El último fin de semana del 205 (I)

Vamos a empezar un nuevo año y todos estamos llenos de proyectos y deseos de lo que nos gustaría que fuese este tiempo en el que entramos y que el Padre nos regala.
Sin embargo, el hecho de que se tuerzan nuestros proyectos no tiene por qué significar necesariamente una mala noticia. Ojala pudiésemos repasar nuestra vida desde la distancia, conociendo hacia dónde acabará desembocando ese acontecimiento que, en principio, nos está desestabilizando.
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Como ya he contado alguna vez, mi relación con mi primer coche (un peugeot 205) no puede decirse que fuera muy afortunada. Ya el primer día que lo llevé a la parroquia, al intentar aparcar en batería, una mancha de aceite en el suelo (restos de un accidente anterior mal limpiado) hizo que el coche no parase y me empotré de frente contra la cristalera de un bar. Por suerte, un parroquiano que tenía un taller me recompuso todo el frontal, reforzándolo.
Aquel mismo año tuve otros siete accidentes, y aunque siempre fueron “culpa de los demás”, mi fama de mal conductor creció entre los conocidos. Tras cada golpe, mi ya amigo, el dueño del taller mecánico, me contaba que había aprovechado para reforzar tal o cual pieza de la carrocería. Sin embargo, a pesar del número y la aparatosidad, ninguno de aquellos percances fueron comparables a lo que yo llamo “el último fin de semana del 205”.
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Como ya conté en una entrada anterior, el motor del 205 había quedado destrozado por culpa de un “despiste”. Sólo una semana después de que me entregasen el coche con un nuevo motor (de segunda mano), tenía un apretado fin de semana:
- Aquel domingo, debía desplazarme desde la capital, donde vivía, hasta los cuatro pueblos de la montaña que atendía.
- Cuando acabase las misas de la mañana, tenía que trasladarme hasta Vitoria para asistir a una reunión que duraría hasta la noche.
- Aquella noche tenía previsto viajar hasta Pamplona para dormir en casa de mi hermano, pues al día siguiente, lunes, por la mañana tenía un encuentro con otros sacerdotes para visitar las obras de restauración de la catedral.
- Después de comer debía regresar a la ciudad donde vivía para presidir una celebración penitencial a última hora de la tarde.
El viaje empezó a complicarse desde el principio. Cuando llevaba recorridos unos 30 kilómetros en dirección a mis pueblos, se encendió una luz roja en el salpicadero, indicándome que estaba subiendo mucho la temperatura del coche. Paré rápidamente el vehículo y pude comprobar que no tenía agua. Esperando que la causa fuera simplemente que en el taller donde habían arreglado el coche se hubiesen olvidado de rellenar el deposito del agua tras cambiar el motor (y que no se tratase de una avería más grave), tenían claro que debía rellenar el depósito con agua antes de poder volver a arrancar el coche.
Por suerte (al menos eso creía) había detenido el vehículo justo delante de una piscifactoría de truchas. Cual es mi sorpresa cuando, llamando al portero automático de la verja de entrada y explicándoles repetidamente mi situación a través del interfono, me respondieron que ¡lo sentían mucho pero allí no tenían agua! ¡En una piscifactoría no podían darme agua para rellenar el depósito del coche!
Tratando de no entrar en juicios, me desplacé, bajo la suave lluvia que estaba cayendo en la zona, hasta un pueblo cercano (unos 3 kilómetros), donde un vecino me facilitó varias botellas de plástico.
Con todo aquello, y gracias a que tenía previsto llegar al primer pueblo una hora antes de la misa para visitar a algunos enfermos en sus casas, los feligreses “sólo” tuvieron que esperar una media hora antes de que empezara la misa dominical, retraso que se fue repitiendo en las celebraciones de los demás pueblos, aunque los vecinos de la primera parroquia ya se encargaron de avisar a las otras de que el cura llegaría con retraso a todas.
Tras visitar el último pueblo, comprobé que el nivel del agua del depósito del coche no había descendido, así que opté por no interrumpir mis planes y me traslade unos 200 Kms. hasta Vitoria.

El último fin de semana del 205 (II)

Cuando llegué a Vitoria había una fuerte tormenta que fue empeorando a lo largo de la tarde. Al acabar mi reunión allí ya era de noche, así que, cansado por todas las actividades del día (especialmente por la caminata en busca de agua en medio de la lluvia), sin quedarme a cenar me dirigí hacia Pamplona.
Nunca había pasado por aquella carretera, lo cual, unido a la fuerte lluvia y a lo mojado que estaba el firme, hizo que condujera con bastante prudencia. La visibilidad era muy mala, pues la lluvia seguía arreciando.
Al aproximarme a la entrada de un pueblo de unos 2000 habitantes llamado Echarri-Aranaz pude observar en medio de la oscuridad cómo los coches que iban a cierta distancia por delante de mí frenaban y daban media vuelta en la carretera. Por suerte eso me hizo disminuir todavía más la velocidad, lo que hizo que no acabase empotrado en una barricada que un grupo de encapuchados independentistas vascos había colocado en mitad de la carretera, a la altura de las primeras casas del pueblo. Con la lluvia y lo oscura que estaba la noche, apenas se veía lo que ocurría, situación que cambió totalmente cuando, casi llegando a su altura, alguien echó una antorcha y toda aquella barricada, que sin duda estaba rociada de gasolina, se convirtió en un momento en una cortina de fuego.
Tuve tiempo justo, sin llegar a detener el coche y con un fuerte volantazo, de dar media vuelta. Entonces me percaté de que los coches que me precedían, y a los que había visto girar, se metían por lo que parecía un polígono industrial. Como yo no conocía la zona y tampoco me apetecía quedarme en mitad de aquella situación, consideré lo más prudente seguirles, aunque ya estaban bastante lejos.
En realidad, a lo que seguía era a las luces traseras del último de los coches que, ya a distancia, veía girar por distintas calles, hasta que antes de llegar a uno de los cruces pude ver cómo un grupo de encapuchados cruzaban en mitad de la calle varios contenedores de basura, dejando a los coches a los que seguía totalmente bloqueados. Entonces empezaron a zarandearlos con la intención de volcarlos.
Yo, al seguirles a cierta distancia, había podido evitar todo aquello. Girando en dirección contraria tomé un camino de tierra que rodeaba la población y, sin saber muy bien a dónde me llevaba, acabé apareciendo en la carretera, en la otra parte del pueblo.
Seguí mi camino hacia Pamplona siendo consciente de que ningún otro vehículo me seguía. Era el único coche que había podido libarse de aquella barbarie.
Después he sabido que aquel pueblo es uno de los más conflictivos socialmente de toda Navarra.

El último fin de semana del 205 (III)

Al día siguiente, lunes, pude hacer la visita de las obras de la catedral de Pamplona y comer con alguno de los canónigos. Como no tomo bebidas alcohólicas, en cuanto acabó la comida salí de regreso hacia mi ciudad.
El viaje fue cómodo y sin incidentes, pero a falta de unos 10 Kilómetros para llegar, los planes se torcieron, pues un tractor que circulaba por el arcén en mi misma dirección giró hacia un camino a la izquierda justo cuando me disponía a rebasarle (por precaución, me había pasado ya al carril de la izquierda). El tractor, con un gran arado de vertedera, ocupó toda la calzada. Intenté frenar, pero la rueda reventó y acabé empotrado de frente contra el arado.

El gran arado entró por el morro del coche cortando la parte delantera del coche en dos mitades, arriba y abajo, y deteniéndose justo antes de entrar en la cabina del vehículo (la batería del coche, colocada en el 205 junto a la guantera del copiloto, quedó limpiamente cortada en dos).
El impacto hizo que la bandeja de debajo del volante se desplazara hacia mí, pero en lugar de cortarme las piernas, se rompió al impactar con mis rodillas (es uno de los motivos por los que las tengo dañadas y no me arrodillo en la consagración).
Además, la puerta del conductor se retorció desencajándose y quedó apoyada en mi cuello.
Parte de la parte superior del coche, seccionada, se metió por el cristal de delante, quedándose por encima de mi cabeza.
Por suerte, aparte del golpe en las rodillas y el cardenal provocado por el cinturón de seguridad, yo no tenía ni un rasguño, aunque no podía salir de aquel amasijo de hierros.
El conductor del tractor (un hombre posiblemente en edad de estar ya jubilado), muy nervioso, metió parte de su cabeza (boina incluida) por lo que quedaba de ventanilla y, sin preguntarme cómo me encontraba, empezó a gritarme literalmente: “¿Es que no has visto el intermitente… que con el golpe se me ha fundido?”. El hombre, casi histérico, sacó la cabeza y la volvió a meter gritando: “Ya os he visto venir, y al primer coche le he dejado pasar, pero ¡no os voy a dejar pasar a todos!”
Se refería al coche que circulaba a pocos metros por delante de mí y que le había adelantado un momento antes, cuyo conductor, al ver por el retrovisor la barbaridad que había hecho el tractorista, dio media vuelta y se encaró con él diciendo también a gritos:
“¡Llevo en el coche una mujer muy anciana y un niño de un mes! ¡Si me llega a hacer eso a mí, ahora estarían muertos!”
Todo esto lo veía yo desde dentro porque, tal como había quedado el coche, estaba atrapado.
Los agentes de tráfico llegaron pronto y finalmente pude salir de lo que quedaba del 205. Necesitaba estirar las piernas y mientras la grúa trataba de mover el tractor (parte del arado se había clavado también en una de sus ruedas) pude escuchar cómo los testigos del otro coche declaraban en mi favor y los agentes increpaban al agricultor por llevar la ITV, la tarjeta de revisión del tractor, ¡7 años caducada! (Entonces acabé de entender el porqué de su justificación al decir que el intermitente "con el golpe se le había fundido".)
Necesitaba dar un paseo y mientras movían los vehículos comencé a andar por el arcén. A unos 70 metros encontré en mitad del asfalto el crucifijo de bronce que llevaba siempre en el salpicadero. El impacto había sido realmente bestial.
Los conductores de los vehiculos que pasaban por allí, al ver los restos del accidente y la presencia de un cura (pues yo iba vestido de negro y con alzacuellos) se acercaban a preguntarme cuántos muertos había. Al decirles que el conductor era yo y verme allí paseando sin un rasguño, nadie se lo creía.

