Una de las características comunes en los jóvenes de todas las épocas es la hiper-valoración de lo que consideran propio de su generación, despreciando o infravalorando lo aportado por generaciones anteriores. Desde la confianza que les da el considerarse “poseedores de la verdad”, enseguida se sienten capacitados para juzgar las situaciones con las que se van encontrando y cualificados para realizar los cambios necesarios para, según su criterio, mejorar esas situaciones. Entre fallos y aciertos, esa generación va dejando una herencia que la siguiente generación rápidamente pondrá en entredicho y tratará de sustituir por sus propias aportaciones.
Aunque la anterior afirmación es un tanto genérica, debemos admitir que refleja con bastante acierto algunas actitudes propias de los jóvenes en general, y, como miembros de su generación, también de los curas jóvenes en particular.
Recuerdo a un profesor del seminario que nos decía desde la sabiduría que da la experiencia de los muchos años vividos: “Cuando lleguéis a una parroquia no os deis prisa en cambiar lo que no os guste. No os precipitéis. Dad tiempo para que podáis amoldaros a la comunidad que os recibe y para que vuestros nuevos feligreses se amolden a vosotros. El primer año simplemente observad, fijaos en aquellas cosas que no os acaban de convencer y preguntaos por qué el anterior sacerdote las hacía así. El segundo año ya podréis empezar a introducir variaciones si realmente las seguís considerando necesarias.”
Todos, al salir del seminario, en un momento o en otro hemos hecho caso omiso de estas palabras, metiendo indefectiblemente la pata.
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El otro día me encontré con un compañero del seminario y juntos nos reímos recordando su primer “coscorrón” pastoral:
Llevaba poco tiempo ordenado sacerdote y aunque en un principio estaba destinado como coadjutor en otra parroquia, tuvo que sustituir durante todo un verano, en un pueblo de unos 400 habitantes, a un sacerdote que cayó de baja por enfermedad.
A los pocos días de comenzar su servicio en la nueva parroquia falleció un vecino de aquel pueblo. Tras el funeral, comenzó el traslado del cadáver al cementerio. El ataúd era portado a hombros, como era costumbre, por varios jóvenes del pueblo que, debido al peso y a la amplia distancia que separaba la iglesia del cementerio, realizaban la conducción a un paso bastante vivo (según se iban cansando, otros jóvenes sustituían a los primeros como portadores, de manera que el ritmo acelerado no se interrumpía). No todos los asistentes podían seguir ese paso y, como consecuencia, la comitiva se iba poco a poco estirando, quedándose las personas más mayores descolgadas. Una vez llegados al cementerio, como había buena visibilidad del camino que accedía a él desde el pueblo, se esperaba a que todos llegasen antes de dar sepultura al difunto.
Este modo de proceder le pareció al joven sacerdote bastante inapropiado, tomando la decisión de que en futuros entierros él se pondría delante de la caja y de la comitiva marcando un ritmo más pausado que permitiera a todos durante la conducción rezar el rosario o recitar algún salmo.
A los pocos días tuvo la oportunidad de poner en obra su proyecto pues falleció una señora ya muy mayor. Tras el funeral, al salir de la iglesia, él se puso al frente de la comitiva y comenzó a marcar un paso más acorde con la situación, pero enseguida sintió un fuerte golpe en el cogote y al volverse se encontró con que eran los propios jóvenes los que, al tomar su ritmo acostumbrado, le habían golpeado sin querer con el propio ataúd. El sacerdote abrió la boca para recriminarles su conducta, pero ellos se adelantaron diciéndole con respeto pero con cierta urgencia: “Padre, vaya más deprisa o déjenos pasar, que esto pesa mucho.” Como consecuencia, y para no volver a recibir otro cogotazo como el anterior, recorrió también él el camino del cementerio al ritmo más rápido que pudo, resoplando y olvidando su anterior proyecto de marcar el paso de la conducción de una forma pausada y en oración.
Al funeral siguiente, ya había olvidado sus proyectos de reforma, al menos en lo que a entierros se refería, y como uno más acompañó al cadáver hasta el cementerio pero siguiéndolo detrás de la caja y a buen ritmo, como había sido siempre la costumbre del lugar.
