin embargo, junto con todas aquellas pequeñas dificultades, me encontré con la gran alegría de que allí estaba también el Señor, esperándome y animándome. Y en aquella comunidad, tan extraña para mí, acabé reconociendo también a la Iglesia, con diferente rostro del que yo había conocido hasta entonces, pero movida por el mismo Espíritu. Y acabé no sólo queriendo a esos compañeros, tan diferentes a mí en todo (todavía lo siguen siendo), sino dando gracias a Dios por el gran don que me otorgaba de experimentar la comunión en medio de la diversidad. ¡Y qué diverso es el rebaño del Buen Pastor!

Creo que nunca llegué a ser un seminarista modelo. Es más, desde el principio tuve claro que yo no tenía "vocación para seminarista", porque... ¡nadie con el adecuado equilibrio psíquico y afectivo tiene "vocación para seminarista"!
Y que no se malinterpreten mis palabras: Podrás vivir con mayor o menor agrado esa etapa, podrás aprovecharla en mayor o menor medida, podrás disfrutar de los estudios, de las amistades, de los tiempos de reposo con el Señor en los momentos de oración o en los Sacramentos... Pero el ser seminarista, en si mismo, no es una meta. Ser seminarista es una etapa que necesariamente hay que pasar para madurar la auténtica vocación: la vocación al sacerdocio.
Y en mi caso (y lo digo con gran alegría y agradecimiento a Dios, a la Iglesia... y a todos aquellos que compartieron ese tiempo de seminario conmigo como formadores o como compañeros), el Señor permitió que, 6 años y medio después, fuera ordenado sacerdote.

¡La paz contigo!

Homilías

Alguna vez ya lo he dicho: es increíble el poco cuidado que algunos curas (y obispos) ponen (¿ponemos?) a la hora de preparar las homilías. En muchos casos es la única palabra "desde la fe" que reciben los miembros de nuestras comunidades cristianas en toda la semana, y bien porque la predicación se queda en trivialidades o bien porque el lenguaje es demasiado elevado, el resultado es que la palabra del sacerdote ni ayuda a entender la Palabra proclamada ni ayuda a entender los acontecimientos del día a día de nuestra vida.
Y, sin embargo, estoy convencido de que durante la homilía la comunidad escucha con interés. Por ello, los sacerdotes somos aún más culpables de que, a la hora de interpretar la vida y los acontecimientos, acabemos dándoles, como única alternativa asequible, la interpretación parcial e interesada de los diferentes "gurús" de los medios de comunicación.

Son múltiples las veces que yo, como oyente, me he indignado por lo que escuchaba de un hermano sacerdote:

- Recuerdo al obispo que durante unas ordenaciones sacerdotales debió coger por error otra homilía diferente de su despacho y nos leyó, sin pestañear, un discurso sobre las misiones en África, sin hacer la más mínima referencia al sacramento del orden ni a los jóvenes que se ordenaban.

- Recuerdo también al sacerdote que, al empezar la homilía durante un funeral, se quitó el reloj de la muñeca, puso la alarma y lo colocó sobre el ambón. Después comenzó a decir frases genéricas e inconexas, imposibles de unir para captar un mensaje coherente. En mitad de una frase, sonó la alarma del reloj y, sin acabar siquiera aquella frase, pidió a la asamblea qeu se pusiera en pié para comenzar la oración de los fieles.

- Recuerdo al docto predicador invitado por una parroquia, que en mitad de las fiestas patronales nos facilitó a todos una impresionante cantidad de fechas y datos biográficos sobre San Antonio de Padua, lo cual dejó al auditorio totalmente perplejo y sin saber qué decir, pues el patrono al que celebraban era San Antonio Abad (que vivió casi 1.000 años antes que el famoso santo franciscano). No podía haber error, pues la imagen de "San Antón" (con cerdo y todo), presidía la celebración. Pero el predicador no consideró oportuno modificar ni una sola coma de su homilía ¡con el trabajo que le había supuesto prepararla!

- Recuerdo al obispo que, invitado a predicar en las fiestas patronales de la segunda ciudad en tamaño de su diócesis, y posiblemente ante la imposibilidad de preparar debidamente la homilía, repitió la que había predicado unos días antes en las fiestas de la capital. Eso sí, previamente hizo la siguiente introducción: "A los que estuvisteis en la misa de San... en... , las palabras que os voy a dirigir os sonarán. Pero es porque vosotros, en esta ciudad, sois tan importantes como los que viven en la capital, y tenéis derecho a escuchar lo mismo que escuchan ellos: ni más ni menos." Y, curiosamente, consiguió un aplauso lleno de agradecimiento por parte de todos los asistentes. ¡Y es que, cuando se nos alimenta la vanidad...!

Pero sin duda, la homilía que más me hace reír cada vez que la recuerdo o la comparto, es aquella predicada hace ya años durante la festividad de Santiago Apóstol, Patrón de España. El sacerdote, siguiendo las antiguas normas de homilética tradicional, elevando progresivamente la voz y respetando los silencios suspensivos, proclamó:
"Y es que nuestro Señor entregó lo que más quería a aquellos que más quería:
A Pedro... su Iglesia.
A Juan... ¡su Madre!
Y a Santiago... ¡SU ESPAÑA!"

Sobran comentarios.

¡La paz contigo!

Nota: Si he sido demasiado ácido o hiriente en esta entrada, tienes todo el derecho del mundo de criticarme, pero sinceramente... ¡Cuántas oportunidades perdemos de anunciar vivamente el mensaje cristiano (en lugar de simplemente cumplir)!
Y supongo que yo el primero.

