¡Qué importante, y que gratificante humanamente, es ser honesto consigo mismo y asumir las responsabilidades en las que te ves implicado en el día a día de la vida! Si esto es así a nivel humano, cuánto más si la fe personal te va ayudando a reconocer, en ese día a día, la voluntad de Dios para contigo.
Llevo días que, por alguna razón, está viniendo a mi memoria una situación que viví hace ya unos cuantos años:
.
Creo que ya he comentado en alguna ocasión (aunque sólo haya sido de pasada) que me encontraba en la ciudad de Nueva York el 11 de Septiembre de 2001, fecha del terrible atentado contra las torres gemelas, y los días de caos que siguieron a aquella barbarie.
El encontrarme alojado en un colegio al sur de Manhattan permitió que aquellos días me pudiese mover con cierta libertad por las proximidades de lo que la prensa acabó llamando “zona cero”. Era impresionante ver, después de los agotadores turnos de trabajo entre los escombros, los rostros cubiertos por el polvo y las miradas, un poco perdidas por el cansancio y por los horrores que se iban encontrando, de bomberos, policías y voluntarios venidos de todos los puntos de la ciudad.
Aquellas duras experiencias que estaban viviendo necesitaban compartirlas con alguien, y mi vestimenta de clergyman (de negro y con alzacuellos) me convertía, especialmente para los creyentes (no sólo católicos), en alguien en quien podían confiar, con la seguridad de que les iba a escuchar y les iba a dar una palabra desde la fe. Por desgracia, en el caso de los angloparlantes, mi insuficiente conocimiento de su lengua me obligó a defraudar sus esperanzas con un escueto “Sorry, I don’t speak english”.
Sin embargo, tengo que decir con orgullo que una buena parte de los voluntarios que trabajaron entre los escombros de las Torres Gemelas esos días eran inmigrantes hispanos a los que los valores recibidos en sus propios países les exigían implicarse activamente:
- primero, para tratar de ayudar a tantas familias que estaban viviendo el drama de la desaparición de algún ser querido que suponían se encontraba en las torres en el momento del atentado (las paredes de la ciudad se encontraban empapeladas por cientos de fotografías de personas desaparecidas, que tendrían que encontrarse, por su trabajo, dentro de los edificios derrumbados, pero los familiares aún albergaban la esperanza de que no fuera así), y
- segundo, porque se sentían movidos interiormente a devolver con ese gesto lo mucho que habían recibido del país que les había acogido (así lo manifestaban expresamente).
.
Como decía al principio, recuerdo de una forma especial el caso de un chileno que llevaba ya viviendo en la ciudad más de quince años. Trabajaba en un despacho de arquitectos y en cuanto se produjo el atentado pidió a su jefe varios días de permiso, pues sus conocimientos técnicos de la construcción y derribo de edificios podían ayudar en aquel momento.
Tremendamente emocionado, me contó que entre los escombros había encontrado un maletín de ejecutivo con el nombre de la propietaria. El maletín tenía en su interior unas zapatillas deportivas de mujer. (Muchas mujeres que trabajan en despachos en Nueva York, especialmente secretarias, acuden al trabajo trajeadas pero llevando zapatillas cómodas, que sustituyen por zapatos de tacón cuando comienzan la jornada laboral.)
El hallazgo del maletín, con las zapatillas dentro, era una prueba evidente de que aquella mujer se encontraba ya trabajando en el interior del edificio cuando chocó el avión. En vez de llevar el maletín al lugar donde se apilaban los objetos encontrados, el hombre se sintió con la responsabilidad de llamar rápidamente al teléfono que aparecía en el maletín y dar personalmente a la familia la mala noticia de que su ser querido estaba en el edificio en el momento del atentado.
Con lágrimas en los ojos, aquel chileno me contó que la persona que le cogió el teléfono era la propia dueña del maletín, que había podido salir (sin tiempo siquiera para recoger su cartera y ponerse las zapatillas) antes de la caída de la torre en la que se encontraba. La mujer estaba tan agradecida porque alguien a quien desconocía la buscase entre las ruinas del World Trade Center, y él tan emocionado por el feliz desenlace, que ambos habían quedado al día siguiente con sus familas para poder entregarse la cartera en persona y conocerse.
.
Ciertamente, si no hubiese asumido como suya la responsabilidad de avisar cuanto antes a la familia de la mujer que él creía víctima del atentado (y sé por experiencia lo duro que es comunicar a alguien el fallecimiento inesperado de un familiar), no hubiese experimentado la recompensa del gozo que sintió al conocer la buena noticia.