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Los técnicos que revisaron el coche me lo confirmaron: la velocidad especialmente moderada, fruto de la mala experiencia del día anterior, y los refuerzos que se habían añadido al morro del coche tras los seis accidentes que había tenido durante aquel año, habían provocado que el arado se detuviese junto a mis piernas en lugar de cortarme por la mitad.
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Como decía al principio, nunca sabemos si ese acontecimiento que nos desagrada y rompe con nuestros proyectos puede ser, en el futuro, para nuestro bien.
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¡La paz contigo!

Gin-tonic

A veces, sin nosotros pretenderlo, nos vemos involucrados en situaciones que pueden hacernos sentir especialmente incómodos. En esos caso (y pienso que prácticamente en todas las situaciones de la vida) lo mejor es tomar lo que venga con una prudente dosis de humor.
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Hace ya unos cuantos años, al poco tiempo de ordenarme de sacerdote, participé en una convivencia en el seminario de Castellón junto con varios amigos y conocidos. Como a esa convivencia asistió mucha gente, algunos no pudimos quedarnos en el seminario y tuvimos que alojarnos en una zona hotelera próxima, junto a la playa.
Regresábamos a casa el domingo, y el día anterior, sábado, la jornada concluyó con una eucaristía reposada y muy participativa, por lo que finalizó muy entrada la noche. Aunque era bastante tarde, un matrimonio amigo, que se alojaba en el mismo hotel que yo, me propuso dar un paseo por la zona de la playa y comentar lo vivido durante aquellos días de convivencia.
Como la celebración eucarística había sido realmente festiva y una buena experiencia de encuentro con el Señor, lo último que me apetecía a mí también era irme a dormir. Demás hacía una noche muy agradable y no suelo tener la posibilidad de dar un paseo nocturno a la orilla del mar, así que les acompañé con gusto.
Después de un buen rato paseando los tres, el marido comento: “¿No tenéis sed? Ahora me bebía con gusto un gin-tonic (tónica con ginebra).”
Su mujer le miró asombrada y exclamó: “¿Pero a qué viene eso? Si tú lo más que bebes es una cerveza con gaseosa, y sólo los días de mucha fiesta.”
- “Pues me apetece un gin-tonic. Acuérdate que hace años solía beber gin-tonics, y me quitaban la sed.”
La mujer comentó con ironía algo sobre “la crisis de los 40”, pero lo cierto es que con aquella conversación nos empezó a dar sed a todos y nos pareció buena idea sentarnos en algún lugar y tomar algo. Sin embargo, estábamos en el mes de octubre y, al parecer, la temporada turística había acabado. Todos los locales por los que pasábamos, a pesar de ser sábado por la noche, estaban cerrados.
Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, al final nos dimos por vencidos y nos dirigimos hacia nuestro hotel. Pero cuando ya estábamos bastante cerca, oímos que por los alrededores sonaba música y encontramos abierto lo que parecía un local de copas.
Al entrar pudimos observar que estaba bastante lleno y mucha gente estaba bailando. Sin prestar mucha atención, nos dirigimos directamente a la barra y pedimos algo para beber (mi amigo, por supuesto, pidió un gin-tonic).
Fue después de haber pedido las bebidas cuando nos dimos cuenta de que nos habíamos metido, sin querer, en la celebración de una boda. Mi amigo, ante aquella situación, empezó a ponerse nervioso y propuso que nos fuéramos, pero tanto su mujer como yo estábamos de acuerdo en que, después de todas las vueltas que habíamos dado, no íbamos a marcharnos hasta que él se hubiera bebido "su gin-tonic". Además el camarero ya estaba preparando las bebidas.
A pesar de que ella y yo nos lo tomamos con humor, lo cierto es que la situación era un poco incómoda, pues nadie nos había invitado a aquella fiesta privada. Además, mi amigo, ya visiblemente nervioso, empezó a comentar que notaba miradas "raras" por parte de alguno de los invitados como preguntándose quiénes podíamos ser.
El camarero llegó con las bebidas, pero cuando fuimos a pagarle nos dijo que él era una persona seria. Le habían alquilado el local y le habían adelantado un dinero para las bebidas, y hasta que no se consumiese por valor de ese dinero, allí no iba a pagar nadie. No nos atrevimos a decirle que nosotros no pertenecíamos a la boda y que nos habíamos colado sin querer porque estaba la puerta abierta, así que nos miramos y, sin comentar el asunto, decidimos disfrutar con humor de la situación.
Pero mi amigo seguía insistiendo en que notaba que alguno nos estaba mirado con cara de no saber quienes éramos. Además, aunque el matrimonio que me acompañaba iba vestido bastante elegante y no desentonaban allí, yo vestía de negro y con alzacuellos. La cabeza de mi amigo no paraba de pensar lo peor: ¿Y si se daban cuenta de que yo no era el cura que había celebrado la boda? O peor, ¿y si era una boda civil? ¿Qué pintaba allí un cura?
Llegó un momento en que no se atrevía a mirar a nadie. Se puso de espaldas a la gente, mirando solamente hacia la barra del bar.
Al darnos cuenta de que realmente lo estaba pasando mal, decidimos beber rápido nuestras consumiciones y marcharnos hacia el hotel. Él se bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso y comento: “Yo voy saliendo y os espero afuera”.
Fue al dejar él el vaso vacío en la barra cuando nos dimos cuenta:
El camarero, al servirle el gin-tonic, había vertido la ginebra en el vaso, pero tras abrir el botellín de tónica, lo había dejado sobre la barra para que mi amigo se preparase el combinado como quisiese, más o menos fuerte.
Como decía, fue entonces cuando nos dimos cuenta de que la botella de tónica permanecía llena. Mi amigo, que no bebía alcohol, estaba tan nervioso por la situación que… ¡se había bebido la ginebra “a palo seco”!
Mientras salíamos del local eran tan fuertes nuestras carcajadas que, entonces sí, todos los invitados de la fiesta se volvieron a mirarnos preguntándose quiénes podíamos ser.
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¡La paz contigo!

Preparando el último viaje

No tengo claro qué concepto tienen los ancianos de Internet. A veces parece que le dan más valor que los que lo estamos utilizando continuamente, como si fuese esa panacea mediante la cual uno es capaz de conseguirlo todo.
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Hace ya unas semanas, acompañé a un matrimonio a visitar, en una residencia de sacerdotes jubilados, a un amigo común.
Nuestro cura amigo tiene ya bastantes años, aunque la ancianidad parece habérsele presentado de golpe, pues hasta no hace mucho tenía un auténtico espíritu joven que le permitía llevar esa vida viajera que siempre le ha caracterizado. (Así, por ejemplo, con más de ochenta años se recorrió toda Italia en auto-caravana.)
Sin embargo, varios infartos cerebrales le tienen actualmente dormitando en una silla de ruedas, con cada vez más escasos momentos de lucidez.
Al despedirnos de él, hizo inclinarse a la mujer del matrimonio, a la que no había soltado en todo aquel tiempo la mano, y le susurró unas palabras al oído.
Ya fuera de la residencia, la mujer, emocionada, nos dijo a su marido y a mí:
“¿Sabéis lo que me ha dicho? Reza por mí, que voy ha hacer mi ultimo viaje. Díselo a todos para que estén conmigo. Que le pidan a Jesús y a la Virgen por mí. Y como sé que tú usas eso de Internet y puedes hablar con gente de todo el mundo, diles también a todos ellos que recen por este pobre pecador.”
Ella, que sabe que escribo este blog, me pidió que a través él pidiese a todos los que lo siguen que rezasen por nuestro amigo.
De nada sirvió que yo le dijese que casi no escribo y que, de hecho, son pocos los que lo leen. Ella misma escribió unas notas para que las publicase directamente aquí y así yo no tuviese la excusa de la “falta de tiempo”.
Por desgracia, debí borrar el correo que me envió porque no lo encuentro por ningún sitio.
Esta amiga, a quien no me he atrevido a decirle que había perdido su entrañable escrito, no ha dejado de enviarme correos como: “Será mejor que publiques la entrada pidiendo por nuestro amigo cura ¡antes de que sea tarde!”; correos que han acabado por hacerme sentir algo culpable.
Como yo creo en la “comunión de los santos” y en el gran valor que tiene el orar los unos por los otros, al escribir estas líneas cumplo, aunque con un poco de retraso, con mi misión.
No se si tú sacarás tiempo para rezar por él, pero a lo mejor ese viejo cura tiene más razón que yo al confiar en Internet como un instrumento para comunicar almas (y no sólo ideas).
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¡La paz contigo!