Aunque la anterior afirmación es un tanto genérica, debemos admitir que refleja con bastante acierto algunas actitudes propias de los jóvenes en general, y, como miembros de su generación, también de los curas jóvenes en particular.
Recuerdo a un profesor del seminario que nos decía desde la sabiduría que da la experiencia de los muchos años vividos: “Cuando lleguéis a una parroquia no os deis prisa en cambiar lo que no os guste. No os precipitéis. Dad tiempo para que podáis amoldaros a la comunidad que os recibe y para que vuestros nuevos feligreses se amolden a vosotros. El primer año simplemente observad, fijaos en aquellas cosas que no os acaban de convencer y preguntaos por qué el anterior sacerdote las hacía así. El segundo año ya podréis empezar a introducir variaciones si realmente las seguís considerando necesarias.”
Todos, al salir del seminario, en un momento o en otro hemos hecho caso omiso de estas palabras, metiendo indefectiblemente la pata.
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El otro día me encontré con un compañero del seminario y juntos nos reímos recordando su primer “coscorrón” pastoral:
Llevaba poco tiempo ordenado sacerdote y aunque en un principio estaba destinado como coadjutor en otra parroquia, tuvo que sustituir durante todo un verano, en un pueblo de unos 400 habitantes, a un sacerdote que cayó de baja por enfermedad.
A los pocos días de comenzar su servicio en la nueva parroquia falleció un vecino de aquel pueblo. Tras el funeral, comenzó el traslado del cadáver al cementerio. El ataúd era portado a hombros, como era costumbre, por varios jóvenes del pueblo que, debido al peso y a la amplia distancia que separaba la iglesia del cementerio, realizaban la conducción a un paso bastante vivo (según se iban cansando, otros jóvenes sustituían a los primeros como portadores, de manera que el ritmo acelerado no se interrumpía). No todos los asistentes podían seguir ese paso y, como consecuencia, la comitiva se iba poco a poco estirando, quedándose las personas más mayores descolgadas. Una vez llegados al cementerio, como había buena visibilidad del camino que accedía a él desde el pueblo, se esperaba a que todos llegasen antes de dar sepultura al difunto.
Este modo de proceder le pareció al joven sacerdote bastante inapropiado, tomando la decisión de que en futuros entierros él se pondría delante de la caja y de la comitiva marcando un ritmo más pausado que permitiera a todos durante la conducción rezar el rosario o recitar algún salmo.
A los pocos días tuvo la oportunidad de poner en obra su proyecto pues falleció una señora ya muy mayor. Tras el funeral, al salir de la iglesia, él se puso al frente de la comitiva y comenzó a marcar un paso más acorde con la situación, pero enseguida sintió un fuerte golpe en el cogote y al volverse se encontró con que eran los propios jóvenes los que, al tomar su ritmo acostumbrado, le habían golpeado sin querer con el propio ataúd. El sacerdote abrió la boca para recriminarles su conducta, pero ellos se adelantaron diciéndole con respeto pero con cierta urgencia: “Padre, vaya más deprisa o déjenos pasar, que esto pesa mucho.” Como consecuencia, y para no volver a recibir otro cogotazo como el anterior, recorrió también él el camino del cementerio al ritmo más rápido que pudo, resoplando y olvidando su anterior proyecto de marcar el paso de la conducción de una forma pausada y en oración.
Al funeral siguiente, ya había olvidado sus proyectos de reforma, al menos en lo que a entierros se refería, y como uno más acompañó al cadáver hasta el cementerio pero siguiéndolo detrás de la caja y a buen ritmo, como había sido siempre la costumbre del lugar.
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Como suele decir con humor cuando comenta el hecho: «Ese fue “mi primer coscorrón pastoral”».
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¡La paz contigo!
Como suele decir con humor cuando comenta el hecho: «Ese fue “mi primer coscorrón pastoral”».
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¡La paz contigo!
1 comentario:
Me ha hecho gracia la historia y es muy buena la moraleja ;-)
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