"Son jovenes y tienen que divertirse"

Las nuevas generaciones de padres, y entiéndase bien que estoy generalizando, son tremendamente tolerantes con respecto al consumo de alcohol y de drogas de sus hijos. Muchos lo justifican de una forma insensata, con un "son jóvenes y tienen que divertirse". Otros muchos, cierran los ojos y niegan la evidencia, autoengañándose: "Los demás, sí; pero mi hijo no hace eso".
Por desgracia, cuando metes en tu interior algo que anula tu voluntad y tu raciocinio, no puedes esperar sino conductas impropias de una persona, conductas de las que luego te avergüenzas (si no has llegado al punto en que ya prescindes de criterios morales).
No basta con "tener miedo" de lo que puede estar haciendo mi hijo. Hay que coger el toro por los cuernos y hablar con él a tiempo, tratar de transmitirle valores y criterios de conducta, predicar con el ejemplo, dejar claro quién es el adulto responsable en la casa y saber decir NO a tiempo.
Si ni aún haciendo todo lo posible podemos estar seguros del rumbo que llevarán las vidas de nuestros hijos, cuanto menos si hacemos dejación de nuestras obligaciones para con ellos:

En cierta ocasión, el pueblo en el que servía como sacerdote se vio conmocionado con una noticia que rápidamente corrió de casa en casa: alguien había entrado durante la noche en el cementerio y se había dedicado a destrozar tumbas.
Muchas fueron las personas que rápidamente se dirigieron al lugar para comprobar si las tumbas donde descansaban sus seres queridos eran algunas de las afectadas.
Desde que se tuvo la primera noticia del hecho, el ayuntamiento llamó a la guardia civil, que comenzó rápidamente una investigación. Así, al llegar los vecinos al cementerio se encontraban con todo acordonado, aunque desde la misma puerta eran visibles los destrozos: cruces arrancadas, losas partidas y hundidas, lápidas a las que habían quitado fotos y letras...
La conmoción fue todavía mayor cuando se supo que algún joven del pueblo estaba involucrado en las profanaciones. Al parecer, varios jóvenes de distintos pueblos habían entrado en el cementerio (que no se cerraba por la noche) y, tras "meterse" varias rayas de cocaína, la habían emprendido contra, al menos, diecisiete tumbas. Los jóvenes no debían estar muy lúcidos, pues sobre una de las losas sepulcrales se habían dejado "el carnet de identidad con el que se habían preparado las rayas", lo que permitió identificarles.
Los sentimientos en toda la población se repartían entre la indignación por el hecho y la preocupación por el disgusto que tenían los padres del los jóvenes. Los comentarios eran unánimes: "¡Qué pobres!, con lo buenas personas que son.", "Pues uno de los padres no se saca el disgusto de encima y lleva en la cama desde que se enteró.", "Si vieras lo creyentes y serios que son la familia..."
El domingo siguiente al hecho, por la tarde, se organizó un encuentro de oración en el cementerio. Mucha gente no consideró oportuno asistir, posiblemente porque interpretaron erróneamente que aquello iba a ser una manifestación de indignación contra los autores, y no querían echar mas carga sobre aquellos apenados padres. Otros muchos, especialmente los familiares de aquellos que habían visto ultrajadas sus tumbas, asistieron silenciosos y tristes, y oraron por los que allí descansaban y por los que habían cometido aquel acto de barbarie.
Después de la oración, las distintas familias me fueron pidiendo que les acompañase a las tumbas de sus seres queridos para que compartiera con ellos su dolor. Nadie levantó la voz contra los causantes, sino que llenos de tristeza se preguntaban qué había podido llevar a esos jóvenes vecinos suyos a hacer lo que habían hecho.

Ninguno lo dijo explicitamente, pero todos pensaban que cualquiera de sus hijos o nietos podían haber llegado a ser los causante de aquello... y que no entendían a las nuevas generaciones... y que no sabían como afrontar aquella situación... ¡y eso les daba miedo!

¡La paz contigo!

Los objetos del salón (I)

Normalmente, la primera reacción de un cura ante alguien que le presenta una necesidad, es confiar en esa persona y ayudarle de la forma que parece más fácil y rápida. Por desgracia, hay ocasiones en que el resultado no siempre es el que se espera.

