Un entierro accidentado


En mi segundo año de sacerdocio, estando destinado en la sierra (allí viví feliz durante ocho inviernos), el sacerdote con quien compartía un mini-apartamento tuvo que ausentarse unos días, quedándome yo encargado también de sus parroquias.
Una tarde, recibí una llamada de teléfono diciéndome que al día siguiente trasladarían, a una de las poblaciones de las que él se encargaba, un cadáver.
La conversación fue, más o menos, así:
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- Mire, llamamos para avisar que mañana vamos a llevar a **** el cadáver del abuelo.
- De acuerdo. ¿A qué hora quieren que se celebre el funeral? Tendrá que ser pronto porque aquí en la montaña, en invierno, para las cinco ya es de noche.
- No, si no queremos funeral. Sólo que, si es posible, nos gustaría que el cura nos acompañase en el entierro y rezase algo.
- Bueno, vale, pero habrá que esperar a que pasen 24 horas desde el fallecimiento. ¿Cuándo ha fallecido el difunto?
- Hace cincuenta años.
- ¿¿Cómo…??
- Sí. Es que estaba enterrado en el cementerio de …. , que va a ser clausurado, y al abrir la tumba nos hemos encontrado con que el abuelo estaba incorrupto. Así que hemos decidido llevarlo a enterrar al pueblo, que allí tenemos un nicho de la familia. Llegaremos mañana hacia las 11. Le ruego que no diga nada a los vecinos porque lo queremos hacer en la intimidad.
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Como el cementerio estaba bastante alejado y se accedía por un camino muy embarrado, debido a las lluvias, la familia me propuso que les esperase en la ermita, a la salida del pueblo. Llevaba sin parar de llover desde el día anterior y cuando llegó la familia la lluvia era especialmente intensa. Llegaron en un gran todo-terreno de ciudad, pero no les acompañaba ningún coche fúnebre, por lo que deduje que se habían adelantado para recogerme.
Al llegar al cementerio, allí no había nadie. Me quedé de piedra cuando, al detener el vehículo, el conductor dijo al joven que iba sentado detrás: “Hijo, saca al abuelo”.
En medio del chaparrón que estaba cayendo, nos bajamos del coche, y el joven abrió el maletero. Era muy amplio y estaba lleno de bolsas de Alcampo, lo que indicaba que en el trayecto la familia había aprovechado para hacer la compra semanal. Con los baches del camino (un auténtico barrizal), una de las bolsas se había volcado y había naranjas rodando por todo el maletero. Al fondo había una gran bolsa negra, de esas que se usan en los cubos de basura de las comunidades de vecinos. El conductor la señaló, diciendo:
“Es increíble. Está tal como se le enterró. El traje lo tiene impecable y se le mueven hasta las articulaciones, así que hemos podido doblarlo y meterlo en esa bolsa. ¿Quiere verlo?”
A pesar de su insistencia, y poniendo como excusa el diluvio que estaba cayendo, me negué a ver al “abuelo”, así que el joven cargó con la bolsa negra y entramos en el cementerio. Llegamos a una tumba con una gran losa de piedra. El conductor intentó mover la losa, primero con la mano y luego con una piqueta que llevaba en el coche, pero no había manera. Entonces, el joven dejó la bolsa en el barro e intento ayudar a su padre, pero al parecer la losa estaba sujeta con cemento y lo único que consiguieron es que, al hacer palanca con la piqueta, se partiese una esquina.
En el cementerio había una caseta bastante abandonada. Tenía la puerta y las ventanas rotas, y en el centro una mesa de piedra, donde antiguamente se hacían las autopsias. La familia optó por dejar allí al difunto mientras iban a buscar ayuda al ayuntamiento. Por suerte, pude convencerles de que en aquella zona había zorros y otras alimañas y no era aconsejable dejar allí solo el cadáver. Así que el joven, cargando de nuevo con la bolsa a sus espaldas, la volvió a introducir en el maletero, entre las naranjas, y nos dirigimos al pueblo.
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En el ayuntamiento nos recibió el secretario, que, mostrando poco interés en el asunto, nos dijo que el capataz del ayuntamiento se había casado el día anterior y se había ido a vivir fuera, que la familia tenía que haber avisado antes de iniciar el traslado del cadáver y que en ese momento allí no había nadie que pudiera ayudarnos. Ante la insistencia del pobre familiar, que empezaba ya a desesperarse, el secretario no nos dio más solución que el que fuéramos a hablar con el alcalde, dándonos su dirección.
Cuando llegamos a la casa del alcalde, su mujer nos hizo pasar al comedor. Eran ya las dos de la tarde y el matrimonio estaba comiendo. El alcalde, un señor que estaría rozando la jubilación, sin levantarse de la mesa y entre cucharada y cucharada de lentejas, nos explicó que toda la gente estaría ocupada con el ganado y que nadie podría echarnos una mano hasta la caída de la tarde, cuando se encerrasen las vacas.
Salimos de aquella casa más “calientes” de lo que habíamos entrado. Hacía bastante frío, estábamos empapados y seguíamos sin solucionar el problema. Al final, el conductor tomó una decisión:
“Mire, usted márchese a comer a su casa que nosotros nos vamos a …. (un restaurante de la zona). Esta tarde ya veremos lo que hacemos y, si es caso, ya le llamaremos.”
Estuve esperando la llamada de aquella familia toda la tarde.
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Años después, pasé por aquel pueblo y pregunté a los vecinos cómo había acabado todo aquello, pero nadie sabía nada del asunto.
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¡La paz contigo!

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