El buen samaritano (III)

Estaba el hombre algo más calmado cuando el dueño del taller nos dijo que ya podíamos irnos.
Así que montamos en el automóvil del “americano” y volvimos a la ciudad.
Allí nos esperaba mi compañero sacerdote bastante nervioso, pues llevaba más de una hora y cuarto sin saber nada de mí desde que me había visto montar en el coche del desconocido (por aquella época ninguno teníamos teléfono móvil).
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El mecánico tardó apenas medio minuto en abrir el coche.
Entonces, el “americano” me llevó aparte y me dijo que las confidencias que había tenido conmigo no eran excesivamente importantes y que podía contarlas si quería, pues no me había dado datos suficientes como para comprometerle.
También insistió en que fuera a la casa de su hija para darle la bendición ante la proximidad del parto. Yo me excusé diciendo que me era del todo imposible pues me esperaban en Lisboa y, con todo aquello, ya había perdido casi hora y media. (Debo reconocer que no era verdad, pero a esas alturas de aventura, me sentía realmente incómodo)
Él se empeño en pagar al mecánico, pero me negué rotundamente, reconociéndole que había hecho por mí más de lo debido, y que él aún debía devolver al mecánico a su taller.
Así que con un fuerte abrazo nos despedimos y me metí en el coche.
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Intenté arrancar, pero era imposible. Entonces comprendí que no sólo me había dejado las llaves dentro del coche, sino además la radio encendida, ¡Y ME HABÍA QUEDADO SIN BATERÍA!
Rápidamente, me bajé del coche y empecé a hacer señas a gritos al coche del “americano”, que ya se alejaba. Por suerte, me vieron por el espejo retrovisor y se detuvieron.
Cuando les conté mi nuevo problema, se ofrecieron a volver al taller y regresar con una batería nueva con la que recargar la mía.
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Aproveché ese rato para contar a mi compañero, lo que había pasado, y todo lo referente al “agente de la CIA” (tenía su permiso). Por la expresión de su cara, se notaba que estaba haciendo grandes esfuerzos por creerme.
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No tardaron mucho en regresar con una batería nueva y una pinzas, y mientras el mecánico realizaba su labor, el “americano” volvió a llevarme a un sitio aparte y con lágrimas en los ojos me dijo:
- Hoy la Divina Providencia ha hecho que se encontraran dos personas que necesitaban algo el uno del otro.
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Una vez cargada la batería, pregunté al mecánico el costo del nuevo servicio, pero él dijo que ya le habían pagado. Entonces, el “americano” se despidió de nosotros con un fuerte abrazo y esperó a que arrancáramos el coche, para asegurarse que no teníamos más problemas.
Después, por la ventanilla del coche, me pidió una dirección donde poder localizarme, pero yo ni uso tarjetas ni en ese momento tenía papel y bolígrafo a mano. Entonces, el dio dos pasos hacia atrás, miró fijamente la matricula de mi coche y me dijo con tono de seguridad:
- No hay problema. Seguiremos en contacto.
Después montó en su coche y durante unos cuantos kilómetros nos siguió.
Finalmente, nos adelantó a toda velocidad y le perdimos de vista. Un poco más adelante pudimos verlo: se había bajado del coche y nos despedía con la mano.
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Hasta la fecha, no he vuelto a tener noticias suyas.
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Por cierto, según leímos después en la guía de viajes, en la ciudad donde tuvo lugar esta aventura se encuentra uno de los mayores sanatorios psiquiátricos de Portugal.
¡NO SÉ QUÉ PENSAR SOBRE EL ASUNTO!
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¡La paz contigo!

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