¡Víctimas!

Durante los festejos de los últimos carnavales, aprovechando que me encontraba por la zona, un sacerdote incardinado en Brasilia (Brasil) y yo fuimos invitados a comer en la casa de una familia de Calahorra (ciudad de unos 25.000 habitantes que se encuentra en La Rioja, una región situada en el norte de España).
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Nuestros anfitriones fueron Cayo y Mila (una pareja que rondará los 45 años, aunque bastante más jóvenes de aspecto y de vitalidad), y sus cuatro hijos.
Él es carnicero, y ambos trabajan activamente como catequistas de adultos en una de las parroquias de la población.
La comida fue entrañable. Ya desde el momento de la bendición inicial, los padres aprovecharon para dar una pequeña catequesis a sus hijos sobre la importancia de acoger a Cristo en su mesa (presente, en ese caso, en los dos sacerdotes invitados), la alegría de pertenecer a la Iglesia y la importante misión del presbítero dentro de ella.
Durante la comida, la conversación discurrió por los mil y un derroteros. Los hijos no paraban de preguntar, con manifiesto interés, por las experiencias misioneras del otro sacerdote en Brasil y Mozambique. También sacaban temas de historia y ciencia, e incluso, vivencias de fe (me parecieron realmente acertadas las respuestas de los propios padres, aunque sin duda aquellos jóvenes nos escuchaban más a nosotros “por eso de la novedad”).
También salió en la conversación, aunque muy brevemente, el tema de la nueva carnicería. Llevaba apenas unos meses abierta, pero estaban contentos con el resultado. Después de dedicar mucho esfuerzo y medios económicos, por fin estaba en pie ese proyecto laboral: no sólo era un lugar de venta montado con mucho gusto, sino que el interior del local estaba acondicionado para la producción de “precocinados” y “delicatessen” (Durante la comida pudimos gustar sus croquetas, “tigres”, orejitas de cordero, pinchos morunos… ¡y estaban “de vicio”!)
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Con todo, seguramente ni Cayo ni su familia hubieran aparecido en este blog si no fuera porque recientemente su carnicería ha aparecido en todas las televisiones y periódicos españoles (y a través de Internet también la he podido ver en otros periódicos europeos y latinoamericanos).
En la mañana del Viernes Santo, el grupo terrorista ETA colocaba, junto al cuartel de la Guardia Civil de Calahorra, un coche bomba. Gracias a Dios, no hubo victimas mortales, pero el resultado en los edificios próximos fue devastador.
Me quedé impresionado cuando, viendo las imágenes de televisión, reconocí lo que había sido la carnicería: sólo quedaban en su sitio unos jamones colgados dentro de un local totalmente arrasado.
No he tenido ocasión de hablar todavía con Cayo o Mila, pero sé, por gente cercana, que una de sus grandes preocupaciones es qué va a ser de los cinco empleados que trabajaban con él en la carnicería. Se está estudiando si el edificio entero (4 plantas), con serios daños estructurales, puede seguir en pie o debe derribarse. En el mejor de los casos, la carnicería no volvería a estar en pie hasta, al menos, un año (suponiendo que las indemnizaciones por parte del estado lo hagan posible, pues como he comentado, apenas llevaba unos meses abierta y supongo que la harían solicitando una hipoteca).
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Sé que Cayo y Mila, y todos sus hijos, asistieron al día siguiente a la Vigilia Pascual. Confío en que el Señor resucitado ponga paz en sus corazones (en los de esta familia y en los de todos los afectados por la sinrazón de la violencia en cualquier parte del mundo), fortalezca su fe en medio de las dificultades y les dé acierto en las decisiones que, a raíz de todo esto, deberán tomar.
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¡La paz contigo!

