Al llamar al número de teléfono móvil que me había dado el anterior párroco, Augustin me respondió con bastante enfado, diciéndome que él se encontraba en ese momento en Francia y que no podía dedicarse a ese asunto.
Su tono y prepotencia hizo que yo acabase perdiendo la paciencia, así que zanjé la situación: "Mire -dije con un tono que dejaba claras mis intenciones-, no le estoy pidiendo permiso para mover sus cosas. Le estoy comunicando que el día ... (faltaban 15 días), a las 9 de la mañana, vamos a desalojar el local donde se encuentran sus pertenencias, y las dejaremos en la calle. ¿Lo ha entendido usted?" Y colgué el teléfono.
A la semana siguiente, Augustin se presentó en el pueblo y, ante la presencia del alcalde y de otros vecinos, empezó a gritar diciéndo que yo no tenía derecho a tocar sus cosas, y que habría que ver si le había quitado algo o si el agua de lluvia del invierno le había deteriorado algún instrumento electrónico, dejando bien claro que hacía responsable a la parroquia de todos sus desperfectos.
Cuando le insistí que no había nada que hablar del asunto y que en el día y hora señalados serían desalojadas sus pertenencias del local, él se marchó entre insultos, amenazando con que se iba al cuartel de la guardia civil a presentar una denuncia.
El alcalde y los vecinos del pueblo me aconsejaron que, ante lo violento de la situación, me personase en el cuartel de la guardia civil de la zona para comunicar lo sucedido y para solicitar que el día de la evacuación de los objetos, ellos fueran testigos de que se depositaban todos en el exterior sin quedarnos nosotros con nada.
Al presentarme en el cuartel, el teniente me comunicó que, efectivamente, Augustin ya había estado allí tratando de presentar una denuncia contra la parroquia. Como él no tenía ningún papel de alquiler del local, ni de cesión del mismo, ni siquiera un justificante de que los objetos que se encontraban en el salón eran suyos, la guardia civil le recomendó también que, en el día y hora que le habían indicado, se presentara con un camión y recogiera sus cosas.
Ellos me garantizaron que en el momento del vaciado del salón se harían presentes para que no se nos pudiese acusar de apropiación indebida o deterioro voluntario de los objetos.
A falta de dos o tres días para la fecha del desalojo, recibí una llamada de teléfono del padre L... del monasterio de I... (a unos 150 Kms. de distancia). En tono suave y conciliador me dijo que debía comprender que Augustin estaba pasando por un mal momento personal, que aquellos instrumentos eran su futuro y que no era fácil encontrar un local donde poder guardarlos temporalmente. Llegado a ese punto del "sermón", y sin dejarle seguir su argumentación, le dije que ya sabía por qué me llamaba, y le di las gracias efusivamente por haberle cedido los locales del monasterio como almacén para "sus objetos tan valiosos" al enterarse de que nuestro salón estaba lleno de goteras. Así que, recordándole el día y la hora en que los sacaríamos a la calle, despues de darle nuevamente las gracias, le colgué el teléfono, sin darle ninguna posibilidad de réplica.
Resultado: Augustin llegó el día del desalojo con un camión. Ayudado por varios vecinos del pueblo, y ante la presencia silenciosa de la guardia civil, montó en el camión sus cosas y se marchó (supongo que al monasterio) sin una palabra de agradecimiento y sin decir ni adiós. ¡Y yo respiré alividado!
Lo siento mucho, pero ante otra situación como esa, será difícil que pueda facilitar el uso de unos locales parroquiales, ni siquiera "temporalmente".
¡La paz contigo!
Su tono y prepotencia hizo que yo acabase perdiendo la paciencia, así que zanjé la situación: "Mire -dije con un tono que dejaba claras mis intenciones-, no le estoy pidiendo permiso para mover sus cosas. Le estoy comunicando que el día ... (faltaban 15 días), a las 9 de la mañana, vamos a desalojar el local donde se encuentran sus pertenencias, y las dejaremos en la calle. ¿Lo ha entendido usted?" Y colgué el teléfono.
A la semana siguiente, Augustin se presentó en el pueblo y, ante la presencia del alcalde y de otros vecinos, empezó a gritar diciéndo que yo no tenía derecho a tocar sus cosas, y que habría que ver si le había quitado algo o si el agua de lluvia del invierno le había deteriorado algún instrumento electrónico, dejando bien claro que hacía responsable a la parroquia de todos sus desperfectos.
Cuando le insistí que no había nada que hablar del asunto y que en el día y hora señalados serían desalojadas sus pertenencias del local, él se marchó entre insultos, amenazando con que se iba al cuartel de la guardia civil a presentar una denuncia.
El alcalde y los vecinos del pueblo me aconsejaron que, ante lo violento de la situación, me personase en el cuartel de la guardia civil de la zona para comunicar lo sucedido y para solicitar que el día de la evacuación de los objetos, ellos fueran testigos de que se depositaban todos en el exterior sin quedarnos nosotros con nada.
Al presentarme en el cuartel, el teniente me comunicó que, efectivamente, Augustin ya había estado allí tratando de presentar una denuncia contra la parroquia. Como él no tenía ningún papel de alquiler del local, ni de cesión del mismo, ni siquiera un justificante de que los objetos que se encontraban en el salón eran suyos, la guardia civil le recomendó también que, en el día y hora que le habían indicado, se presentara con un camión y recogiera sus cosas.
Ellos me garantizaron que en el momento del vaciado del salón se harían presentes para que no se nos pudiese acusar de apropiación indebida o deterioro voluntario de los objetos.
A falta de dos o tres días para la fecha del desalojo, recibí una llamada de teléfono del padre L... del monasterio de I... (a unos 150 Kms. de distancia). En tono suave y conciliador me dijo que debía comprender que Augustin estaba pasando por un mal momento personal, que aquellos instrumentos eran su futuro y que no era fácil encontrar un local donde poder guardarlos temporalmente. Llegado a ese punto del "sermón", y sin dejarle seguir su argumentación, le dije que ya sabía por qué me llamaba, y le di las gracias efusivamente por haberle cedido los locales del monasterio como almacén para "sus objetos tan valiosos" al enterarse de que nuestro salón estaba lleno de goteras. Así que, recordándole el día y la hora en que los sacaríamos a la calle, despues de darle nuevamente las gracias, le colgué el teléfono, sin darle ninguna posibilidad de réplica.
Resultado: Augustin llegó el día del desalojo con un camión. Ayudado por varios vecinos del pueblo, y ante la presencia silenciosa de la guardia civil, montó en el camión sus cosas y se marchó (supongo que al monasterio) sin una palabra de agradecimiento y sin decir ni adiós. ¡Y yo respiré alividado!
Lo siento mucho, pero ante otra situación como esa, será difícil que pueda facilitar el uso de unos locales parroquiales, ni siquiera "temporalmente".
¡La paz contigo!
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