Al poco tiempo de llegar a uno de mis destinos, un pueblo de no más de 150 habitantes, el joven que hacía las labores de sacristán se acercó a mí al final de una Eucaristía y me dijo:
- Dentro de tres semanas es la fiesta de los quintos. Todos los vecinos del pueblo nos reunimos a hacer una comida juntos en el salón que tiene la parroquia, porque es el único lugar del pueblo en el que cabemos todos. ¿Este año vamos a poder utilizarlo?
- Por supuesto. Si es la tradición del pueblo, no veo por qué no habría que seguir haciéndolo. Pero los miembros del Consejo Parroquial no me han dicho nada.
- Ya. Es que no sabían cómo pedírselo. Como el salón está lleno de sus cosas.
Ahí me sentí perdido. Desde hacía algunos meses, yo atendía varios pueblos y mi nuevo domicilio se hallaba en el mayor de todos ellos, a unos pocos kilómetros de aquél en el que en ese momento me encontraba. Como es lógico, todas mis pertenencias las había trasladado a mi nueva casa parroquial. Por eso, dejé bien claro al joven que yo no había llevado nada al salón parroquial de aquel pueblo.
El me respondió:
- Pues pensábamos que todo lo que hay allí era suyo.
Intrigado, le pedí al sacristán que me acompañase al salón para ver a qué se refería.
El salón, en el que yo nunca había entrado antes, era un edificio adosado a la vieja casa parroquial que se encontraba en ruinas. No se utilizaba para nada (a excepción, tal como me acababan de dar a entender, de ese encuentro anual de todo el pueblo por la fiesta de los quintos) y ni siquiera tenía yo las llaves, sino que las guardaba el sacristán de aquella parroquia. Se trataba de un edificio de una única planta, ocupado casi en su totalidad por un salón realmente grande. Los techos estaban en muy mal estado y, a través de los numerosos agujeros, se podían ver las nubes del exterior.
En el centro de aquel salón había una gran pila de objetos tapados por unos plásticos. Al apartarlos un poco para ver su contenido, me quedé realmente impresionado: los plásticos protegían todo un estudio de sonido (mesas de mezclas, micrófonos, ordenadores, monitores, altavoces, teclados, guitarras eléctricas...), así como otros equipos electrónicos, cajas de libros, maletas con ropa y una gran colección de discos y películas de video en sistema Beta ¡en francés!
Totalmente desconcertado, en cuanto pude llamé por teléfono al anterior párroco para preguntarle el motivo de que todo aquello se encontrara allí. Él me contestó con un tono también de sorpresa: "¡Ah! ¿Pero aún siguen allí las cosas de Augustin?"
Entonces me explicó la situación:
Un inmigrante africano, creo recordar que originario de Camerún, que vivía en la capital, se habia separado de su mujer y había tenido que abandonar su casa con todas sus pertenencias. Por algún motivo, había contactado con el párroco anterior, pidiéndole poder dejar durante un mes los objetos de su propiedad en algún sitio de la parroquia mientras encontraba un lugar definitivo donde vivir. Augustin (ese era su nombre) en su país natal se dedicaba a la música y sólo el equipo de grabación valía varios millones de pesetas (en esa época aún no circulaban los euros). Al no poder quedarse todo aquello en la calle, en un gesto de buena voluntad, el párroco le permitió meterlo en el salón parroquial, dejándole bien claro que eso era una situación provisional (tres o cuatro semanas, según él) debido a la emergencia de la situación, pues aquel local lleno de goteras no podía valer como almacén de esos objetos tan delicados.
Era la época en que el propio párroco estaba empaquetando sus cosas y trasladándolas a su nuevo destino, por lo que, dado lo ocupado que estaba y lo difícil que era localizarle en esos días, le dijo a Augustin que para sacar del salón sus objetos era suficiente con que pidiese la llave al sacristán, y después se olvidó del asunto, no comunicándomelo ni a mí.

El párroco consiguió encontrar un teléfono de contacto de Augustin y me lo dio para que tratase de solucionar la situación.

Los objetos del salón (II)

Al llamar al número de teléfono móvil que me había dado el anterior párroco, Augustin me respondió con bastante enfado, diciéndome que él se encontraba en ese momento en Francia y que no podía dedicarse a ese asunto.
Su tono y prepotencia hizo que yo acabase perdiendo la paciencia, así que zanjé la situación: "Mire -dije con un tono que dejaba claras mis intenciones-, no le estoy pidiendo permiso para mover sus cosas. Le estoy comunicando que el día ... (faltaban 15 días), a las 9 de la mañana, vamos a desalojar el local donde se encuentran sus pertenencias, y las dejaremos en la calle. ¿Lo ha entendido usted?" Y colgué el teléfono.
A la semana siguiente, Augustin se presentó en el pueblo y, ante la presencia del alcalde y de otros vecinos, empezó a gritar diciéndo que yo no tenía derecho a tocar sus cosas, y que habría que ver si le había quitado algo o si el agua de lluvia del invierno le había deteriorado algún instrumento electrónico, dejando bien claro que hacía responsable a la parroquia de todos sus desperfectos.
Cuando le insistí que no había nada que hablar del asunto y que en el día y hora señalados serían desalojadas sus pertenencias del local, él se marchó entre insultos, amenazando con que se iba al cuartel de la guardia civil a presentar una denuncia.
El alcalde y los vecinos del pueblo me aconsejaron que, ante lo violento de la situación, me personase en el cuartel de la guardia civil de la zona para comunicar lo sucedido y para solicitar que el día de la evacuación de los objetos, ellos fueran testigos de que se depositaban todos en el exterior sin quedarnos nosotros con nada.
Al presentarme en el cuartel, el teniente me comunicó que, efectivamente, Augustin ya había estado allí tratando de presentar una denuncia contra la parroquia. Como él no tenía ningún papel de alquiler del local, ni de cesión del mismo, ni siquiera un justificante de que los objetos que se encontraban en el salón eran suyos, la guardia civil le recomendó también que, en el día y hora que le habían indicado, se presentara con un camión y recogiera sus cosas.
Ellos me garantizaron que en el momento del vaciado del salón se harían presentes para que no se nos pudiese acusar de apropiación indebida o deterioro voluntario de los objetos.

A falta de dos o tres días para la fecha del desalojo, recibí una llamada de teléfono del padre L... del monasterio de I... (a unos 150 Kms. de distancia). En tono suave y conciliador me dijo que debía comprender que Augustin estaba pasando por un mal momento personal, que aquellos instrumentos eran su futuro y que no era fácil encontrar un local donde poder guardarlos temporalmente. Llegado a ese punto del "sermón", y sin dejarle seguir su argumentación, le dije que ya sabía por qué me llamaba, y le di las gracias efusivamente por haberle cedido los locales del monasterio como almacén para "sus objetos tan valiosos" al enterarse de que nuestro salón estaba lleno de goteras. Así que, recordándole el día y la hora en que los sacaríamos a la calle, despues de darle nuevamente las gracias, le colgué el teléfono, sin darle ninguna posibilidad de réplica.

Resultado: Augustin llegó el día del desalojo con un camión. Ayudado por varios vecinos del pueblo, y ante la presencia silenciosa de la guardia civil, montó en el camión sus cosas y se marchó (supongo que al monasterio) sin una palabra de agradecimiento y sin decir ni adiós. ¡Y yo respiré alividado!

