Mi entrada en el seminario (II)

Aún así, mi entrada en el seminario no fue lo que se dice "fácil".
La habitación que me prepararon temporalmente fue "la reservada para las visitas", lo que indicaba lo poco que confiaban los formadores en que "el nuevo" (que llegaba con el curso empezado, sin apenas aviso, y en cuya decisión de admisión había intervenido exclusivamente el obispo) aguantase más de una semana en aquel lugar. ¡Y casi aciertan!
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Lo primero que recuerdo de mi llegada al seminario es sentir que mi forma de vestir no encajaba con aquello: llevar camisa sin cuello, chaleco, gorra marinera y bandolera de lona militar, estaba bien para moverse en aquellos tiempos por el barrio de Malasaña, pero chocaba con la forma en que vestían todos en aquel caserón, a pesar de ser tan jóvenes como yo o más. Sus chaquetas de punto y sus pantalones de tergal (o vaqueros de marca "con pinzas") les daba a todos un aire... ¿Cómo calificarlo? ¿"Pijo"?
El portero, al verme llegar, me echó una mirada de sorpresa que llevaba claramente implícita la expresión: "Otro que se ha perdido y viene aquí despistado."

Lo segundo que recuerdo es el frío. La diferencia de temperatura entre Madrid y aquello era enorme. Además, llegaba con ropa más apropiada para coger en hora punta el asfixiante metro de Madrid que para recorrer los gélidos pasillos de aquel enorme edificio (sólo había calefacción en las aulas, los comedores, la zona de habitaciones y las capillas).
La calefacción, en aquella construcción con casi 100 años, funcionaba a través de grandes conductos de aire caliente. Uno de ellos desembocaba en el centro del pasillo de las habitaciones, y para mantenerlas calientes había que tener las puertas abiertas. La habitación que me habían cedido "temporalmente" era la primera del pasillo (la más fría, pues el aire caliente, en lugar de meterse en la habitación, se escapaba por las rendijas de la gran puerta de acceso al pasillo), y llevaba meses cerrada. No había manera de que se templase, e invariablemente cada mañana, durante varios días, tenía que pedir una manta más por haber pasado toda la noche tiritando.
Resultado: en menos de una semana ya estaba con tos y con fiebre. Y la monja que se encargaba de la enfermería (y que me suministraba también las mantas) acabó sentenciando: "Hijo, después de tantos años, tengo buen ojo para estas cosas. Me parece que no vas a aguantar aquí ni hasta la primavera."

Lo siguiente a lo que descubrí que tendría que adaptarme (teniendo en cuenta que llevaba muchos años viviendo mi vida de forma independiente), fue al estricto régimen horario que se seguía allí: toda la mañana (desde las 7.00) estaba programada al minuto, entre tiempo de oración y clases; y la tarde, hasta la cena, era tiempo de estudio personal.
Las puertas, creo recordar, se cerraban inexcusablemente a las 10 de la noche (por aquel entonces, yo era un poco "ave nocturna" y no entendía esas restricciones, teniendo en cuenta que se suponía que todos éramos adultos responsables que estábamos allí voluntariamente). Recuerdo la cara de incredulidad del formador el día que le dije: "Esta noche, después de cenar, a lo mejor me voy a dar una vuelta para despejarme. Por si acaso llego tarde, ¿me puedes dejar una llave del edificio?". No recuerdo bien su respuesta, pero sonó, más o menos, como un: "Creo que no te ha quedado claro todavía cómo debe ser la vida de un seminarista."