Errare humanum est

Es una suerte que tu comunidad parroquial tenga sentido del humor.
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Hay comunidades cristianas que ante una equivocación del cura responden con un silencio respetuoso, como si pensasen que el descubrir que comete errores fuera algo humillante para él.
En otras comunidades, ese silencio ante las “meteduras de pata” no es sino manifestación de la indiferencia ante lo que pueda o no hacer, mientras tengan cubiertas sus necesidades “cultuales”.
Las hay incluso que lo toman como algo personal y reaccionan con cierto enojo, como si esos errores fueran intencionados o fruto de una falta de interés del párroco.
Por suerte, creo que todas las comunidades por las que he pasado han respondido a mis múltiples despistes con un envidiable sentido del humor.
Para muestra, lo ocurrido hace apenas un par de horas:
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En la hoja parroquial de este domingo avisaba que “el próximo miércoles, 10 de noviembre”, iniciaríamos la novena del santo patrón de nuestro pueblo.
Hoy he recibido un mensaje en el teléfono móvil que decía:
“¡Tranquilo! No tenga prisa en preparar la novena. El 10 de noviembre no caerá en miércoles hasta dentro de dos años, en el 2010. En caso de no saber de lo que le hablo, consulte la hoja parroquial del pasado domingo.”
Realmente me ha alegrado que este feligrés haya querido compartir conmigo la risa que yo mismo le había provocado.
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Permitidme que cambie la frase con la que he comenzado esta entrada:
¡Es una suerte que tu comunidad parroquial… te considere uno de los suyos y te quiera!
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¡La paz contigo!

La imagen del Corazón de Jesús

A veces olvidamos que las estampas e imágenes de la Virgen o de los santos, los rosarios, e incluso las medallas y crucifijos, tienen valor para nosotros, los cristiano, sólo en la medida en que nos ayudan a sentir en nuestra vida la presencia cercana del amor de Dios-Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), la compañía en nuestro caminar de nuestra Madre María o la intercesión de los santos. Por eso no debemos escandalizarnos cuando algún cristiano manifiesta con sinceridad, por ejemplo, que le ayuda más a sentirse bajo la mirada amorosa de Dios un paseo por la naturaleza que hincarse de rodillas ante la imagen del Cristo o de la Virgen de su pueblo.
Sólo el Padre sabe de qué medio se va a servir en cada caso para que el hombre no se sienta abandonado por su Creador.
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Hace ya más de 25 años, siendo yo estudiante de física en Zaragoza, una amiga que entonces hacía prácticas de enfermería en la “casa grande” (el Hospital “Miguel Servet”) quiso compartir conmigo una experiencia que le había emocionado:
Había ingresado en su planta una señora bastante mayor. Estaba ya muy débil y los médicos creían que posiblemente no pasaría de aquella noche.
La mujer, consciente de que el momento de encontrarse con el Padre estaba cerca, pidió que elevasen lo más posible la cama y que la girasen un poco para, desde el lecho, poder ver a través del ventanal de su habitación “la imagen del Corazón de Jesús” que presidía el parque de detrás del Hospital. (Se había fijado en su presencia cuando la colocaban en la cama, justo la más próxima a la ventana.)
Aunque, según las normas del centro, no estaba permitido modificar la ubicación del mobiliario en las habitaciones, dada la situación extrema de la mujer, entre mi amiga y un familiar giraron la cama lo justo para que, desde una posición natural, la enferma pudiera ver la imagen situada sobre el cerro cercano.
La anciana pasó sus últimos momentos con la mirada fija en aquella imagen, moviendo los labios pero orando en silencio mientras tuvo fuerzas. Después, con gran serenidad, cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Dejó este mundo con una expresión de profunda paz. Aquella imagen le había ayudado a sentir la presencia amorosa de Nuestro Señor a su lado en aquellos momentos decisivos de su vida.
Nadie, ni mi amiga, ni las demás enfermeras, ni los familiares, ni siquiera el capellán del hospital (que se acercó para darle la Unción), creyeron oportuno decirle que la imagen erigida en aquel parque era la de “Alfonso I, el batallador”.
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¡La paz contigo!



Dani

Hoy hemos celebrado el funeral por Dani.
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Aunque nos habíamos saludado alguna vez, creo que no habíamos tenido ocasión de mantener una conversación de más de 5 minutos seguidos hasta la semana pasada. Eran las ocho de la mañana del domingo y yo me dirigía hacia la iglesia. Él, con una borrachera que apenas le permitía estar en pie, se acercó a mi y me dijo, intentando mirarme a los ojos: “Necesito ayuda. Yo solo no puedo dejar el alcohol.”
Le aseguré que, si realmente quería dejarlo, no estaría solo, y me comprometí a informarme de cuál era el mejor camino para afrontar su problema.
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Al día siguiente me puse en contacto con “Proyecto Hombre” (el organismo que tiene la Iglesia católica en España para el tratamiento y recuperación de drogodependientes). Ellos ya conocían a Dani, había pasado por el proceso debido a las drogas. Incluso se había recuperado y había montado un negocio de construcción. Pero tampoco en esto había tenido suerte, y se había refugiado en la bebida. “Él –me dijeron– ya sabe cuál es el camino: primero visitar a su médico e iniciar la terapia para pasar el mono (síndrome de abstinencia), y después iniciar el proceso de desintoxicación y rehabilitación que él elija. Nosotros tenemos un centro terapéutico especializado en tratamiento de alcoholismo. Pero el primer paso debe darlo él.”
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Me dirigí a su casa, pero todas las persianas estaban cerradas y nadie contestó al timbre, así que empecé a recorrer el pueblo (los bares del pueblo) buscándolo. En cada lugar me daban un poco más de información sobre él:
- por algunos bares ya había pasado,
- en otros tenía desde hace tiempo prohibido el acceso,
- su deterioro había provocado que su mujer y sus hijos abandonasen el domicilio familiar recientemente,
- la semana anterior la guardia civil se había presentado en su casa por haber tenido un intento de suicidio,
- había formado parte, hasta el año pasado, del grupo de cornetas de la cofradía de la Vera Cruz, pero lo había dejado porque “no estaba bien”,
- era el penitente que se había incorporado descalzo a la procesión del Viernes Santo…
A todos los que le conocían les dije que, si se encontraban con él, le avisasen de que le estaba buscando, que quería ayudarle.
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En los días siguientes, algunos vecinos me daban noticias suyas: seguía rondando por los bares, cada vez más deteriorado. Pero no había manera de que pudiéramos coincidir.
Para colmo, un inoportuno catarro me ha tenido toda la semana más tiempo dentro de casa que en la parroquia.
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Ayer me avisaron por teléfono:
Dani se había acercado a las 8 de la mañana al bar de la plaza, donde se habían negado a servirle. Al salir, junto al ayuntamiento, se había desplomado sin vida. Todo intento de reanimarle fue infructuoso.
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Hoy, con la urna que contenía sus cenizas, hemos celebrado el funeral por Dani. Tenía 39 años recién cumplidos.
¡Descanse en paz!
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¡La paz contigo!

Santos

Alguna vez ya he comentado (espero que se entienda que lo hago con cariño), cómo es frecuente en casi todos los pueblos que en torno a la iglesia haya personas que, aunque tremendamente limitadas intelectualmente, su gran disponibilidad y la enorme entrega que ponen en todo lo que hacen los acaban convirtiendo realmente en imprescindibles para el buen funcionamiento de la parroquia. (¡Y cómo son de queridos por toda la comunidad!)
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Me viene a la memoria el caso de Santos, un niño eterno que ahora rondará los 45 años. Cada mañana coge el autobús para desplazarse a la capital donde trabaja como encuadernador en un centro para disminuidos psíquicos. Como acaba su jornada laboral a las 5 y el autobús no sale de regreso al pueblo hasta casi las 8, aprovecha para hacer de “monaguillo” cada día en la misa de la tarde de una de las parroquias del centro.
Pero donde realmente se siente feliz es como sacristán en la iglesia de su pueblo (con anterioridad, ese oficio lo ejercía su padre hasta que murió, hace ya bastantes años). Allí realiza una labor impagable: él se encarga de que estén preparados los santos en sus andas para las procesiones, de que nunca escasee el vino o las formas, de que estén siempre preparados los ornamentos litúrgicos y el leccionario correspondiente, e incluso busca qué prefacio o qué plegaria eucarística son los más adecuados en relación con las lecturas del día (la mayoría de los curas ni siquiera son tan cuidadosos en ese aspecto). ¡Vamos, que el cura (que vive en un pueblo cercano y tiene que celebrar cada domingo en varias parroquias), prácticamente llega “a mesa puesta”!
Además, Santos vive como nadie el ser hijo de su pueblo y colabora todo lo que puede en los actos e iniciativas que prepara el ayuntamiento, hasta el punto de que al final de la misa, junto con los avisos parroquiales (que por supuesto él se encarga de dar, pues le encanta usar el micrófono), da también de forma pormenorizada todos los avisos que conciernen al pueblo (¡qué mejor momento para que todos los vecinos se enteren!): desde si va a haber cortes en el suministro del agua hasta quién va a cumplir años durante la semana.
Como puede esperarse, su deseo de acertar en todo no le ha impedido ser el protagonista de más de una anécdota curiosa:
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En cierta ocasión, un matrimonio cumplía sus bodas de oro. Los hijos organizaron toda la celebración, incluida una eucaristía de acción de gracias, pero deseaban vivir aquel acontecimiento en la intimidad familiar. Como el pueblo era pequeño (unos 300 habitantes) y sus padres eran muy queridos por todos, pidieron al cura la posibilidad de celebrar las bodas de oro el sábado por la mañana en lugar de en la misa dominical, rogándole que no lo hiciese público (sin duda, si los vecinos se enteraban del acontecimiento, se presentarían llenando la iglesia, aunque no hubieran sido directamente invitados).
El cura (a quien yo sustituí poco después en aquella entrañable parroquia) no puso ninguna objeción, y avisó a Santos, el sacristán, más o menos en estos términos: “El sábado a las 12, L… y M… van a celebrar sus bodas de oro. Encárgate de dejarlo todo preparado para poder celebrar la eucaristía. Pero no se te ocurra decirselo a nadie porque quieren hacerlo en la intimidad.”
Cual fue la sorpresa de aquel cura cuando, acabada la misa dominical y después de dar varios avisos, Santos dijo por el micrófono:
“Y por último, el próximo sábado a las 12 va a haber algo en la iglesia... que no puedo decir lo que es. Pero os aconsejo que vengáis todos porque va a ser muy bonito.”
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A veces se nos olvida que la inocencia de los niños no entiende de “medias verdades” ni de “mentiras piadosas”.
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¡La paz contigo!