Lo siento mucho, pero ante otra situación como esa, será difícil que pueda facilitar el uso de unos locales parroquiales, ni siquiera "temporalmente".

¡La paz contigo!

La buena voluntad... se le supone

Con ocasión de la proximidad de las Confirmaciones en la parroquia, todos los años, invariablemente, hay quienes se acercan al párroco (supongo que con ganas de ayudar) para dejar claro como ven la situación.
El otro día, una señora ya mayor me abordó por la calle diciendo:
- ¿Pero cómo va usted a confirmar a esos jóvenes? ¡Si no tienen ni idea! Al menos en nuestros tiempos se daba una catequesis "como Dios manda", y no como ahora, ¡que salen sin saber ni lo que es un "sagrario"!
La frase me recordó un hecho que viví en una de mis primeras parroquias y que, comentándolo con otros sacerdotes, prácticamente a todos, de un modo u otro, les había sucedido alguna vez:

Era el día de la fiesta del pueblo. Desde el punto de la mañana, en la iglesia iban apareciendo vecinos para ultimar los preparativos antes de la Misa Mayor: mujeres que colocaban los centros de flores, la familia que ese año era encargada de adornar las andas de la Patrona con los tradicionales roscos, jóvenes que repasaban las lecturas o peticiones...
El sacristán del pueblo (un hombre ya mayor que venía haciendo esa labor desde hacía mucho tiempo) se había encargado de abrir la iglesia y, con la seguridad que da el repetir año tras año lo mismo, dirigía a todos y les echaba una mano en las diferentes tareas.
Me extrañó que, desde mi llegada, me dirigiera miradas furtivas con una chispa de humor en los ojos. Yo lo atribuí a que estaba contento por ser la fiesta de la Patrona y, como era mi primer año allí, estaba pendiente de mí para que no me dejase nada. ¡Y no me equivoqué!
Acabada la procesión y la Eucaristía, él sacristán seguía mirándome de vez en cuando con esa chispilla de guasa en sus ojos. Así que me acerqué a él y, con una sonrisa, le pregunté qué es lo que pasaba.
Él, con tono de buen humor, me dijo sinceramente:
- Pues que es usted tan despistado como los curas anteriores. ¿No ha notado nada raro?
-La verdad es que no. ¿Ha sucedido algo?
El sacristán, elevó los ojos expresivamente al cielo dando un sonoro suspiro, como indicando la paciencia que tenía que tener, y despues dijo:
-¡Menos mal que he rellenado con formas el copón del sagrario, que si no, más de uno se habría marchado sin comulgar!

¡La paz contigo!

NOTA:
Aquel día tuve que sentarme con él y explicarle la diferencia entre una forma consagrada y una forma sin consagrar, y que no sólo por meter las formas al sagrario se hacía el Señor presente en ellas.
Él, con cara de asombro (pues aquella debía ser su costumbre desde hacía muchos años, especialmente el día de la fiesta), me dijo que lo había entendido y que ya sabía que a partir de entonces no lo debía hacer más.
Aun así, cada cierto tiempo le preguntaba al sacristán si se acordaba de nuestra conversación, a lo que él siempre me contestaba que sí, aunque con un tono un poco dubitativo, como si no estuviese convencido del todo.
Por si acaso, cuando me cambiaron de parroquia, avisé del hecho al sacerdote que me sustituía, ¡para que estuviese atento!

Asumir responsabilidades

¡Qué importante, y que gratificante humanamente, es ser honesto consigo mismo y asumir las responsabilidades en las que te ves implicado en el día a día de la vida! Si esto es así a nivel humano, cuánto más si la fe personal te va ayudando a reconocer, en ese día a día, la voluntad de Dios para contigo.
Llevo días que, por alguna razón, está viniendo a mi memoria una situación que viví hace ya unos cuantos años:
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Creo que ya he comentado en alguna ocasión (aunque sólo haya sido de pasada) que me encontraba en la ciudad de Nueva York el 11 de Septiembre de 2001, fecha del terrible atentado contra las torres gemelas, y los días de caos que siguieron a aquella barbarie.
El encontrarme alojado en un colegio al sur de Manhattan permitió que aquellos días me pudiese mover con cierta libertad por las proximidades de lo que la prensa acabó llamando “zona cero”. Era impresionante ver, después de los agotadores turnos de trabajo entre los escombros, los rostros cubiertos por el polvo y las miradas, un poco perdidas por el cansancio y por los horrores que se iban encontrando, de bomberos, policías y voluntarios venidos de todos los puntos de la ciudad.
Aquellas duras experiencias que estaban viviendo necesitaban compartirlas con alguien, y mi vestimenta de clergyman (de negro y con alzacuellos) me convertía, especialmente para los creyentes (no sólo católicos), en alguien en quien podían confiar, con la seguridad de que les iba a escuchar y les iba a dar una palabra desde la fe. Por desgracia, en el caso de los angloparlantes, mi insuficiente conocimiento de su lengua me obligó a defraudar sus esperanzas con un escueto “Sorry, I don’t speak english”.
Sin embargo, tengo que decir con orgullo que una buena parte de los voluntarios que trabajaron entre los escombros de las Torres Gemelas esos días eran inmigrantes hispanos a los que los valores recibidos en sus propios países les exigían implicarse activamente:
- primero, para tratar de ayudar a tantas familias que estaban viviendo el drama de la desaparición de algún ser querido que suponían se encontraba en las torres en el momento del atentado (las paredes de la ciudad se encontraban empapeladas por cientos de fotografías de personas desaparecidas, que tendrían que encontrarse, por su trabajo, dentro de los edificios derrumbados, pero los familiares aún albergaban la esperanza de que no fuera así), y
- segundo, porque se sentían movidos interiormente a devolver con ese gesto lo mucho que habían recibido del país que les había acogido (así lo manifestaban expresamente).
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Como decía al principio, recuerdo de una forma especial el caso de un chileno que llevaba ya viviendo en la ciudad más de quince años. Trabajaba en un despacho de arquitectos y en cuanto se produjo el atentado pidió a su jefe varios días de permiso, pues sus conocimientos técnicos de la construcción y derribo de edificios podían ayudar en aquel momento.
Tremendamente emocionado, me contó que entre los escombros había encontrado un maletín de ejecutivo con el nombre de la propietaria. El maletín tenía en su interior unas zapatillas deportivas de mujer. (Muchas mujeres que trabajan en despachos en Nueva York, especialmente secretarias, acuden al trabajo trajeadas pero llevando zapatillas cómodas, que sustituyen por zapatos de tacón cuando comienzan la jornada laboral.)
El hallazgo del maletín, con las zapatillas dentro, era una prueba evidente de que aquella mujer se encontraba ya trabajando en el interior del edificio cuando chocó el avión. En vez de llevar el maletín al lugar donde se apilaban los objetos encontrados, el hombre se sintió con la responsabilidad de llamar rápidamente al teléfono que aparecía en el maletín y dar personalmente a la familia la mala noticia de que su ser querido estaba en el edificio en el momento del atentado.
Con lágrimas en los ojos, aquel chileno me contó que la persona que le cogió el teléfono era la propia dueña del maletín, que había podido salir (sin tiempo siquiera para recoger su cartera y ponerse las zapatillas) antes de la caída de la torre en la que se encontraba. La mujer estaba tan agradecida porque alguien a quien desconocía la buscase entre las ruinas del World Trade Center, y él tan emocionado por el feliz desenlace, que ambos habían quedado al día siguiente con sus familas para poder entregarse la cartera en persona y conocerse.
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Ciertamente, si no hubiese asumido como suya la responsabilidad de avisar cuanto antes a la familia de la mujer que él creía víctima del atentado (y sé por experiencia lo duro que es comunicar a alguien el fallecimiento inesperado de un familiar), no hubiese experimentado la recompensa del gozo que sintió al conocer la buena noticia.
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¡La paz contigo!