El cura rockero

En épocas pasadas, la mera presencia de tu imagen por la televisión hacía que en el pueblo fueras más conocido. La gente paraba al vecino de turno, con quien habitualmente sólo cruzaba un evasivo saludo, para decirle: te he visto por la tele, estabas de espectador en tal programa o cruzabas por la calle cuando tal locutor estaba haciendo una entrevista.
Y es que los medios de comunicación tienen la virtud de “aumentar la valía social de quien aparece en ellos”. (Así, por desgracia, personas que nunca han hecho nada de provecho en la vida, acaban siendo llamadas a tertulias para opinar sobre los más variados temas, demostrando con sus intervenciones que, efectivamente, su único mérito es haber salido alguna vez en televisión).
Hoy día, este fenómeno, en lugar de disminuir, se ha convertido en un hecho casi patológico de nuestra sociedad. Con las nuevas tecnologías, cualquier persona anónima puede llegar a ser reconocida por gente con quien no se ha cruzado en la vida (los grupos de fans a raíz de yutuve son un claro ejemplo).
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Hace unos años, fui invitado a una cena popular en las fiestas de un pueblo cercano al que vivía. Nada más llegar, un grupo de quinceañeras empezó a señalarme mientras decían casi a gritos, avisándose la una a la otra: “Mira, el cura. El cura.”
Se encontraban un poco alejadas, pero yo estaba convencido de que no las conocía de nada, así que pregunté a un vecino del pueblo que me acompañaba: “¿Conoces a esas chicas que me señalan?”
El respondió: “De aquí no son. Serán de la capital, porque los chavales del pueblo han invitado a las fiestas a bastantes compañeros de instituto.”
Al final, las crías no aguantaron más y vinieron todas a saludarme. Estaban ilusionadas y sonrientes, aunque lo único que dijeron fue un tímido “Hola”. (Gracias a Dios, la tontera de la adolescencia se acaba pasando con los años.)
Respondí intrigado: Hola. ¿Os conozco de algo?
Varias de ellas dijeron a la vez (mientras las demás soltaban una risita tonta): “Tú eres el cura rockero”.
- ¿Qué?
- Te llevamos en el móvil.
Ahí sí que ya no entendía nada, así que eché un vistazo a uno de los teléfonos móviles que me enseñaban. Entonces todo quedó claro:
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Ese año, uno de los chavales a los que daba catequesis de confirmación me pidió que convenciera a sus padres para que le permitiesen tener una guitarra eléctrica. (Había visto mi bajo eléctrico un día que me ayudó a meter unas cajas de folios en el despacho parroquial.)
Si no recuerdo mal, el chaval tenía ya ahorrado el dinero, pero sus padres no veían claro el asunto y no tenían ganas de ruidos en casa ni de que se despistase en los estudios.
Por suerte, no tuve que intervenir, pues él mismo acabó convenciéndoles no sólo de que le permitieran comprar el instrumento, sino también de que le pagaran las clases de un profesor de guitarra que venía al pueblo una vez a la semana.
Yo sabía que estaba estudiando guitarra, así que cuando tras una sesión de catequesis me pidió que le dejase probar el bajo para ver las diferencias en la digitación, no le puse excesivos inconvenientes.
Al parecer, mientras le enseñaba como hacer alguna escala básica, y sin que me diese cuenta, él me sacó una fotografía con el teléfono móvil y posteriormente, con el título “el cura rockero”, se la envió a algunas compañeras de clase. De ese modo, mi foto había ido pasando de unas a otras, al parecer con bastante “éxito”, pues aún la conservaban todas en el móvil.
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Preferí no enfadarme ante el hecho y me despedí amigablemente de las quinceañeras. Más tarde, tuve unas “palabritas” con el “fotógrafo” para poner las cosas en su sitio.
Efectivamente, en esto de las nuevas tecnologías y de la picaresca, los que vienen detrás nos superan.
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¡La paz contigo!
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P.D.: El chaval ahora, cuando tiene la ocasión, da conciertos por los bares de la zona, anunciándose como “El kaparra y su guitarra”. Gracias a Dios, no intervine para que le compraran la guitarra. Hace poco me encontré con la madre y me pidió encarecidamente que si alguna vez estoy con su marido, NUNCA le saque el tema del “Kaparra” porque… “¡lo está llevando muy mal!”.
De su música y sus letras, prefiero no hablar. ¡Me estoy haciendo viejo!

Dios nos libre de algunos alcaldes (I)