“… de los que asisten a misa con frecuencia.”

Es curioso cómo la gente cree que, por tener un familiar obispo o llevar en la cartera la imagen de algún santo, el cura va a tener mejor impresión de ellos como personas.
Cuando coincides con alguien esperando un ascensor o en la fila de la carnicería, enseguida te cuentan que de pequeños eran monaguillos o que, aunque no les veas por la iglesia, nunca se acuestan sin rezar la oración que les enseñó su madre (lo cual me parece perfecto, aunque la información no venga a cuento).
Pero si además tienen que pedirte algo, hay quien aprovecha para hacer un repaso pormenorizado de todas las veces que ha pisado la iglesia desde su Primera Comunión, supongo que esperando la aprobación del cura para que así realice más diligentemente la gestión que le piden.
Evidentemente, en la mayoría de estos casos, los hechos han sido “ligeramente” exagerados y esas personas no están “tan plenamente integradas como manifiestan” en el día a día de la comunidad parroquial.
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El pasado domingo regresaba a la iglesia después de acercarme al despacho para imprimir en la fotocopiadora algunos ejemplares más de la hoja parroquial, que prácticamente se habían agotado entre la misa del sábado y la de las 9 de la mañana. (Nunca sé calcular cuántas harán falta cada semana.)
A pesar de que la iglesia había quedado abierta, opté por entrar por la puerta de la sacristía que da a la calle.
Cuando abría la puerta, oí que alguien me llamaba por detrás. Un hombre de unos 60 años, a quien no reconocí, me hacía señas desde un coche para que esperara. Bajándose del automóvil, se acercó a mí con una amplia sonrisa y me saludó con evidentes muestras de familiaridad. Sin saber cómo reaccionar, pues realmente su cara no me sonaba de nada, le escuché cómo su nieta iba a empezar en otra población la catequesis de Primera Comunión y necesitaba un certificado que acreditase que estaba bautizada.
Le propuse que me acompañara a la sacristía, donde tomé el nombre y la fecha de bautismo de la niña, confirmándole que en cuanto pudiera me acercaría al archivo parroquial para hacerle el volante de bautismo. El hombre me dijo que no era urgente y que ya se pasaría algún día después de misa para recogerlo. Al parecer, según dijo, era “de los que asisten a misa con frecuencia. Me gusta venir siempre que puedo.” (Cada vez estaba más extrañado de no reconocer su cara.)
Le propuse que en lugar de salir por la puerta por donde habíamos entrado (que ya había cerrado con llave), saliese por la iglesia, lo que aprovechó para decirme que no había problema porque la iglesia era para él “como su segunda casa”. (Llegue a pensar que tal vez se tratase de algún pariente del anterior sacristán, fallecido poco antes de que yo llegase a la parroquia, pero dada su familiaridad en el trato, no me atreví a decirle que no tenía ni idea de quien era. ¡Bastante fama de despistado tengo ya en el pueblo!). Con un fuerte apretón de manos se despidió y salió de la sacristía por la puerta que daba al interior del templo.
Al rato, alguien llamó a la puerta de la sacristía y al abrir me encontré con el mismo hombre que, con cara desconcertada, me dijo: “Oiga, que la puerta de la iglesia está cerrada y no se puede salir”.
Me extraño muchísimo, pues había dejado abiertas las dos puertas (tanto la que da a la plaza como la de la calle de atrás). Para abrirlas basta con empujarlas, pero a veces se hinchan un poco, así que le acompañé para comprobar lo que me decía.
Seguí al hombre por la iglesia vacía (aún faltaban más de dos horas para la siguiente misa) y cual fue mi sorpresa cuando se dirigió directamente a los portones, que efectivamente estaban cerrados, pues… ¡¡sólo se abren en las bodas, los funerales y cuando hay procesiones!!
Enseguida entendí por qué no me sonaba su cara y qué es lo que había querido decir con eso de que era “de los que asisten a misa con frecuencia.”
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¡La paz contigo!

¿Actitudes racistas? (I)

Puede que esté equivocado, pero (es mi opinión) frente a la actitud natural de considerar a todos los hombres iguales en dignidad, derechos y deberes, existen dos tipos de racismo:
- El de aquellos que, al creer inferiores a los que son diferentes, los tratan con desprecio y violencia (física o verbal).
- Y el de aquellos que, para evitar que alguien pueda creer que son racistas, tratan a los diferentes con una indulgencia y superprotección extrema, permitiéndoles lo que nunca permitirían a “sus iguales”.
Por desgracia, si el primer caso es plenamente rechazado socialmente, este segundo caso se está convirtiendo cada vez más en una norma de conducta, especialmente en aquellos que se consideran “más progresistas”, consiguiendo que al experimentar ciertas desigualdades de trato, algunos “descerebrados” acaben engrosando las filas de los despectivos y violentos.
Me gustaría contar dos anécdotas al respecto:
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Hace unos tres años trabajaba como párroco en un pueblo en el que, de sus mil habitantes, algo más de trescientos eran emigrantes. La proporción era prácticamente la misma en la escuela. Como esta situación no era nueva, sino que se vivía desde hacía años, las nuevas generaciones habían ido creciendo en compañía de amigos con otro color de piel, otras lenguas y costumbres y otros países de origen. Así, el que sus compañeros de pupitre fueran de Rumanía, Marruecos o Ecuador, era para aquellos niños tan normal como para nosotros , en nuestros tiempos, el tener un compañero andaluz o gallego.
Aquel año, llegaron a la escuela varios maestros nuevos, entre ellos, la profesora de 3º de Primaria, que, como casi todos los maestros, aunque daba clases en el pueblo vivía en la capital. Esta joven e inexperta maestra, para dejar claro que en su clase iba a haber disciplina, uno de los primeros días de curso mandó salir del aula a una niña que había olvidado el libro de la asignatura en su casa, diciéndole que fuera a buscarlo y que hasta que no lo trajese no podría entrar con sus compañeros.
La semana siguiente, fue una niña marroquí la que se dejó el libro en casa. La profesora, disculpándola, le dijo que se arrimase a su compañera y que ambas compartiesen el libro de la otra. Pero su compañera, que era la que habían sido expulsada pocos días antes, se levantó y dijo claramente: “¡De eso nada! Que se vaya a su casa a por el libro como tuve que ir yo el otro día.” Y TODOS los niños de la clase (de 8-9 años) se pusieron a aplaudir.
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En aquel grupo de personas, sólo una veía a unos niños diferentes de los otros por su raza y origen: la profesora. ¡Curiosamente, la única que no convivía con el resto en el pueblo!

¿Actitudes racistas? (II)