También recuerdo las clases. A mí, lo que me había gustado siempre eran los estudios de ciencias (física, química, matemáticas, biología...), pero ahora tenía por delante dos años enteros de estudios de filosofía antes de comenzar la teología.
Aquel año me convalidaron las asignaturas de pedagogía y lógica, pero a cambio, tras la cena, el rector me daba clases particulares de griego .
Una cosa me chocaba especialmente. Yo venía de estudiar las nuevas metodologías pedagógicas, y no entendía que la mayoría de las clases, para no más de 11 alumnos, se siguieran impartiendo allí por el sistema clásico magisterial, como si estuviéramos 200 en el aula: el profesor soltaba el "rollo" (a veces, incluso limitándose a leer el libro de texto), tú cogías apuntes (si realmente era necesario) y en el examen final volvías a soltarle el mismo rollo al profesor (y lo digo literalmente, pues había profesores a los que, si en el examen añadías algo diferente sacado de otros manuales, te lo subrayaban en rojo indicando claramente: "Esto no lo pone el libro de texto"; con la consiguiente bajada de nota.).
Con todo, también había profesores brillantes, y no lo suficientemente desencantados con la institución, que convertían sus clases en auténticos momentos de aprendizaje y hacían que, al final, te reconciliases con la filosofía.
En mi caso, me tomé tan en serio los estudios como parte fundamental de mi formacion para mi futuro servicio a la comunidad, que a los pocos días de estancia en el seminario "no tuve mejor idea" que hablar con el jefe de estudios para decirle que no había derecho a que tuviéramos como profesores a algunas personas que ni dominaban la asignatura ni eran capaces de facilitar el aprendizaje de la misma. Él me despidió de su despacho con educación y buenas palabras, incapaz de negar la evidencia, pero con un tono condescendiente que sonaba a algo parecido a "Ya te irás acostumbrando... si sigues con nosotros el tiempo suficiente."

Y junto a todo esto, un montón de pequeños detalles, como la música que se escuchaba allí. Tenía asumido que en el seminario se escucharía poco a los grupos de la movida madrileña o heavy metal, pero tenía la esperanza de que, además de la musica clásica, gustase el jazz o el blues o, al menos, el rock sinfónico (Pink Floid, King Crimson... ¿Supertramp?). A fin de cuentas, ellos también eran gente joven.
Debo confesar que, rápidamente, perdí toda esperanza cuando, tras pasar la primera noche allí, me despertó la campana que anunciaba la hora de levantarse, e inmediatamente después inundó mi habitación el sonido ¡a todo volumen! de un aparato de musica en la habitación contigua a la mía, con canciones... ¡¡¡de Julio Iglesias!!! En ese momento, fui yo el que pensó que no aguantaría mucho en aquel lugar.

Sin embargo, junto con todas aquellas pequeñas dificultades, me encontré con la gran alegría de que allí estaba también el Señor, esperándome y animándome. Y en aquella comunidad, tan extraña para mí, acabé reconociendo también a la Iglesia, con diferente rostro del que yo había conocido hasta entonces, pero movida por el mismo Espíritu. Y acabé no sólo queriendo a esos compañeros, tan diferentes a mí en todo (todavía lo siguen siendo), sino dando gracias a Dios por el gran don que me otorgaba de experimentar la comunión en medio de la diversidad. ¡Y qué diverso es el rebaño del Buen Pastor!

Creo que nunca llegué a ser un seminarista modelo. Es más, desde el principio tuve claro que yo no tenía "vocación para seminarista", porque... ¡nadie con el adecuado equilibrio psíquico y afectivo tiene "vocación para seminarista"!
Y que no se malinterpreten mis palabras: Podrás vivir con mayor o menor agrado esa etapa, podrás aprovecharla en mayor o menor medida, podrás disfrutar de los estudios, de las amistades, de los tiempos de reposo con el Señor en los momentos de oración o en los Sacramentos... Pero el ser seminarista, en si mismo, no es una meta. Ser seminarista es una etapa que necesariamente hay que pasar para madurar la auténtica vocación: la vocación al sacerdocio.
Y en mi caso (y lo digo con gran alegría y agradecimiento a Dios, a la Iglesia... y a todos aquellos que compartieron ese tiempo de seminario conmigo como formadores o como compañeros), el Señor permitió que, 6 años y medio después, fuera ordenado sacerdote.

¡La paz contigo!

1 comentario:

Historias del Metro dijo...

Pues a mí me ha gustado... El Señor llama a quien le da la gana, y también pienso que ser Seminarista no es una vocación, sino un periodo de formación y madurez...