Los caminos del Señor...

¡Feliz tiempo pascual a todos!
El trabajo en la parroquia me impide actualizar este blog con la frecuencia que me gustaría, aunque a veces no tengo tan claro que el esfuerzo en las labores pastorales sea proporcional a los resultados obtenidos (me refiero al aspecto meramente humano). Me temo que esos técnicos, tan de moda hoy en día en las empresas, que se llaman a sí mismos “optimizadotes de recursos humanos”, nos darían a los curas más de un tirón de orejas.
Me explico:
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El domingo de Pascua, tras la última misa, una señora se acercó a mí y me dijo sonriendo:
- ¡Cuantas gracias doy a Dios por el cura que tenemos!
Ciertamente, la Semana Santa son unos días en los que, de una forma especial, preparas las homilías. (Hablar tantos días seguidos a una comunidad que abarrota el templo es una oportunidad para transmitir el mensaje evangélico, oportunidad que no tienen ni los políticos en tiempo de elecciones, y sería imperdonable dejarlo a la improvisación.)
Ante el comentario de la señora, lo cierto es que me dejé llevar un poco por el orgullo personal y, deseando que matizara sus palabras, le pregunté:
- ¿Hay alguna cosa de lo que he dicho todos estos días que le haya ayudado o gustado de forma especial?
Ella respondió rápidamente, como teniéndolo muy claro:
- ¡Ay, sí! A mí, lo que más me ha emocionado es cuando usted ha cantado eso del “Podéis ir en paz, aleluya, aleluya”.
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Ciertamente, para mí ha sido toda una cura de humildad.
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¡La paz contigo!

Jóvenes y vida

Ciertamente, la juventud de ahora no es como la de antes. ¡Nunca la juventud de “ahora” ha sido como la de “antes”! Todos somos hijos de nuestra época y de las contradicciones de nuestra sociedad. Y hoy, como siempre, si nos fijamos en la juventud, encontraremos de todo “como en botica”.
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Hace poco, una catequista de jóvenes de una ciudad cercana me contó que en su grupo de Confirmación (compuesto por cinco chicas de unos 15-16 años) había trabajado el tema del “aborto”. Después de ver juntas un documental de National Geographic (que no deja de recomendar), y para que no se perdieran entre tanta información, les propuso que escribieran en un folio si estaban contentas de haber nacido y el porqué, pensando en que sus padres también habían tenido la opción de abortar.
La catequista, después de haber puesto sus respuestas en común, se quedó con los folios escritos y, cuando tuvo oportunidad, me los pasó. Como no venían los nombres de las muchachas, aquí dejo sus respuestas por si os reconocéis en alguna de ellas y por si pueden hacernos cambiar el concepto que tenemos de TODOS los jóvenes:
(Debo reconocer que he tenido que poner yo los signos de puntuación y completar algunas palabras. Los mensajes por teléfono móvil están atrofiando la expresión escrita de las nuevas generaciones.)
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1ª.- Estoy muy contenta de estar aquí, viva, porque tengo la posibilidad de ser feliz, de intentarlo, conseguirlo y poder transmitir y ayudar a los que no lo tienen tan fácil.
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2ª.- Estoy encantada de haber nacido porque, si no, no hubiera tenido la posibilidad de conocer la luz del sol, el mar, las montañas y a mi gato, porque Dios ha hecho un mundo precioso al que cuidamos muy mal y yo quiero ayudar a mejorarlo.
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3ª.- Estoy contenta de haber nacido porque así soy YO. Si no, sería una nada. ¡Y comenzar a existir y a ser y que no te dejen, es un crimen horrible! Además, tú nos has dicho que cada uno somos únicos para Dios y con una misión en la vida, y que para eso nos da su gracia y sus dones a cada uno. Así que habrá que descubrir cuál es la mía.
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4ª.- Estoy contenta de haber nacido porque, con sus más y sus menos, ¡VIVIR ES GENIAL! Si hubiera nacido en otro país, no sé si opinaría igual, porque en otros sitios lo tienen más "chungo". Claro que para eso estamos los que hemos tenido suerte en la vida: para compartirla, aunque a veces me cuesta por lo del egoísmo y eso. ¡Ah!, y también me gusta haber nacido en esta época... ¡¡¡¡¡¡¡¡¡con los mismos derechos que los chicos!!!!!!!!!! En fin, que para algo serviré, aunque mi madre me dice que de momento soy algo desastre.
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5ª.- Estoy contenta de haber nacido por muchas cosas, pero sobre todo por haber conocido a mi hermano. Tiene una discapacidad cerebral y mi madre no quiso abortar, aunque los médicos se lo recomendaron. Tiene 12 años y hay que cuidarlo como a un bebé. Al principio, yo no entendía el problema y me fastidiaba que no salieran las cosas como yo quería porque siempre había que estar pendiente de él. Luego he ido descubriendo que mi hermano es necesario en mi vida por muchas cosas. A veces son cosas pequeñas como estar cansada o harta o triste o preocupada por cosas, lo miro y el siempre me sonríe como si quisiera animarme, y sobre todo me escucha, le cuento mis cosas y a veces siento que puede entenderme más que otra gente normal. Creo que estudiaré un magisterio para discapacitados. Nadie está en este mundo por casualidad, aunque algunos lo piensen, y todos tenemos derecho a VIVIR, independientemente de cómo seamos.
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Sobran las palabras.
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¡La paz contigo!