Para entender lo que ahora voy a contar, debo decir que el pueblo en el que actualmente ejerzo como sacerdote tiene unos 4.000 habitantes, de los cuales unos 1.600 son emigrantes (sólo en la escuela hay niños de 17 nacionalidades diferentes). Algunos de estos emigrantes sólo permanecen periodos breves de tiempo entre nosotros, dependiendo de las campañas agrícolas o de que encuentren mejores trabajos en ciudades próximas, y es muy difícil conocer personalmente a todos.
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A finales de la semana pasada encontré varios mensajes en el contestador de la parroquia de alguien con acento extranjero que decía querer ponerse en contacto con el párroco. Yo también llamé varias veces al teléfono móvil del que procedían los mensajes pero nadie me respondía.
Tras cuatro o cinco días de intentos infructuosos por ambas partes, finalmente él pudo ponerse en contacto conmigo y, por teléfono, me contó su historia:
Se identificó como Mamadou B., un vecino del pueblo que por cuestiones laborales estaba trabajando actualmente en una comunidad autónoma vecina aunque el domicilio y la familia los tenía aquí. Actualmente se encontraban en una situación económica apurada y quería saber si desde la parroquia se les podía echar una mano.
Según dijo, todo su problema venía originado por una pelea en la que se había visto implicado su hijo mayor (de 17 años). Según él, su hijo era muy pacífico pero en las fiestas de un pueblo alguien le había llamado “negro de mierda”. Así había comenzado una pelea y como consecuencia un juez le había impuesto a su hijo una multa de 1.200 euros. Él, sin darse plena cuenta de lo que hacía por no ser asesorado por ningún abogado, había pagado inmediatamente la multa de su hijo, y para ello había tenido que pedir un anticipo de su sueldo. Como consecuencia, ahora se veía en tremendas dificultades para ir pagando el alquiler de la casa, llevando varios meses de retraso.
Al manifestar mi extrañeza por la elevada multa, él, entre titubeos, me dijo que entre su hijo y un amigo le habían roto al provocador la nariz y varias costillas.
Rápidamente cambió de tema para contarme que a raíz de este desembolso económico se había visto forzado a aceptar una propuesta de su jefe para que los fines de semana trabajase en un terreno de su propiedad en otra población, pero que el jefe no le pagaba y su mujer sospechaba de él porque ni aparecía por casa los fines de semana ni cuando regresaba traía dinero, así que le urgía aparecer esta vez ante su familia con algo en metálico.
La casera estaba siendo muy buena con ellos, pero no podía esperar más sin cobrar al menos una parte de lo que le debían, así que si la parroquia podía ayudarles “por el momento” con unos 400 euros, la situación no sería tan apurada.
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Lo cierto es que a mí aquella historia me parecía bastante rara, así que le pedí que me diese sus datos para ver si el grupo de Caritas podía estudiar su problema, y, si él por su situación laboral no podía, que su esposa se pasase al día siguiente por la parroquia para hablar del tema.
Fue entonces cuando me dijo que su esposa y los dos hijos que tenían en España vivían temporalmente en la capital, pues en el piso del pueblo les habían cortado la luz por falta de pago. Así que, tras darme su nombre y la dirección del piso que tenían en alquiler, quedamos en que él vendría personalmente por la parroquia este sábado y que para entonces habríamos estudiado su caso y las posibles soluciones.
Cuando me personé en el ayuntamiento para recabar datos sobre él, pude comprobar que nunca había habido nadie empadronado con ese nombre ni en el pueblo ni en toda la comunidad autónoma. La dirección que me había dado no existía, y en la única calle con un nombre parecido (podría haberse confundido de nombre, a pesar de que su español era bastante fluido) sólo había casas bajas, y él había manifestado vivir en una 2ª planta.
Al día siguiente tuve que acompañar a un sacerdote de otro arciprestazgo al médico y en el viaje empecé a contarle el caso. No hizo falta que le diese todos los detalles. Unos meses antes a él también le había llamado con la misma historia, aunque el juzgado que “había condenado a su hijo” era otro, y “su domicilio” se encontraba en uno de los pequeños pueblecitos incorporados a su parroquia.
Todo parecía indicar que se trataba de un timador “profesional” que contaba todo lo de la ofensa racista a su hijo, el juicio sin la suficiente defensa abogacial y la explotación laboral de su jefe para provocar en nosotros una actitud racista de hiperprotección extrema que nos llevase a ayudarle económicamente en sus penurias sin comprobar su relato (cosa que nunca hubieramos hecho de tratarse de un español).
A pesar de que la policía local y algunos amigos con los que comente el caso me desaconsejaron que asistiera a la reunión concertada con él para este sábado (alguna de estas personas, al verse desenmascaradas, suelen reaccionar con bastante violencia), lo cierto es que asistí (eso sí, acompañado de un feligres): tal vez le habíamos juzgado mal y todo aquello tenían una explicación.
Le estuvimos esperando casi una hora, pero él no apareció. Sin duda se olió que su historia esta vez no iba a “colar”.
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En nuestro primer mundo sigue habiendo actitudes violentas racistas, aplicaciones arbitrarias de la ley y explotación laboral por parte de patronos inmorales, conductas que deben ser rechazadas y perseguidas, pero ello no puede llevarnos nunca a la discriminación (ni siquiera a la discriminación “positiva”), sino a trabajar por la igualdad de oportunidades, derechos y deberes de todos los hombres, de todos los hijos de nuestro Padre Dios.
Con toda seguridad, mañana él seguirá intentado encontrarse con alguna persona a quien el color de su piel "le dé lastima"... ¡y, por desgracia, tarde o temprano la encontrará!
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¡La paz contigo!

Cuando el cura "da miedo"

En uno de mis destinos, en la plaza de la iglesia vivía un matrimonio de recién jubilados. En cuanto llegaba el buen tiempo, la mujer sacaba una silla a la calle y pasaba las tardes de tertulia con las vecinas mientras cuidaba de su nieta (la hija, que también vivía en el pueblo, trabajaba, y ya se sabe “para qué sirven los abuelos”).
La niña, de casi dos años, correteaba libremente por toda la plaza recibiendo muestras de cariño de cuantos la veían, y era alegre y abierta con todos… excepto cuando me veía a mí. Entonces, echaba a correr y se agarraba a las faldas de su abuela haciendo pucheros y con cara de susto.
Por más que intentaba ser amigo suyo, era imposible. Si me acercaba demasiado, aunque fuera con algún dulce en la mano, empezaba a llorar y la abuela tenía que cogerla en brazos.
La abuela la llevaba todos los días a la iglesia “a visitar a Jesús y a la Virgen”, lo que suponía para la niña toda una excursión a la que siempre estaba dispuesta… excepto si sabía que yo estaba en el templo, en cuyo caso no había manera de que traspasase la puerta.
Durante un tiempo, achaqué aquella reacción a que le daba miedo mi ropa negra o mi barba.
Por fin, cierto día descubrí el porqué de su miedo hacia mí:
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Una tarde, siendo casi la hora de la misa, crucé la plaza en dirección a la iglesia, no por el centro sino pegado a las casas para librarme del sol.
En la puerta de su casa, en compañía de las vecinas, sentada en su silla y de espaldas a mí, estaba la abuela dando de merendar a la niña. Al parecer, la pequeña no tenía muchas ganas de comer, así que la mujer le dijo con tono amenazante: “¡Cómete todo… o llamo al cura!
Al oír aquello, espontáneamente exclamé en voz alta: “¡Vaya, ahora entiendo por qué no quiere ni verme!”
La pobre mujer se volvió y, al verme, se le cambió el color. Intentó balbucear alguna excusa, pero en vez de arreglar la situación, cada vez metía más la pata. Al final, yo, aguantándome la risa, le dije que aquello sólo había una forma de arreglarlo: que al día siguiente nos invitase a todos los que estábamos allí, incluída la nieta, a merendar chocolate con churros (tenía fama de prepararlos francamente bien).
La idea, entre risas y aplausos, fue apoyada por todas las vecinas. (Hasta la nieta se reía y aplaudía).
Curiosamente, partir de entonces, la niña se comportó conmigo mucho más normalmente.
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¡La paz contigo!

Young friend

Esta semana he recibido en el teléfono móvil un mensaje en inglés:
Young friend. God & his people expect much from u, because u have within u the Father’s supreme gift: the Spirit of Jesus. BXVI.
(Joven amigo. Dios y su pueblo experan mucho de ti, porque tienes en tu interior el regalo supremo del Padre: el Espíritu de Jesús. Benedicto XVI)
Es el mensaje que han recibido los jóvenes que participan en la Jornada Mundial de la Juventud en Sydney. Supongo que el mensaje me lo habrá enviado mi sobrino o alguno de los conocidos que están disfrutando de este encuentro.
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Lo cierto es que al recibirlo me han venido recuerdos de todas las concentraciones juveniles con el papa (entonces Juan Pablo II) en las que he participado, y cómo cada una se produjo en circunstancias diferentes de mi vida:
- el año 1984, en Roma (el origen de lo que luego serían la Jornadas Mundiales de la Juventud), todavía estaba estudiando magisterio. Fue una fuerte llamada a abrirse a nuevos proyectos en la vida.
- en 1989, en Santiago de Compostela, viví el encuentro como seminarista.
- en 1991 había acabado los estudios en el seminario y como diácono me tocó organizar el viaje con 100 jóvenes a Czestochowa (Polonia).
- en 1995, ya como sacerdote, organicé el viaje al Encuentro Europeo de Jóvenes en Loreto (Italia), pues la Jornada Mundial fue en Manila.
- y finalmente, en 1997 en París (Francia) fue mi adiós entrañable al papa viajero. Las labores pastorales hacían cada vez más difícil mi participación en este tipo de encuentros. Gracias a Dios, otros más jóvenes iban ocupando mi lugar permitiendo que las nuevas generaciones no se quedasen sin estas irrepetibles experiencias.
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Son muchas las anécdotas vividas en todas estas peregrinaciones. Hoy, un compañero de viaje (entonces él bastante joven) me ha recordado algo sucedido en Polonia:
Era un viaje de jóvenes y hubo que recortar al máximo los gastos para que pudieran asistir todos los que se lo propusieran. Así, como nos separaban de Czestochowa más de 2.500 kilómetros, alternábamos los días durmiendo en hotel con los que tocaba dormir en ruta acomodándonos como podíamos en el autobús. Por ello, vestíamos con lo más cómodo que teníamos.
Después de una larga etapa de 800 kilómetros, llegamos a Wroclaw, ya en Polonia. Los conductores del autobús me pidieron que saliese y preguntase "como pudiera" dónde se encontraba la calle de nuestro hotel (en aquellos tiempos aún no existían los gps ni “Google maps”).
Conociendo lo religiosos que son los polacos, me quité la camiseta llena de colorines que llevaba y, como ya era diácono, me puse la camisa negra y el alzacuellos.
Cuando bajé, la reacción de la señora que estaba junto al autobús (a la que pretendía preguntarle la dirección) me dejó desconcertado: en cuanto me vio salir por la puerta, se hizo la señal de la cruz y se alejó presurosa de mí. Otra señora, un poco más distante, tuvo la misma reacción al intentar acercarme a ella: se santiguó y se marchó casi corriendo. Al darme la vuelta, totalmente extrañado, vi que los jóvenes del autobús me hacían insistentemente señas a través de las ventanillas para que regresara.
Entonces me di cuenta de lo que pasaba:
Efectivamente, me había colocado la camisa de clergyman y el alzacuellos, pero había olvidado que llevaba puestas “las bermudas de color naranja-fosforito” que los jóvenes me habían regalado al comenzar el viaje. La combinación realmente era "como para santiguarse y salir corriendo" (precisamente, lo que habían hecho aquellas dos pobres señoras).
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¡La paz contigo!

