El buen samaritano (I)

Poniendo como excusa la Exposición Mundial de Lisboa, en 1998 hice un recorrido, junto con un compañero sacerdote, por el centro de Portugal.
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Uno de los lugares que no quisimos dejar de visitar es un monasterio, no muy alejado de Fátima, que está catalogado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
La visita al monasterio, una auténtica maravilla, debimos hacerla con cierta premura, pues habíamos aparcado el coche en “zona azul” (estacionamiento previo pago y con una estancia máxima de hora y media).
Al regresar al coche, me di cuenta de que lo habíamos dejado cerrado… ¡con las llaves dentro!
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Mientras mi compañero se quedaba junto al coche (por si aparecía el guardián de la “zona azul”), yo me acerqué a un grupo de hombres, que conversaban en el otro extremo de la plaza, para preguntarles dónde podía encontrar un taller o un policía que me solucionasen el problema.
Uno de ellos, ataviado con una gorra de béisbol, se ofreció a acompañarme a la búsqueda de un guardia urbano, y cuando finalmente lo encontramos, empezó a contarle mi problema. No sé exactamente lo que le diría (¡Mira que es difícil entender a dos portugueses discutiendo entre sí!), pero el caso es que el policía nos despachó enfadado sin hacernos ni caso.
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Entonces, el hombre de la gorra me invitó a subir a su coche para llevarme a un taller que estaba a las afueras de la ciudad. Por desgracia, en el taller tampoco quisieron atendernos, alegando que era casi la hora de cerrar y tenían aún mucho trabajo. (Al menos esa es la versión que me dio mi “buen samaritano” cuando el dueño del taller nos despidió con cara de pocos amigos)
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Finalmente, el hombre de la gorra de béisbol me dijo que conocía a un mecánico que, sin duda, me ayudaría. Montamos de nuevo en su coche y empezó a circular por una carretera secundaria entre bosques de pinos.

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