Situación comprometida

Es curioso: empecé este blog para contar mis propias anécdotas, pero a pesar de que aún me quedan un buen montón por incluir, las pocas entradas que acabo añadiendo últimamente son vivencias de otras personas. Tal vez por parecerme más interesantes (las mías “ya me las sé”) o porque, al no haberlas vivido personalmente, tengo miedo de olvidarlas.
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El pasado mes realicé un viaje de una semana con varios curas. Uno de ellos, un joven con pocos años de sacerdocio, compartió conmigo algo que le había sucedido en su primera parroquia, poco después de su ordenación, y que me hizo reír a carcajadas:
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Se encontraba en el despacho parroquial, reunido con un matrimonio. La pareja solicitaba un recibo de los donativos que habían entregado aquel año a la parroquia, para presentarlo en la “declaración de Hacienda”.
Mientras les preparaba el recibo, llamaron a la puerta y se asomó una de las religiosas que colaboraban en la parroquia. La mujer, ya mayor, dijo en voz alta desde la puerta:
- Padre, está aquí uno de los monaguillos preguntando si ha cogido usted su “Playboy”, que se ha debido dejar en la sacristía.
Ante la cara de asombro del matrimonio, el joven sacerdote, bastante azorado, se apresuró a abrir el cajón de su mesa y a sacar lo olvidado por el monaguillo, mostrándolo claramente mientras puntualizaba en tono elevado y vocalizando bien:
- “GA-ME-BO-Y, sor Teresa. Esta maquinita se llama Game Boy.”
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¡La paz contigo!

Precipitación juvenil

Una de las características comunes en los jóvenes de todas las épocas es la hiper-valoración de lo que consideran propio de su generación, despreciando o infravalorando lo aportado por generaciones anteriores. Desde la confianza que les da el considerarse “poseedores de la verdad”, enseguida se sienten capacitados para juzgar las situaciones con las que se van encontrando y cualificados para realizar los cambios necesarios para, según su criterio, mejorar esas situaciones. Entre fallos y aciertos, esa generación va dejando una herencia que la siguiente generación rápidamente pondrá en entredicho y tratará de sustituir por sus propias aportaciones.
Aunque la anterior afirmación es un tanto genérica, debemos admitir que refleja con bastante acierto algunas actitudes propias de los jóvenes en general, y, como miembros de su generación, también de los curas jóvenes en particular.
Recuerdo a un profesor del seminario que nos decía desde la sabiduría que da la experiencia de los muchos años vividos: “Cuando lleguéis a una parroquia no os deis prisa en cambiar lo que no os guste. No os precipitéis. Dad tiempo para que podáis amoldaros a la comunidad que os recibe y para que vuestros nuevos feligreses se amolden a vosotros. El primer año simplemente observad, fijaos en aquellas cosas que no os acaban de convencer y preguntaos por qué el anterior sacerdote las hacía así. El segundo año ya podréis empezar a introducir variaciones si realmente las seguís considerando necesarias.”
Todos, al salir del seminario, en un momento o en otro hemos hecho caso omiso de estas palabras, metiendo indefectiblemente la pata.
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El otro día me encontré con un compañero del seminario y juntos nos reímos recordando su primer “coscorrón” pastoral:
Llevaba poco tiempo ordenado sacerdote y aunque en un principio estaba destinado como coadjutor en otra parroquia, tuvo que sustituir durante todo un verano, en un pueblo de unos 400 habitantes, a un sacerdote que cayó de baja por enfermedad.
A los pocos días de comenzar su servicio en la nueva parroquia falleció un vecino de aquel pueblo. Tras el funeral, comenzó el traslado del cadáver al cementerio. El ataúd era portado a hombros, como era costumbre, por varios jóvenes del pueblo que, debido al peso y a la amplia distancia que separaba la iglesia del cementerio, realizaban la conducción a un paso bastante vivo (según se iban cansando, otros jóvenes sustituían a los primeros como portadores, de manera que el ritmo acelerado no se interrumpía). No todos los asistentes podían seguir ese paso y, como consecuencia, la comitiva se iba poco a poco estirando, quedándose las personas más mayores descolgadas. Una vez llegados al cementerio, como había buena visibilidad del camino que accedía a él desde el pueblo, se esperaba a que todos llegasen antes de dar sepultura al difunto.
Este modo de proceder le pareció al joven sacerdote bastante inapropiado, tomando la decisión de que en futuros entierros él se pondría delante de la caja y de la comitiva marcando un ritmo más pausado que permitiera a todos durante la conducción rezar el rosario o recitar algún salmo.
A los pocos días tuvo la oportunidad de poner en obra su proyecto pues falleció una señora ya muy mayor. Tras el funeral, al salir de la iglesia, él se puso al frente de la comitiva y comenzó a marcar un paso más acorde con la situación, pero enseguida sintió un fuerte golpe en el cogote y al volverse se encontró con que eran los propios jóvenes los que, al tomar su ritmo acostumbrado, le habían golpeado sin querer con el propio ataúd. El sacerdote abrió la boca para recriminarles su conducta, pero ellos se adelantaron diciéndole con respeto pero con cierta urgencia: “Padre, vaya más deprisa o déjenos pasar, que esto pesa mucho.” Como consecuencia, y para no volver a recibir otro cogotazo como el anterior, recorrió también él el camino del cementerio al ritmo más rápido que pudo, resoplando y olvidando su anterior proyecto de marcar el paso de la conducción de una forma pausada y en oración.
Al funeral siguiente, ya había olvidado sus proyectos de reforma, al menos en lo que a entierros se refería, y como uno más acompañó al cadáver hasta el cementerio pero siguiéndolo detrás de la caja y a buen ritmo, como había sido siempre la costumbre del lugar.
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Como suele decir con humor cuando comenta el hecho: «Ese fue “mi primer coscorrón pastoral”».
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¡La paz contigo!

