Esta misma semana oía la expresión: “Tiene más peligro un tonto que un malvado”. En muchos casos, el refrán se cumple. En concreto, cuanto peligro tienen esos alcaldes “nuevos”, llenos de buena voluntad pero faltos de experiencia, que en su afán por mejorar las condiciones del municipio olvidan que el pueblo no es suyo. Digo esto por experiencia:
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Hace unos dos años, me llamaron del ayuntamiento de uno de los pueblos a los que servía como sacerdote. Aquella población tenía poco más de 100 habitantes (aunque el número de empadronados triplicaba esa cantidad) y se encontraba a unos 5 kilómetros de la parroquia principal en donde yo tenía el domicilio.
La llamada urgente era para informarme de que se habían desprendido unas piedras de la fachada lateral de la casa parroquial.
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Cuando llegué destinado a esos pueblos, cuatro años antes, aquel gran edificio llevaba ya bastante tiempo deshabitado, se encontraba en ruinas y le faltaba la mitad del tejado. El enorme costo que suponía la rehabilitación del edificio, unido a la falta de fondos en la parroquia, hacía inevitable su hundimiento. Aquel caserón tenía mucho terreno en su parte trasera, todo vallado con una alta tapia, y se habían hecho varios intentos de vender la propiedad a alguna inmobiliaria, ya que se encontraba en el centro del pueblo, pero todo esfuerzo había sido infructuoso.
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Aquella mañana, el alcalde del lugar me citó en su despacho y me dejó las cosas claras: antes o después, no tendría más remedio que declararlo “en estado ruinoso”. La situación era complicada, pues en el momento en que fuera declarado “en peligro de ruina inminente” se dispondría sólo de 48 horas para iniciar el derribo. Yo ya había estudiado la posibilidad y había pedido presupuesto a varias empresas, pero debido al tamaño del edificio, el costo del derribo superaba de largo los seis mil euros, y en la cartilla de la parroquia apenas disponíamos de seiscientos.
Sin embargo, el propio alcalde había pensado “la solución”: Desde hacía tiempo tenía el proyecto de que la iglesia del pueblo quedase exenta, creando en la parte de atrás de la misma una amplia plaza que resaltase los contrafuertes, ocultos por los edificios colindantes, de ese precioso templo del siglo XVII. Lo único que se interponía entre el proyecto y su ejecución era que el terreno de la futura plaza estaba ocupado por el caserón parroquial, con su terreno vallado, y la casa deshabitada de un vecino que, como una cuña, se encontraba ubicada entre el caserón parroquial y la sacristía de la iglesia.
Como tenía el proyecto bastante estudiado, el alcalde fue a negociar directamente con los responsables de economía de la diócesis, con los que llegó a un acuerdo satisfactorio por ambas partes: la diócesis permutaba al ayuntamiento la casa parroquial y los terrenos colindantes a cambio de una parcela en una zona de próxima urbanización, y el ayuntamiento se comprometía a asumir el costo del derribo del edificio y a construir en el solar una plaza pública.
Hasta ahí todo bien, pero cual es mi sorpresa cuando, viendo los planos del proyecto del parque, observo que han incluido como parte del mismo el terreno que ocupaba la sacristía de la iglesia. Al preguntar sobre el asunto me dijeron que era un error, aunque, según ellos, habría que tener en cuenta el escaso valor artístico del edificio de la sacristía, pues en esa futura plaza tan bonita aquello “sería un pegote”.
Efectivamente, la parte exterior de la sacristía mostraba claramente que había padecido múltiples reformas, pero el interior de la misma estaba cubierto por una bovedilla de ladrillo del año 1665 y el mobiliario, cajonería y armario, eran de la misma época. Para cualquier persona con un mínimo de cultura, era del todo absurdo pensar en derribar la sacristía para mejorar una plaza.
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Hace unos dos años, me llamaron del ayuntamiento de uno de los pueblos a los que servía como sacerdote. Aquella población tenía poco más de 100 habitantes (aunque el número de empadronados triplicaba esa cantidad) y se encontraba a unos 5 kilómetros de la parroquia principal en donde yo tenía el domicilio.
La llamada urgente era para informarme de que se habían desprendido unas piedras de la fachada lateral de la casa parroquial.
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Cuando llegué destinado a esos pueblos, cuatro años antes, aquel gran edificio llevaba ya bastante tiempo deshabitado, se encontraba en ruinas y le faltaba la mitad del tejado. El enorme costo que suponía la rehabilitación del edificio, unido a la falta de fondos en la parroquia, hacía inevitable su hundimiento. Aquel caserón tenía mucho terreno en su parte trasera, todo vallado con una alta tapia, y se habían hecho varios intentos de vender la propiedad a alguna inmobiliaria, ya que se encontraba en el centro del pueblo, pero todo esfuerzo había sido infructuoso.
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Aquella mañana, el alcalde del lugar me citó en su despacho y me dejó las cosas claras: antes o después, no tendría más remedio que declararlo “en estado ruinoso”. La situación era complicada, pues en el momento en que fuera declarado “en peligro de ruina inminente” se dispondría sólo de 48 horas para iniciar el derribo. Yo ya había estudiado la posibilidad y había pedido presupuesto a varias empresas, pero debido al tamaño del edificio, el costo del derribo superaba de largo los seis mil euros, y en la cartilla de la parroquia apenas disponíamos de seiscientos.
Sin embargo, el propio alcalde había pensado “la solución”: Desde hacía tiempo tenía el proyecto de que la iglesia del pueblo quedase exenta, creando en la parte de atrás de la misma una amplia plaza que resaltase los contrafuertes, ocultos por los edificios colindantes, de ese precioso templo del siglo XVII. Lo único que se interponía entre el proyecto y su ejecución era que el terreno de la futura plaza estaba ocupado por el caserón parroquial, con su terreno vallado, y la casa deshabitada de un vecino que, como una cuña, se encontraba ubicada entre el caserón parroquial y la sacristía de la iglesia.
Como tenía el proyecto bastante estudiado, el alcalde fue a negociar directamente con los responsables de economía de la diócesis, con los que llegó a un acuerdo satisfactorio por ambas partes: la diócesis permutaba al ayuntamiento la casa parroquial y los terrenos colindantes a cambio de una parcela en una zona de próxima urbanización, y el ayuntamiento se comprometía a asumir el costo del derribo del edificio y a construir en el solar una plaza pública.
Hasta ahí todo bien, pero cual es mi sorpresa cuando, viendo los planos del proyecto del parque, observo que han incluido como parte del mismo el terreno que ocupaba la sacristía de la iglesia. Al preguntar sobre el asunto me dijeron que era un error, aunque, según ellos, habría que tener en cuenta el escaso valor artístico del edificio de la sacristía, pues en esa futura plaza tan bonita aquello “sería un pegote”.
Efectivamente, la parte exterior de la sacristía mostraba claramente que había padecido múltiples reformas, pero el interior de la misma estaba cubierto por una bovedilla de ladrillo del año 1665 y el mobiliario, cajonería y armario, eran de la misma época. Para cualquier persona con un mínimo de cultura, era del todo absurdo pensar en derribar la sacristía para mejorar una plaza.
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