Esta misma semana oía la expresión: “Tiene más peligro un tonto que un malvado”. En muchos casos, el refrán se cumple. En concreto, cuanto peligro tienen esos alcaldes “nuevos”, llenos de buena voluntad pero faltos de experiencia, que en su afán por mejorar las condiciones del municipio olvidan que el pueblo no es suyo. Digo esto por experiencia:
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Hace unos dos años, me llamaron del ayuntamiento de uno de los pueblos a los que servía como sacerdote. Aquella población tenía poco más de 100 habitantes (aunque el número de empadronados triplicaba esa cantidad) y se encontraba a unos 5 kilómetros de la parroquia principal en donde yo tenía el domicilio.
La llamada urgente era para informarme de que se habían desprendido unas piedras de la fachada lateral de la casa parroquial.
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Cuando llegué destinado a esos pueblos, cuatro años antes, aquel gran edificio llevaba ya bastante tiempo deshabitado, se encontraba en ruinas y le faltaba la mitad del tejado. El enorme costo que suponía la rehabilitación del edificio, unido a la falta de fondos en la parroquia, hacía inevitable su hundimiento. Aquel caserón tenía mucho terreno en su parte trasera, todo vallado con una alta tapia, y se habían hecho varios intentos de vender la propiedad a alguna inmobiliaria, ya que se encontraba en el centro del pueblo, pero todo esfuerzo había sido infructuoso.
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Aquella mañana, el alcalde del lugar me citó en su despacho y me dejó las cosas claras: antes o después, no tendría más remedio que declararlo “en estado ruinoso”. La situación era complicada, pues en el momento en que fuera declarado “en peligro de ruina inminente” se dispondría sólo de 48 horas para iniciar el derribo. Yo ya había estudiado la posibilidad y había pedido presupuesto a varias empresas, pero debido al tamaño del edificio, el costo del derribo superaba de largo los seis mil euros, y en la cartilla de la parroquia apenas disponíamos de seiscientos.
Sin embargo, el propio alcalde había pensado “la solución”: Desde hacía tiempo tenía el proyecto de que la iglesia del pueblo quedase exenta, creando en la parte de atrás de la misma una amplia plaza que resaltase los contrafuertes, ocultos por los edificios colindantes, de ese precioso templo del siglo XVII. Lo único que se interponía entre el proyecto y su ejecución era que el terreno de la futura plaza estaba ocupado por el caserón parroquial, con su terreno vallado, y la casa deshabitada de un vecino que, como una cuña, se encontraba ubicada entre el caserón parroquial y la sacristía de la iglesia.
Como tenía el proyecto bastante estudiado, el alcalde fue a negociar directamente con los responsables de economía de la diócesis, con los que llegó a un acuerdo satisfactorio por ambas partes: la diócesis permutaba al ayuntamiento la casa parroquial y los terrenos colindantes a cambio de una parcela en una zona de próxima urbanización, y el ayuntamiento se comprometía a asumir el costo del derribo del edificio y a construir en el solar una plaza pública.
Hasta ahí todo bien, pero cual es mi sorpresa cuando, viendo los planos del proyecto del parque, observo que han incluido como parte del mismo el terreno que ocupaba la sacristía de la iglesia. Al preguntar sobre el asunto me dijeron que era un error, aunque, según ellos, habría que tener en cuenta el escaso valor artístico del edificio de la sacristía, pues en esa futura plaza tan bonita aquello “sería un pegote”.
Efectivamente, la parte exterior de la sacristía mostraba claramente que había padecido múltiples reformas, pero el interior de la misma estaba cubierto por una bovedilla de ladrillo del año 1665 y el mobiliario, cajonería y armario, eran de la misma época. Para cualquier persona con un mínimo de cultura, era del todo absurdo pensar en derribar la sacristía para mejorar una plaza.

Dios nos libre de algunos alcaldes (II)