La boda del pueblo

Entre las anécdotas inolvidables que tengo de mi paso por las parroquias de la montaña, una de las que más vivamente recuerdo fue una boda que se celebró en un pequeño pueblecito de unos 40 habitantes censados y 10 habitantes reales.
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Al pueblo, unos años antes, se había trasladado un grupo de jóvenes (creo recordar que de Madrid) para formar una especie de comuna. De aquel experimento, cuando llegué yo, sólo quedaba una pareja que vivía del ganado. Con sus treinta y pocos años él y veintimuchos años ella, eran con diferencia los más jóvenes del lugar (el resto de los vecinos que vivían permanentemente en el pueblo estaban jubilados), y necesariamente él ejercía también como alcalde, ayudado por los hijos del pueblo que se habían trasladado a la capital pero que regresaban cada fin de semana.
Fue una gran alegría para todos el día que la pareja comunicaron al resto de sus vecinos que habían decidido dar el paso y casarse “como Dios manda”. Aquello era todo un acontecimiento pues, creo recordar, era la primera boda que se celebraba en aquella iglesia en cuarenta años. Todos querían agasajar a la feliz pareja y se repartieron las tareas para organizar los preparativos: unos se encargarían de la música, otros de preparar el banquete popular en el salón del ayuntamiento, otros de adornarlo todo y limpiar la iglesia y las calles (las vacas tiene la virtud de la inoportunidad a la hora de “responder a la llamada de la naturaleza”).
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El día de la boda llegué al pueblo una media hora antes de la ceremonia. La gente ya estaba por la calle (había llegado también bastante gente de los pueblos cercanos).
Ya desde fuera de la iglesia me extrañó los sonidos que salían del interior. Al entrar me encontré que en el coro estaban ensayando un grupo de músicos vestidos de peñistas (como los que animan las fiestas de san Fermín en Pamplona, con sus pantalones blancos y su blusón de colores), tocando el “Alabaré, alabaré” a ritmo de charanga con sus trompetas y tambores (aunque el que ponía más énfasis en que se le oyera era el del bombo). Traté de hacerles ver que aunque la iglesia era grande convenía que tocasen con más finura y menos potencia, especialmente los instrumentos de percusión, pero estaba visto que ellos sólo sabían tocar de una manera (¡a lo bestia!). En su repertorio sólo tenían tres canciones religiosas: “Alabaré”, “Cantemos al amor de los amores” y “Tú nos dijiste que la muerte” (canción, esta última, para funerales); pero los del pueblo los habían contratado a ellos porque así después podían animar el banquete popular.
No he comentado que la iglesia era un edificio del siglo XVII bastante grande, húmedo y frío. En el segundo banco ya estaban sentadas las dos mujeres más mayores del pueblo que, aunque faltaba todavía media hora, habían pedido que las llevasen ya a la iglesia “para coger buen sitio adelante”. Las pobres mujeres estaban empezando a quedarse heladas, pero no había forma de convencerles de que saliesen a la calle, donde hacía bastante calor al ser verano, o al menos esperasen en la casa de enfrente de la iglesia.
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Entre saludos y preparativos llegó la hora de la boda. Yo me puse las ropas litúrgicas y salí a la calle para acompañar al novio y esperar a la novia, pero ésta no llegaba.
Un grupo de ciclistas que pasaban por allí (miembros de algún club ciclista, pues todos iban vestidos con el mismo maillot de colorines), al ver el gentío, decidieron hacer un descanso y esperar también a la novia. Lo mismo hicieron un grupo de excursionistas, con sus mochilas y bastones, que recorrían un sendero de largo recorrido. Entre el novio y los invitados, los curiosos de otros pueblos, ciclistas, excursionistas, los músicos (que con el frío de la iglesia habían decidido salir ellos también al sol) y yo revestido con la casulla, se formó un grupo humano que hubiera encajado en cualquier película de Berlanga. Pero la novia seguía sin aparecer.
Cuando ya llevábamos más de un cuarto de hora esperando, me acordé de que las dos pobres ancianas seguían dentro de la iglesia. Entramos y nos las encontramos tiritando de frío, hasta el punto de que esta vez ninguna de las dos puso ninguna objeción para que les ayudásemos a llegar a la casa de enfrente de la iglesia. Incluso una de ellas comentó: “Vale, llevadnos donde queráis, pero que tengan la cocina de leña encendida.”
Pasaban los minutos y la novia seguía sin aparecer. Al parecer, aquella noche la había pasado en casa de unos parientes, en una ciudad a unos 70 kilómetros del pueblo, y de allí vendría ya vestida de novia. Habían llamado por teléfono varias veces a la casa, pero no contestaba nadie (la boda fue hace unos 12 años, y por aquel entonces la gente no tenía teléfonos móviles).
Cuando llevábamos ya más de 25 minutos esperando, el novio con discreción se acercó a mí y me preguntó: “Oye, ¿quién decide si hay boda o no hay boda?”. Tuve que calmarle diciéndole que la decisión era suya, que yo no pensaba marcharme hasta que él me lo dijera. Entonces, con cara de resignación, me dijo: “Bueno, algo ha tenido que pasarle. Mira, esperamos uno cinco minutos más y, si no viene, entramos todos en el ayuntamiento, comemos lo que tenemos preparado y esta tarde ya nos casarás.” Así se lo comunicó también a todos los presentes, lo que hizo que crecieran los murmullos entre los diferentes grupos que se habían formado.
Los ciclistas, ya cansados de esperar, se despidieron de todos y siguieron su ruta.
Los excursionistas aguantaron un poco más (creo que valorando si les compensaba quedarse para conocer el final de la historia y para participar del banquete popular, pues, tal como dijo el novio, todos los presentes estaban invitados).
Tras 35 minutos de espera, los excursionistas consideraron que no era oportuno esperar más, pues además, con el cansancio, el ambiente festivo se iba enrareciendo. Se despidieron de todos y empezaron a bajar por la calle principal, pero en ese momento tuvieron que apartarse rápidamente del centro de la calle, pues apareció un coche a toda velocidad tocando la bocina. ¡La novia había llegado!
Todo el mundo se movilizó: los músicos entraron rápidamente en la iglesia y empezaron a templar de nuevo sus instrumentos, algunos vecinos fueron rápidamente a la casa de enfrente de la iglesia para traer a las dos ancianas, los encargados comenzaron a encender los petardos preparados para recibir a la novia…
La novia bajó del coche con su mejor sonrisa. Yo, para calmar la situación, le dije: “Tranquila, que esta espera no tiene importancia. Habéis tenido alguna avería o algo así.” Y ella, sin darle ninguna importancia contestó: “No. Que a la peluquera no le acababa de convencer cómo me quedaba el peinado.” Creo que acierto al interpretar el sentimiento de todos los presentes, incluido su novio, al decir que en ese momento ¡¡¡le hubiéramos dado unos azotes bien dados como a cualquier niña malcriada!!!
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¡La paz contigo!
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(Nota: El otro día me encontré en un hipermercado con aquella novia. Ahora es una feliz y responsable madre de familia.)