¡Que se "chinchen" los chismosos!

La falta de tiempo para escribir me da la oportunidad de compartir con todos la siguiente carta que me ha llegado por correo electrónico (lo he consultado con la autora y no tiene inconveniente en que la dé a conocer en el blog, omitiendo su nombre):
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Vivo en una ciudad pequeña. Mi madre falleció hace ocho años de forma repentina y hace poco me encontré casualmente con una amiga suya “de juventud”. ¡Rondará los ochenta y tantos años!
Me abordó en plena calle, sin salida posible, y después de contarme sus diversos achaques de toda índole, me pregunto:
- ¿QUÉ TAL TU MADRE?
Sorprendida, pero acordándome de lo sensible que era y de su problema cardíaco, le respondí:
- ¡Divinamente! (En el sentido literal, pues nunca he dudado de que mi madre estuviera en los brazos del Padre)
La señora, de esas que no te dejan meter baza (y eso que, con lo que yo hablo, es difícil), siguió con el escrutinio:
- ¿Pero vive aquí?
- No, está de vacaciones. - le respondí, mientras pensaba cómo decirle lo de su fallecimiento.
Ella, a su bola, continuó:
- Claro. Se habrá comprado un apartamentito en un sitio precioso.
Le dije que se lo habían regalado. (Él nos regala un sitio a su vera, si queremos. Estoy segura.)
- ¡Pues hija, qué suerte! - me respondió.
Seguido, me aconsejó que hablara todos los días con ella y que la visitara siempre que me fuera posible. Le conteste que lo primero ya lo hacía (todas las mañanas, cuando rezo), y que lo segundo no dependía de mí, pero que seguro que cualquier día ¡me iba a pasar una Eternidad con ella!
La señora siguió diciéndome que le gustaría volver a encontrarse con mi madre y recordar todos los buenos momentos juntas.
- ¿Te preguntarás por qué estoy siendo tan cotilla? - exclamó de repente, cuando yo ya estaba dispuesta a confesarle la muerte de mi madre. -
¡Tengo que decírtelo! Es que la gente, que es muy mala, tiene una maralerele… Me han rumoreado que... ¡había fallecido!
Acto seguido, sin darme tiempo ni a abrir la boca, me dio dos sonoros besos y, sonriendo, me dijo:
- ¡Me has alegrado el día! ¡Que se chinchen los chismosos!
Y se fue. Yo me quedé allí, sonriendo también.
Querido tío cura, le escribo esto porque hoy me han dicho que esa señora ha fallecido. Espero que haya comenzado a gustar la verdadera felicidad y los rumores celestiales, si es que los hay. Lo que es seguro es que ahora estarán disfrutando mi madre y ella juntas.
¿Se acordará de rezar por ambas?

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Yo, por supuesto, lo he hecho. Espero que si has disfrutado con la carta, también las tendrás presentes en tu oración.
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¡La paz contigo!

Ruidos en la casa (I)

Es curioso cómo muchas veces, consciente o inconscientemente, “jugamos con fuego”.
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Recuerdo a una señora que en cierta ocasión se acercó para hacerme una consulta. Persona de estudios, casada y con dos hijos, de profesión liberal, rondaría los 45 años. Aunque no solía frecuentar la iglesia, su relación con “el cura” (en ese caso, yo) solía ser cordial: cada vez que nos encontrábamos nos saludábamos y, si no andábamos con excesiva prisa, solíamos mantener una breve conversación.
Con todo, me resultó extraño el día que, cruzándonos a lo lejos en la calle, me hizo una seña y vino directamente a hablar conmigo. Aunque se sentía violenta, fue directamente al grano:
- Perdone. ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Sí, claro. ¿Qué desea?
- ¿Usted… tiene permiso para hacer exorcismos?
La verdad es que eso era lo último que esperaba escuchar de aquella señora, así que le pregunté si tenía algún problema y si deseaba que fuéramos a hablar del asunto al despacho parroquial. Ella prefirió, si disponía de tiempo, que le acompañase al establecimiento en el que estaba empleada, pues a primera hora de la tarde trabajaba ella sola y no solía haber mucha clientela. (Me temo que ante lo delicado del tema, se sentía más cómoda hablándolo “en su terreno”.)
Allí la señora me contó que en su casa, desde hacía tiempo, estaba toda la familia muy inquieta por los ruidos que se escuchaban y porque sentían la presencia de “algo” o “alguien”. Lo que en principio habían sido hechos aislados, se repetían cada vez con más frecuencia y estaban acabando por alterar la vida cotidiana de aquella familia.
Respondiendo a algunas preguntas por mi parte, me contó que llevaban poco más de tres años viviendo en aquella casa. Estaban allí de alquiler, no conocían a los anteriores inquilinos y tampoco se habían atrevido a hablar del asunto con el propietario. Los ruidos y “presencias” habían comenzado unos tres meses antes, pero aquello se repetía cada vez con más frecuencia.
Le comenté que eso de los exorcismos era una medida extrema, pero lo que sí podía hacer sin ningún problema es acercarme a bendecir su casa, en caso de que no tuviesen constancia de que había sido bendecida antes.
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El hecho de la bendición de objetos y edificios es una práctica común en la Iglesia Católica. Es frecuente que los sacerdotes seamos solicitados para bendecir rosarios o medallas, el coche, la nueva casa o un negocio que se inaugura. Es un modo de dar gracias a Dios por los dones recibidos y de pedirle que a través de su uso sintamos su cercanía y los empleemos de una forma responsable y cristiana.
En estos casos, el sacerdote (o el diácono), tras la oportuna oración de bendición, hace sobre el objeto la señal de la cruz con su mano derecha y lo rocía con agua bendita. En el caso de una vivienda, tras una oración general, se va visitando y rociando con agua bendita cada una de las habitaciones (en alguna de ellas, en razón de su uso, puede también hacerse algún tipo de oración específica).

Ruidos en la casa (II)

Unos días después, a la hora acordada, me presenté en aquella casa. Se trataba de un pequeño edificio construído ha principios del siglo XX, de dos alturas, a apenas 30 metros de la iglesia, en una plaza en la que antiguamente se encontraba el primer cementerio de la población (por supuesto, de este dato no hice ni mención a aquella familia).
Allí me esperaban la señora y su hijo pequeño, de 15 años. Su esposo y el hijo mayor, de 19 años, estaban “trabajando”. (Seamos realistas: sentir cosas raras en tu propia casa ya es de por si difícil de asimilar, pero reconocerlo ante un extraño, y encima si es un cura, cuando se lleva por el pueblo la medalla de “no practicante”…)
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Me invitaron a pasar al saloncito-comedor y allí hicimos las oraciones propias de la bendición de la casa. Después, los tres fuimos visitando las habitaciones una por una, rociándolas con agua bendita.
En la planta baja se encontraban, además del saloncito, la cocina, el aseo y una gran despensa-trastero.
Por unas escaleras bastante empinadas (debieron hacerlas así para aprovechar el mayor espacio posible) se accedía al primer piso, donde un pequeño pasillo servía para distribuir los tres espaciosos dormitorios: en los extremos del pasillo, el del hijo mayor y el del matrimonio, y, en medio, el del hijo pequeño.
Una vez arriba, me pasaron en primer lugar a la habitación del matrimonio. Allí, la señora empezó a contarme sus inquietudes, mientras el muchacho, sin abrir la boca, continuamente asentía con la cabeza:
- «Solemos dormir con la puerta entreabierta y en más de una ocasión hemos oído como si uno de los hijos entraba en la habitación y se quedaba a los pies de la cama, pero cuando le hemos preguntado: “¿Te pasa algo?”; y hemos encendido la luz, no había nadie. Mi marido o yo nos hemos acercado a las habitaciones de los hijos, pero estaban dormidos.»
Al mirar al suelo me di cuenta de por qué decían que les habían oído entrar en la habitación: además de la escalera, en todo el primer piso se conservaba el suelo original de madera. Era difícil moverse por allí sin ser escuchado.
La mujer prosiguió:
- «En un principio pensábamos que serían imaginaciones, pero la situación se ha repetido en más ocasiones y con nosotros más alerta. Tanto mi marido como yo, hemos podido escuchar no sólo los pasos, sino incluso la respiración “del que entra”. Pero al encender la luz no hay nadie.
Preguntando a los hijos si se habían levantado por la noche o habían oído algo, finalmente el mayor nos confesó que él llevaba sintiendo eso bastante tiempo, pero que no había comentado nada por vergüenza.
Como estos hechos se repiten cada vez con más frecuencia, el mayor, ya muy asustado, a acabado por irse a dormir a la habitación del su hermano pequeño. Hace casi un mes que comparten habitación.»
En efecto, al pasar a la habitación del hijo menor pude observar que había dos camas y que ambas estaban siendo ocupadas, por los despertadores y otros objetos que había en las mesillas.