Para cuando se firmaron los papeles de la permuta y se comenzó el derribo del caserón parroquial, estaba bastante avanzado el verano. Ya me habían comunicado que a primeros de septiembre tendría que trasladarme a un nuevo destino parroquial.
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El derribo del edificio no estuvo exento de contratiempos. Primeramente, la excavadora rompió accidentalmente la conducción del agua, dejando al pueblo varios días sin agua corriente. Después, la máquina volcó al subirse a la pila de escombros para empujar una viga del techo que no acababa de caer. Mas tarde, todos nos quedamos asombrados cuando pudimos contemplar como “sin querer” la pala derribó una de las paredes de la casa adyacente, la que se encontraba entre la casa parroquial y la sacristía.
El hecho no pareció afectar excesivamente al propietario, “curiosamente” miembro de la corporación municipal, pues inmediatamente se le permutó aquella casa, vieja y deshabitada, por un apetecible solar en la plaza del nuevo ayuntamiento.
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Lo más grave sucedió a falta de dos días para abandonar aquellos pueblos. Una llamada al teléfono móvil me avisaba de que, “de nuevo por error”, al tratar de limpiar de escombros el terreno que ocupaba la casa del concejal, la escavadora había golpeado la sacristía, lo que había afectado a una de las paredes.
Rápidamente me presenté allí. El resultado del “error” era peor de lo esperado: una de las paredes prácticamente había desaparecido y el techo se encontraban en buena parte hundido, habiendo destrozando en su caída mesas, sillas y arcones.
En medio de todo aquello, pensé en la suerte que había tenido. Pocos días antes, ante la posibilidad de que se vieran afectados por un posible “accidente” en el derribo de la casa colindante, había descolgado el gran cuadro que presidía la sacristía y lo había alejado de aquella pared, y había vaciado la caja fuerte (que con el hundimiento debía estar oculta debajo de todos los escombros), colocando en el armario lateral las piezas de valor: varias tallas de marfil, un altar portátil de plata, piezas de orfebrería del siglo XVII…
Ahora, lo importante era salvar todo lo que aun se pudiera. Una viga colgaba sobre el armario en el que había guardado los objetos de valor, así que di instrucciones al encargado de la pala (¡que demostró entonces una increíble habilidad en su manejo!) para que con el brazo de la misma sujetase la viga mientras yo, provisto de un casco de obra, intentaba abrir aquel armario y recuperar las piezas antes de que acabasen destrozadas. Hubo suerte y pudimos recuperarlo todo, así como buena parte de las vestiduras litúrgicas.
Pero no era sólo la sacristía. Toda la iglesia estaba inhabilitada. La gran nube de polvo y tierra provocada por el hundimiento había entrado en el templo y había afectado a más de la mitad de la iglesia. Altar, retablos, bancos… todo estaba cubierto por una gruesa capa grisácea.
El alcalde… tras manifestar su pesar por lo sucedido, indicó como “algo positivo” que ya no había ningún impedimento para construir la plaza tal como estaba prevista en el proyecto original. Su decepción fue grande cuando se le comunicó que la sacristía continuaba perteneciendo a la diócesis y que el ayuntamiento, como responsable de las obras, estaba obligado a reconstruirla.
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Como he comentado, dos días más tarde me despedía de aquel pueblo sin poder hacerlo en la iglesia, como hubiera sucedido en condiciones normales. A mi sustituto le está tocando pelear la situación. Dos años después, el ayuntamiento no ha hecho nada (ni siquiera se ha apuntalado lo que queda de bovedilla para que no acabe de caer), lo que es extraño, pues si realmente fue un accidente, sin duda la empresa constructora encargada del derribo tendrá un seguro que cubra “accidentes laborales” como ése. Además, el alcalde ha hecho una consulta en el pueblo pidiendo opinión sobre si quieren que se levante una nueva sacristía o prefieren allí una plaza. (Algún vecino contestó con acierto que también preferían una plaza en el solar donde se encuentra la casa del alcalde.)
Para “rematar la guinda”, el ayuntamiento ni siquiera ha urbanizado la zona en la que se encuentra el solar que se permutó por el caserón parroquial.
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La diócesis ha tardado en dar el paso, pero después de dos años intentando que el alcalde entrase en razón, parece que el obispo ya se ha convencido de que la única solución para proteger no sólo el patrimonio de la iglesia sino también el patrimonio cultural del pueblo, pasa por resolver el problema en los tribunales.
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Y lo más triste es que estoy convencido de que, a pesar de sus métodos irregulares, el alcalde está haciendo todo esto no con mala intención ni pretendiendo atacar a la Iglesia, sino totalmente seguro de que está actuando correctamente, buscando lo mejor para el pueblo.
Como he dicho al principio, ¡Dios nos libre de este tipo de alcaldes!
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¡La paz contigo!

Premio arte y pico

Llevaba ya tiempo sin visitar mi propio blog y me he encontrado con este reconocimiento… ¡desde Argentina! (Va a ser verdad que nuestro mundo es, cada vez más, una aldea global)
Sinceramente, agradezco de corazón que a alguien le parezca medianamente interesante lo que voy contando aquí, pero insisto en que me veo incapaz de continuar esta cadena de reconocimientos. Cuando llegue el verano espero estar algo más libre para dar un paseo por este “mundo de los blogs” en el que, curiosamente…
¡acabo de cumplir un año!
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Cuando he leído el comentario del padre Fabián comunicándome lo del premio, me ha venido a la mente una experiencia vivida junto a su país:
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Nunca he pisado suelo argentino, aunque estuve a pocos metros cuando visité, desde la parte brasileña, las cataratas de Iguazú.
Tuve la suerte de ver el gran conjunto de cataratas desde el aire con un helicóptero (una vista espectacular), pero fue al llegar a la plataforma-mirador que hay bajo las cataratas cuando aquel lugar me sobrecogió. Me acerqué a la plataforma contemplando ese gran caudal de agua que, ininterrumpidamente, iba cayendo y me ví tremendamente pequeño ante aquel despliegue de energía de la naturaleza.
Si el mundo tenía manifestaciones como aquella, ¿cómo sería Aquel que lo había creado? Me sentí realmente invadido por la presencia amorosa del Padre. En aquel lugar casi podía “tocarse” la huella que, en su acción creadora, ha dejado en la naturaleza. El lugar me impulsaba a dar gracias a Dios por el don de la vida y de la fe.
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Estaba absorto contemplando y meditando todo aquello cuando un compañero de viaje, dándome unos golpecitos en el hombro (el ruido del agua apenas dejaba oír otra cosa), me hizo señas de que teníamos que marcharnos. Yo, un poco enfadado, le grite: “¿Pero es que no vamos a quedarnos ni cinco minutos?”. Y él, extrañado, me respondió también a gritos: “¿Cinco minutos? ¡Pero si llevamos aquí más de tres cuartos de hora!
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Aquello me ayudó a entender “un poquito” lo que tiene que ser la vida eterna. Si sólo de mi voluntad dependiese, ahora mismo firmaba para que me vayan reservando un lugar en el cielo.
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¡La paz contigo!