El funeral (III)

Cuando el sacristán me hizo un gesto significativo de que ya había acabado sus oraciones, hice señas a la familia para que cargasen con el ataúd para iniciar el camino hacia el cementerio, pero en ese momento a una mujer de la primera fila, de entre 55 y 60 años, le dio un ataque de histeria y levantándose del banco se agarró fuertemente al féretro mientras no dejaba de gritar “¡¡ MADRE, ¿POR QUÉ TE HAS IDO? !!”
Familiares y amigos intentaban que soltase el ataúd, pero ella cada vez se agarraba con más fuerza. Esta situación se prolongó más de 10 minutos, hasta que con gran esfuerzo entre varios consiguieron soltar a la mujer, lo que aprovecharon algunos hombres para sacar el féretro de la iglesia.
No se si era la costumbre en ese pueblo o si los que portaban el cadáver tenían miedo de que la hija de la fallecida volviera a hacer otra escena, el caso es que los hombres que cargaban con el ataúd tomaron el camino del cementerio (que estaba a bastante distancia del pueblo) a gran velocidad, hasta el punto de que el resto de la comitiva, conmigo a la cabeza, casi los perdimos de vista a pesar de ir también nosotros a buen paso.
Para cuando llegamos los primeros al cementerio, a los que portaban la caja ya les había dado tiempo de depositarla junto al nicho que le correspondía: era el más bajo, a ras de suelo.
Con ligereza realicé las oraciones oportunas e hice una señal para indicar que ya podían introducir el ataúd en el nicho. Así lo hicieron, pero cuando se disponían a cerrar el nicho, un hombre, manifiestamente emocionado, se metió rápidamente dentro del nicho y se agarró a la caja gritando: ¡MADRE, QUE NOS HAS DEJADO!
En ese momento decidí que lo que mejor podía hacer ya era marcharme. Abandoné el cementerio mientras varios hombres tiraban de las piernas del hijo de la difunta, intentando sacarlo del nicho, mientras él se aferraba con fuerza a la caja.
En el camino de vuelta del cementerio me fui cruzando con un rosario de señoras que, no pudiendo seguir el ritmo de los portadores del ataúd, aún marchaban en dirección al cementerio.
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De vez en cuando, cuando recuerdo los hechos, suelo rezar por aquella señora, a la que no conocí en vida, y por su desconsolada familia.
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¡La paz contigo!

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