Ruidos en la casa (III)

Lo que no me esperaba es lo que pude ver en la habitación del hijo mayor, la última en visitar y en bendecir: estaba llena, casi empapelada, de recortes y pósteres de grupos de heavy metal, con continuas simbologías anticristianas, como la portada del grupo Dio en el que un diablo lanza a un sacerdote encadenado a un lago, o la del grupo Venom con la estrella de cinco puntas invertida y una cabeza de macho cabrio en el centro (pueden imaginarse el resto: cruces invertidas y otras simbologías típicas satánicas). La pared principal la presidía una enorme bandera extendida (como las que suelen adornar la parte de atrás de las cabinas de los grandes camiones) con un diablo saliendo de entre las llamas, y junto a ella, un dibujo de Adolfo Hitler hecho a lapicero (realizado supuestamente por el propio joven). Estaba claro que algo no funcionaba en aquella o aquellas cabezas.
Propuse a la madre que, si lo creía oportuno, deberíamos retirar todo aquello. Ella me preguntó medio embobada (como si fuera la primera vez que entraba allí) si pensaba que “esas cosas” podían ser perjudiciales para su hijo. Mi respuesta fue sincera: “¡Mire, señora!, de lo que SÍ estoy seguro es de que convivir con esto todos los días no ayuda a su hijo ni psicológica ni espiritualmente. ¿Está segura de que el muchacho está mentalmente equilibrado?”
La mujer se me echó a llorar y me dijo que esas ideas de su hijo eran recientes, que habían comenzado a raíz de los ruidos, y que precisamente él prefería irse a dormir a la habitación de su hermano, donde no había nada de eso, porque allí decía que “podía descansar”.
Insistí en que lo mejor que podían hacer era retirar todo aquello de las paredes, aunque “como el muchacho era mayor de edad”, la madre creyó que “sería mejor consultarle”. Ante mi insistencia, finalmente acabó prometiéndome que su marido y ella hablarían con el joven y harían lo posible para que se deshiciese de todo.
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Una semana más tarde volví a encontrarme con aquella señora. Sonriendo me dijo que todos en su casa estaban mucho más tranquilos. Su hijo había quitado todas aquellas fotografías y dibujos y, ayudado por su padre y su hermano, las habían quemado. Ahora volvía a dormir solo en su habitación.
Me alegré de lo que me contaba. Como ella no sacó el tema de los “los ruidos”, por prudencia, tampoco yo le pregunté.
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Apenas tres meses después, toda la familia se trasladó a vivir a otra ciudad por cambio de trabajo del marido y del hijo. Aquella señora siguió viniendo a trabajar un tiempo hasta que encontró también un puesto de trabajo en el lugar donde residían. No he vuelto a tener noticias suyas.
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¡La paz contigo!

Inocentadas (I)

En España, el día de los Santos Inocentes (28 de diciembre) era costumbre gastar bromas a los vecinos.
Aunque algunas televisiones y periódicos lo siguen manteniendo, lo cierto es que en los pueblos, y mucho más en las ciudades, esa práctica se ha ido perdiendo a medida que las relaciones entre los vecinos se han ido distanciando.
En mi familia, sin embargo, esta tradición sigue siendo mantenida puntualmente… por mi madre.
Cuando se acerca esa fecha siempre estamos alerta, recordando la ocasión en que nos preparó unos suculentos canelones gratinados rellenos “de barro”. (Olían estupendamente con su queso fundido y, tras bendecir la mesa, todos comenzamos a devorarlos a la vez. El resultado pueden imaginárselo.)
O esa otra vez en que, por caer en domingo, vinieron todos los amigos de mi hermana para celebrar su cumpleaños (nació el 30 de diciembre) y preparó un aromático café “con MUCHA sal”: todos los invitados, que ya conocían el “humor” de mi madre, a medida que iban probando el café salían rápidamente de la salita al baño, pero con disimulo, para que los demás no sospechasen nada y también lo bebiesen. (¡Eso es tener sentido del humor… y de la amistad!)


Estas anécdotas familiares vienen a cuento al recordar lo sucedido en cierta ocasión en uno de mis destinos.
Al parecer, en aquel pueblo la costumbre de las inocentadas era toda una tradición que debía mantenerse. Diversos roces con el cura anterior habían hecho que los últimos años, en su recorrido nocturno, los bromistas (sobre todo varias cuadrillas de matrimonios que se acercaban a los cuarenta años) pasasen de largo por la casa parroquial sin hacerle objeto de ninguna inocentada. Pero, según su criterio, esa situación había durado demasiado, y con el cambio de cura consideraron la Noche de los Inocentes como el mejor momento para probar la paciencia “del nuevo”.
Así, a la mañana siguiente me encontré con una situación curiosa. La casa era un caserón adosado a la iglesia, con un pórtico de piedra de sillería (calculo que de finales del siglo XVIII). Al abrir el portón pude comprobar que aquel gran arco había sido debidamente tapiado con ladrillos unidos con cemento. Toda una obra de artesanía, pues no entraba ni un rayo de luz.
Ante la imposibilidad de poder salir a la calle, opte por subir al primer piso, donde se encontraba la vivienda, y asomarme al balcón que había encima del pórtico de la casa. Un vecino ya mayor estaba observando sonriente la obra. Me dirigí a él desde el balcón:
- ¿Qué? ¿Le gusta?
Él miró hacia arriba y respondió extrañado:
- Ah, ¿pero está usted dentro? Estaban comentado esto en la panadería y me he subido a verlo. La verdad es que lo han hecho bien. Después de tapiar la puerta le han dado a los ladrillos una mano de yeso y todo.
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Al domingo siguiente, con muchos de los bromistas presentes en la iglesia, no pude por menos que acabar la misa dándoles las gracias públicamente por tenerme en cuenta en sus inocentadas, pues habían hecho que me sintiese casi “como en mi casa”. Y lo decía en el sentido más literal.

P.D.: El muro que tapiaba el acceso a la casa tuve que tirarlo a patadas. Aquella misma noche, los mismos que lo habían construído recogieron los restos y limpiaron la calle. ¡Así da gusto!

Inocentadas (II)

Al año siguiente, ya mucho más conocido por los vecinos (y supongo que también más apreciado), la cuadrilla de bromistas volvieron a tenerme en mente a la hora de las inocentadas.
Después del estreno tan memorable el año anterior, era difícil que ideasen algo que lo superara, pero se acercaron bastante.
Tras levantarme aquel día de los inocentes, lo primero que hice fue comprobar que el acceso de la casa estaba libre. Ya en la calle, pude comprobar hasta que punto me apreciaba la gente de aquel pueblo: mi coche se encontraba elevado sobre cuatro columnas formadas por grandes bloques de cemento de esos con los que se construyen las naves industriales. Cada rueda estaba apoyada en una de las columnas. Junto al coche, un pequeño cartelito decía: “Para que siga sintiéndose como en su casa”.
Por desgracia, en aquel momento recibí el aviso de que había una señora bastante grave en un pueblo cercano y me solicitaban llevarle la “unción”. Teniendo claro que yo solo no podía bajar el coche, me acerqué a una obra cercana (de donde supuse que habían cogido el material para las columnas) y conté a los trabajadores la situación. Ellos, con presteza y sin esfuerzo aparente, bajaron mi coche. Antes de marcharme les pedí disculpas porque, debido a la urgencia, buena parte del pueblo no había podido apreciar su nueva obra de arte. Ellos se rieron, diciendo: “No se preocupe. Lo primero es lo primero. Ya habrá otra ocasión.”

Lo cierto es que no hubo otra ocasión. A las pocas semanas fui trasladado a un nuevo destino.
Hace poco me encontré con uno de aquellos vecinos y le pregunte si seguían haciendo inocentadas a los curas. Él me contestó con algo de nostalgia: “No, ahora el cura ya no vive en el pueblo. Viene sólo los fines de semana.”
Poco a poco, muchos de nuestros pueblos van desapareciendo, y con ellos sus tradiciones (aunque, sinceramente, algunas eran “un poco bestias”). ¡Es una pena!

¡La paz contigo!

Rumores

El otro día tuve el gusto de encontrarme con un sacerdote español con bastante experiencia misionera. Aunque ya hace algunos años que regresó a España y está destinado en una parroquia de su propia diócesis, ha servido a la Iglesia en Guinea Ecuatorial, Bolivia y Honduras.
En este último país centroamericano trabajó al menos durante cinco años, ejerciendo finalmente su labor como secretario del obispo de Comayagua, monseñor Scarpone, y como rector de aquella bella catedral.
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Estos datos vienen a cuento de la amena charla que mantuve con él. En un momento determinado salió el tema de los rumores y cómo la gente suele hacer más caso a lo que “se cuenta” que a las noticias oficiales. Al llegar a este punto de la conversación, él exclamó suspirando: “¡Qué me vas a contar a mí!”, y me relató lo siguiente:
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No hacía ni una semana que varios antiguos feligreses suyos de Comayagua le habían llamado por teléfono preocupados por su salud. Al parecer, por la ciudad se había corrido el rumor de su fallecimiento. Incluso el nuevo obispo había celebrado en la catedral un responso por su eterno descanso.
“Lo más curioso – me decía – es cómo ha reaccionado la gente ante la noticia.” Y me enseño en su ordenador portátil un e-mail que había recibido el día anterior. Decía así:

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- Querido padre, recibimos la noticia de que usted ha fallecido. Por favor, respóndanos diciendo cómo se encuentra, que mi mamá está muy afligida.
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Es sintomático: mientras corría el rumor, todo el mundo estaba dispuesto a creerlo, pero en cuanto el obispo lo anunció oficialmente, la gente empezó a tener sus dudas. ¡Así somos!
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¡La paz contigo!

