Con ocasión de la proximidad de las Confirmaciones en la parroquia, todos los años, invariablemente, hay quienes se acercan al párroco (supongo que con ganas de ayudar) para dejar claro como ven la situación.
El otro día, una señora ya mayor me abordó por la calle diciendo:
- ¿Pero cómo va usted a confirmar a esos jóvenes? ¡Si no tienen ni idea! Al menos en nuestros tiempos se daba una catequesis "como Dios manda", y no como ahora, ¡que salen sin saber ni lo que es un "sagrario"!
La frase me recordó un hecho que viví en una de mis primeras parroquias y que, comentándolo con otros sacerdotes, prácticamente a todos, de un modo u otro, les había sucedido alguna vez:
Era el día de la fiesta del pueblo. Desde el punto de la mañana, en la iglesia iban apareciendo vecinos para ultimar los preparativos antes de la Misa Mayor: mujeres que colocaban los centros de flores, la familia que ese año era encargada de adornar las andas de la Patrona con los tradicionales roscos, jóvenes que repasaban las lecturas o peticiones...
El sacristán del pueblo (un hombre ya mayor que venía haciendo esa labor desde hacía mucho tiempo) se había encargado de abrir la iglesia y, con la seguridad que da el repetir año tras año lo mismo, dirigía a todos y les echaba una mano en las diferentes tareas.
Me extrañó que, desde mi llegada, me dirigiera miradas furtivas con una chispa de humor en los ojos. Yo lo atribuí a que estaba contento por ser la fiesta de la Patrona y, como era mi primer año allí, estaba pendiente de mí para que no me dejase nada. ¡Y no me equivoqué!
Acabada la procesión y la Eucaristía, él sacristán seguía mirándome de vez en cuando con esa chispilla de guasa en sus ojos. Así que me acerqué a él y, con una sonrisa, le pregunté qué es lo que pasaba.
Él, con tono de buen humor, me dijo sinceramente:
- Pues que es usted tan despistado como los curas anteriores. ¿No ha notado nada raro?
-La verdad es que no. ¿Ha sucedido algo?
El sacristán, elevó los ojos expresivamente al cielo dando un sonoro suspiro, como indicando la paciencia que tenía que tener, y despues dijo:
-¡Menos mal que he rellenado con formas el copón del sagrario, que si no, más de uno se habría marchado sin comulgar!
¡La paz contigo!
NOTA:
Aquel día tuve que sentarme con él y explicarle la diferencia entre una forma consagrada y una forma sin consagrar, y que no sólo por meter las formas al sagrario se hacía el Señor presente en ellas.
Él, con cara de asombro (pues aquella debía ser su costumbre desde hacía muchos años, especialmente el día de la fiesta), me dijo que lo había entendido y que ya sabía que a partir de entonces no lo debía hacer más.
Aun así, cada cierto tiempo le preguntaba al sacristán si se acordaba de nuestra conversación, a lo que él siempre me contestaba que sí, aunque con un tono un poco dubitativo, como si no estuviese convencido del todo.
Por si acaso, cuando me cambiaron de parroquia, avisé del hecho al sacerdote que me sustituía, ¡para que estuviese atento!
El otro día, una señora ya mayor me abordó por la calle diciendo:
- ¿Pero cómo va usted a confirmar a esos jóvenes? ¡Si no tienen ni idea! Al menos en nuestros tiempos se daba una catequesis "como Dios manda", y no como ahora, ¡que salen sin saber ni lo que es un "sagrario"!
La frase me recordó un hecho que viví en una de mis primeras parroquias y que, comentándolo con otros sacerdotes, prácticamente a todos, de un modo u otro, les había sucedido alguna vez:
Era el día de la fiesta del pueblo. Desde el punto de la mañana, en la iglesia iban apareciendo vecinos para ultimar los preparativos antes de la Misa Mayor: mujeres que colocaban los centros de flores, la familia que ese año era encargada de adornar las andas de la Patrona con los tradicionales roscos, jóvenes que repasaban las lecturas o peticiones...
El sacristán del pueblo (un hombre ya mayor que venía haciendo esa labor desde hacía mucho tiempo) se había encargado de abrir la iglesia y, con la seguridad que da el repetir año tras año lo mismo, dirigía a todos y les echaba una mano en las diferentes tareas.
Me extrañó que, desde mi llegada, me dirigiera miradas furtivas con una chispa de humor en los ojos. Yo lo atribuí a que estaba contento por ser la fiesta de la Patrona y, como era mi primer año allí, estaba pendiente de mí para que no me dejase nada. ¡Y no me equivoqué!
Acabada la procesión y la Eucaristía, él sacristán seguía mirándome de vez en cuando con esa chispilla de guasa en sus ojos. Así que me acerqué a él y, con una sonrisa, le pregunté qué es lo que pasaba.
Él, con tono de buen humor, me dijo sinceramente:
- Pues que es usted tan despistado como los curas anteriores. ¿No ha notado nada raro?
-La verdad es que no. ¿Ha sucedido algo?
El sacristán, elevó los ojos expresivamente al cielo dando un sonoro suspiro, como indicando la paciencia que tenía que tener, y despues dijo:
-¡Menos mal que he rellenado con formas el copón del sagrario, que si no, más de uno se habría marchado sin comulgar!
¡La paz contigo!
NOTA:
Aquel día tuve que sentarme con él y explicarle la diferencia entre una forma consagrada y una forma sin consagrar, y que no sólo por meter las formas al sagrario se hacía el Señor presente en ellas.
Él, con cara de asombro (pues aquella debía ser su costumbre desde hacía muchos años, especialmente el día de la fiesta), me dijo que lo había entendido y que ya sabía que a partir de entonces no lo debía hacer más.
Aun así, cada cierto tiempo le preguntaba al sacristán si se acordaba de nuestra conversación, a lo que él siempre me contestaba que sí, aunque con un tono un poco dubitativo, como si no estuviese convencido del todo.
Por si acaso, cuando me cambiaron de parroquia, avisé del hecho al sacerdote que me sustituía, ¡para que estuviese atento!
1 comentario:
Me encanta su blog. Las historias son cercana y siempre interesantes. Enhorabuena y un abrazo.
Paz y Bien
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