Lenguaje litúrgico

La riqueza de la liturgia es un tesoro que hemos recibido de la iglesia y que no sabemos valorar en su justa medida.
Para apreciarla convenientemente debemos tener en cuenta que en ella se utiliza un lenguaje (en cuanto a signos, gestos, expresiones…) en el que se debe estar iniciado.
A veces, tanto por parte de los sacerdotes como de los fieles, se da por sobreentendido un conocimiento mínimo del lenguaje litúrgico. La organización de un cursillo básico de liturgia es considerado por muchos sacerdotes como algo secundario, y muchos fieles creen innecesario participar en estos cursillos de liturgia. Como consecuencia, multitud de expresiones y gestos son interpretados erróneamente, especialmente por aquellas personas que se han incorporado a nuestras comunidades provenientes de otras culturas.
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A la misa de hoy ha asistido una mujer acompañada de su vecinita, una niña rumana de unos 3 ó 4 años a la que cuida mientras sus padres trabajan. Como la mujer colabora mucho con la parroquia y con el grupo de Caritas, la pequeña, que casi siempre le acompaña, ya me conoce bastante, me saluda alegre siempre que me ve y en más de una ocasión, después de la misa dominical “de las familias”, a entrado con los demás niños en la sacristía a coger una golosina del “bote de las chuches”.
Pero ella está acostumbrada a esas “misas con niños”, muy alegres, festivas y participativas. Por eso hoy se ha llevado una sorpresa:
Al celebrar la misa de la tarde, yo estaba algo afónico después de pasar un catarro, y mi tono de voz era más grave de lo normal. Al llegar el momento de la consagración, los asistentes (unas trescientas personas, todos mayores) se han arrodillado, muchos de ellos agachando la cabeza y cerrando los ojos.
Al ver a todos arrodillados y con cara seria, escuchándose en medio del silencio sólo mi voz con el tono especialmente grave, la niña se ha empezado a asustar preguntando en voz alta: “¿Por qué se ha enfadado el cura?”.
Como la mujer que le acompañaba le hacía gestos de que se callase pero no contestaba a su pregunta, la niña se iba poniendo cada vez más nerviosa y repetía insistentemente a gritos, casi a punto de llorar:
¡¡¡ ¿Por qué se ha enfadado el cura? !!!
Al acabar la consagración y levantarse la gente, la niña se ha tranquilizado y ha dejado de dar voces.
Espero que la mujer sabrá explicar a la niña lo sucedido. De lo contrario, creo que he perdido una amiga.
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¡La paz contigo!