Tres respuestas inesperadas (I)

A veces olvidamos que cada persona es un mundo, y cosas que damos por supuestas son vividas por los demás de forma totalmente diferente. Como resultado, seguro que todos, en algún momento, nos hemos visto sorprendidos por las respuestas que a veces hemos recibido.
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Si esto es válido para los adultos, aún se acentúa más cuando se trata de niños. Aquellos que conviven o trabajan con ellos saben hasta qué punto sus mentes procesan de un modo totalmente personal la información que reciben:
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Hace años me tocó ejercer de catequista con un grupo de niños que empezaban a prepararse para hacer la Primera Comunión. Una de las niñas, de habitual muy alegre y participativa, estaba ese día sería y en silencio, como enfadada y triste. Por más que le pregunté si le ocurría algo, ella apretaba el morro y casi-casi se le escapaba una lágrima.
En aquella ocasión, la catequesis trataba sobre la infancia de Jesús y cómo crecía “en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres”.
Cuando la niña oyó que Jesús había sido niño como ellos, se le iluminó el rostro y preguntó inocentemente: “Entonces, ¿Jesús también tuvo que usar gafas?

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Quedó clarísimo cuál era el “problema” que ocupaba la mente de la niña en aquel momento.

Tres respuestas inesperadas (II)

La pasada semana preparaba con todos los niños de la parroquia su participación en la Primera Comunión.
Después de enseñarles cómo recibir la comunión, quise hacer hincapié (como hago en todas las “Misas con niños”) en lo importante que es aprovechar ese momento en que se acaba de recibir a Jesús para dar gracias y rezar a Dios por nosotros, por nuestra familia y amigos, por los más necesitados y por todos los hombres.
Para centrar el tema, les pregunté: “A ver, ¿qué es lo que hacen los mayores después de recibir la comunión?”
Uno de los muchachos levantó rápidamente la mano y respondió gritando: “Irse a tomar el vermouth.
La carcajada de los padres fue unánime.
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La madre del chaval, aunque no podía aguantarse la risa, parecía bastante avergonzada. Tuve que recordar a todos que si el niño había respondido con esa asociación de ideas, es porque estaba acostumbrado a asistir con sus padres a misa y después celebrarlo en el bar tomando algún aperitivo. Otros niños, que eran mandados por sus padres a misa pero que no eran acompañados por ellos, seguro que no hubieran relacionado una cosa con la otra. (Ante este comentario, fueron otros los padres que se mostraron un poco incómodos.)

Tres respuestas inesperadas (III)

Recientemente, una vecina de mi calle se ha quedado viuda.
La mujer rondará los 70 años, camina con mucha dificultad y su inteligencia ha sido siempre bastante limitada. La vida le ha dado muchos palos, lo que la ha convertido en extremadamente desconfiada con todo el mundo.
Su marido, que era quien realmente llevaba esa casa, ha fallecido en circunstancias bastante trágicas, y aunque hay vecinos que están tratando de acercarse y ayudar, lo cierto es que, desde una opción personal, su relación con casi todos ellos se reduce a la mínima expresión.
Hoy la he visto de lejos llegando a su portal, empujando un carro de compra lleno. Vive en un primer piso, así que me he apresurado a acercarme para subirle el carro. Al tiempo que llegaba hasta ella, otra vecina de la casa salía del portal y los tres nos hemos saludado a la vez.
La viuda me ha dicho directamente: “Ya sé por qué viene.”
Como parecían evidentes mis intenciones, para mantener la conversación, le he preguntado sonriendo: “¿Por qué?”
Y ella ha contestado: “Porque aún no le he pagado el funeral de mi marido.
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En un principio he pensado que me estaba gastando una broma y casi me echo a reír, pero por su expresión en los ojos, era evidente que me estaba hablando totalmente en serio. Y su frase me ha hecho mucho daño:
- Me ha dolido por las malas experiencias que esa pobre mujer habrá tenido con la Iglesia, y más concretamente con los curas, para pensar que somos así. (No digo que los curas se hayan portado mal con ella, cosa que ignoro, pero queda claro el concepto que tiene de nosotros.)
- Me ha dolido también porque esa forma de pensar así de mí es, en parte, culpa de que yo no he compartido con ella el tiempo suficiente como para que pueda conocerme mejor. (El Señor nos envió sobre todo a las ovejas más necesitadas, pero a veces nosotros…)
- Y me ha dolido sobre todo por ella. Debe ser difícil el día a día cuando se desconfía sistemáticamente de los demás, malinterpretando sus gestos de afecto como actos interesados.
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Qué duro tiene que ser afrontar la vida, y más los años difíciles de la ancianidad (con su progresiva limitación física y mental), sintiendo que el otro no es un compañero de camino con quien compartir jornada, sino alguien que tiene sus propios intereses, que a veces chocan con los tuyos, y a quien es mejor tenerlo a una distancia prudente. .
Por más que le he insistido, no ha permitido que le ayudase a subir el carro hasta su casa. (Ha preferido que la compra se la subiera su vecina, sacando las bolsas del carro y haciendo varios viajes, pues la señora tampoco era joven.)
Estoy convencido de que su reacción conmigo no ha sido de rechazo al cura, sino de distanciamiento con un vecino cuyo afecto y relación sólo puede traer consigo complicaciones y sufrimiento. Me temo que en el fondo ella es consciente de que su autonomía es cada vez más limitada y, ante la perspectiva de vivir en una residencia, trata por todos los medios de manifestarse como autosuficiente ante quienes considera “con cierto poder decisorio”.
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Lo he comentado con varios vecinos y feligreses, y sé que esta noche (y otras muchas) mi vecina estará presente en la oración de mucha gente de buena voluntad.
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Como he dicho al principio, ya sean niños como ancianos, cada persona es un mundo.
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¡La paz contigo!

Blog amigable (I)

Nuevamente el colombiano Daniel Mora, desde Puerto Rico, se ha acordado de mi blog a la hora de repartir reconocimientos. Esta vez ha sido con el premio “blog amigable”.
No es fácil expresar lo que se lleva en el corazón: unas veces (las más) porque ni siquiera se intenta, y otras porque a pesar de intentarlo no se consigue (o bien porque no estamos acostumbrados a expresar sentimientos o bien porque los lenguajes que utilizamos para ello no son los mismo que utilizan nuestros interlocutores).
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A los sacerdotes, cada vez más, se nos pide que estemos ahí no tanto para hablar sino para escuchar. Pero sólo se le abre el corazón a quien se muestra receptivo, acogedor, “amigable”. (Por eso valoro especialmente el reconocimiento que acabo de recibir.)
No siempre nos gusta lo que escuchamos, pero peor sería que nos dijeran sólo “lo que nos gustaría oír”. Sería MUY MALA SEÑAL.
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Recuerdo que mi primer destino como párroco fue en cuatro pequeños pueblecitos de montaña (juntos no llegaban a sumar 90 habitantes en un día de labor).
El primer día que llegué allí era domingo y me acompañaba el anterior párroco (un franciscano ya bastante anciano).
A la salida de aquella primera misa de presentación me estaban esperando unas doce mujeres (todas las del pueblo). Una de ellas, con los brazos en jarras, tomó la palabra en nombre de todas y dijo:
- “Mire usted. Nos alegra mucho conocerle y que vaya a ser nuestro nuevo párroco. Los domingos nos va a ver a todas en misa y le agradeceremos que venga. Pero entre semana es mejor que no aparezca por aquí porque todas tenemos muchas cosas que hacer y si viene nos va a entretener de las faenas.”
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Evidentemente, aquellas mujeres SÍ sabían expresar lo que llevaban en el corazón. Y de una manera muy clara, por cierto.

Blog amigable (II)

En ese mismo pueblo, al domingo siguiente, volvieron a esperarme de nuevo todas las mujeres en la puerta de la iglesia tras la misa. La que llevaba la voz cantante quiso dejarme las cosas claras:
- “Aquí tenemos la costumbre de recoger nosotros mismos la colecta de los domingos. La contamos y la ingresamos en la cuenta de la parroquia. Si no le parece mal, lo seguiremos haciendo.”
Como siempre he sido de la opinión de que es la propia comunidad la que debe encargarse de esas cosas, la iniciativa de aquellas mujeres me pareció estupenda, y más si todos estaban de acuerdo.
De este modo, cada domingo me daban un papelito indicándome lo recaudado en la colecta anterior.
En principio, todo parecía ir bien. Pero cuando, pasado un mes, traté de poner al día la libreta, pude comprobar que en todo ese tiempo no habían ingresado ni un solo céntimo. Así, al finalizar la siguiente misa dominical, pedí a toda la asamblea que se esperasen un momento porque quería hablar con ellos y, tras quitarme las ropas litúrgicas, les expuse con toda humildad el hecho. De nuevo fueron las mujeres las que respondieron con sinceridad:
- “Mire, es que los del pueblo hemos abierto una cartilla de ahorros y estamos ingresando el dinero allí hasta que veamos de qué pie cojea usted.
No sabiendo si enfadarme o echarme a reír, les dije con una sonrisa, pero con toda claridad: “Pues ya habéis visto que ando perfectamente y que no cojeo de ningún pié, así que ya estáis ingresando el dinero donde tiene que estar.”
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Caminé con esa comunidad durante más de siete años sirviéndoles como párroco y mi relación con ellos fue entrañable, aunque nuestra relación no empezara “con muy buen pié”. Como he dicho, es fundamental conocer a las personas y sus lenguajes para poder entenderles y quererles. En el fondo, todo el mundo es "amigable" a su modo.
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¡La paz contigo!