.
¡La paz contigo!
Llevo días que, por alguna razón, está viniendo a mi memoria una situación que viví hace ya unos cuantos años:
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Creo que ya he comentado en alguna ocasión (aunque sólo haya sido de pasada) que me encontraba en la ciudad de Nueva York el 11 de Septiembre de 2001, fecha del terrible atentado contra las torres gemelas, y los días de caos que siguieron a aquella barbarie.
El encontrarme alojado en un colegio al sur de Manhattan permitió que aquellos días me pudiese mover con cierta libertad por las proximidades de lo que la prensa acabó llamando “zona cero”. Era impresionante ver, después de los agotadores turnos de trabajo entre los escombros, los rostros cubiertos por el polvo y las miradas, un poco perdidas por el cansancio y por los horrores que se iban encontrando, de bomberos, policías y voluntarios venidos de todos los puntos de la ciudad.
Aquellas duras experiencias que estaban viviendo necesitaban compartirlas con alguien, y mi vestimenta de clergyman (de negro y con alzacuellos) me convertía, especialmente para los creyentes (no sólo católicos), en alguien en quien podían confiar, con la seguridad de que les iba a escuchar y les iba a dar una palabra desde la fe. Por desgracia, en el caso de los angloparlantes, mi insuficiente conocimiento de su lengua me obligó a defraudar sus esperanzas con un escueto “Sorry, I don’t speak english”.
Sin embargo, tengo que decir con orgullo que una buena parte de los voluntarios que trabajaron entre los escombros de las Torres Gemelas esos días eran inmigrantes hispanos a los que los valores recibidos en sus propios países les exigían implicarse activamente:
- primero, para tratar de ayudar a tantas familias que estaban viviendo el drama de la desaparición de algún ser querido que suponían se encontraba en las torres en el momento del atentado (las paredes de la ciudad se encontraban empapeladas por cientos de fotografías de personas desaparecidas, que tendrían que encontrarse, por su trabajo, dentro de los edificios derrumbados, pero los familiares aún albergaban la esperanza de que no fuera así), y
- segundo, porque se sentían movidos interiormente a devolver con ese gesto lo mucho que habían recibido del país que les había acogido (así lo manifestaban expresamente).
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Como decía al principio, recuerdo de una forma especial el caso de un chileno que llevaba ya viviendo en la ciudad más de quince años. Trabajaba en un despacho de arquitectos y en cuanto se produjo el atentado pidió a su jefe varios días de permiso, pues sus conocimientos técnicos de la construcción y derribo de edificios podían ayudar en aquel momento.
Tremendamente emocionado, me contó que entre los escombros había encontrado un maletín de ejecutivo con el nombre de la propietaria. El maletín tenía en su interior unas zapatillas deportivas de mujer. (Muchas mujeres que trabajan en despachos en Nueva York, especialmente secretarias, acuden al trabajo trajeadas pero llevando zapatillas cómodas, que sustituyen por zapatos de tacón cuando comienzan la jornada laboral.)
El hallazgo del maletín, con las zapatillas dentro, era una prueba evidente de que aquella mujer se encontraba ya trabajando en el interior del edificio cuando chocó el avión. En vez de llevar el maletín al lugar donde se apilaban los objetos encontrados, el hombre se sintió con la responsabilidad de llamar rápidamente al teléfono que aparecía en el maletín y dar personalmente a la familia la mala noticia de que su ser querido estaba en el edificio en el momento del atentado.
Con lágrimas en los ojos, aquel chileno me contó que la persona que le cogió el teléfono era la propia dueña del maletín, que había podido salir (sin tiempo siquiera para recoger su cartera y ponerse las zapatillas) antes de la caída de la torre en la que se encontraba. La mujer estaba tan agradecida porque alguien a quien desconocía la buscase entre las ruinas del World Trade Center, y él tan emocionado por el feliz desenlace, que ambos habían quedado al día siguiente con sus familas para poder entregarse la cartera en persona y conocerse.
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Ciertamente, si no hubiese asumido como suya la responsabilidad de avisar cuanto antes a la familia de la mujer que él creía víctima del atentado (y sé por experiencia lo duro que es comunicar a alguien el fallecimiento inesperado de un familiar), no hubiese experimentado la recompensa del gozo que sintió al conocer la buena noticia.
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¡La paz contigo!